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lunes, 27 de mayo de 2019

Tanatorio Fentanilo: abierto 24 horas.

Tanatorio Fentanilo 24/7




De la prehistoria a la alquimia.

Hubo una época en que las únicas drogas disponibles para humanos (y animales, porque también se drogan) salían de plantas y -como mucho- de ciertas fermentaciones, naturales o preparadas. Se tardaron unos cuantos miles de años -tras conocer el vino y alcohol de uva- en aprender a hacer “destilados”, en purificar el espíritu que había en el vino para hacerlo más concentrado, incluso hasta llegar a su pureza práctica. Tuvo que llegar el alambique (un invento árabe) para poder dar ese salto y, desde entonces hasta la aparición de la química aplicada a los productos naturales, parece que no hubo grandes momentos en lo que a creación y refinado de drogas se refiere.

La gran química del siglo XIX, que saltaba lejos de la “irracionalidad alquímica” y buscaba -de forma sistemática- las leyes que regían las interacciones entre ciertas materias, llegaba a la farmacopea. Donde antes había ácido salicílico, sacado de la corteza del sauce, ahora había “Aspirina (Marca Registrada)”. Y exactamente con el mismo proceso químico (acetilación) pasábamos de la morfina sacada del opio a la “Heroína”. 


Supongo que “Bayer” -fabricante y vendedor de ambas sustancias- también registró en 1890 la marca de “Heroin” o “Heroína”, aunque es de esas cosas que no querrá recordar y que -seguramente- olvidó renovar la patente allá por los inicios del siglo XX, para evitar que asocien su buen nombre a algo con tan mala prensa como la heroína, que ellos crearon y vendieron como remedio “heroico” por sus grandes virtudes.



Poco después, comenzaron los tratados internacionales contra las drogas en los que USA dictaba y los demás copiaban y adaptaban a sus corpus legales (muy en la línea de lo que se sigue haciendo, en realidad, a día de hoy). Pero con la “Guerra contra las drogas”, en los 70 de Nixon y 80 de Reagan, llegó el gran problema: la subvención directa del tráfico de drogas en una guerra que se sabía imposible de ganar. Si hasta entonces subir un kilo de cocaína de un país productor a USA (el gran consumidor de cocaína del planeta) costaba 10x, con los fondos destinados a luchar contra las drogas (y que eran una excusa para el intervencionismo en terceros países, atacando la oferta externa en lugar de la demanda interna), costaba 1000x. Esos precios se repercutían posteriormente al consumidor, en calidad y coste. Si USA destruía plantaciones de cocaína, sólo conseguía que los cultivadores (gente pobre que planta lo que le compren) migrasen a otras zonas y -como mucho- una imperceptible escasez puntual en el mercado.

Pero el incentivo de las desmedidas ganancias moviendo drogas, ya estaba ahí. Para aquella generación y las que vinieron después, ya que la cosa no mejoró sino que empeoró. Lejos de plantearse que, sus acciones de guerra contra las drogas, sólo conseguían hacer al narco más rico y poderoso, decidieron insistir y perseverar en la misma estrategia: aumentar los castigos hasta hacerlos surrealistas, sin darse cuenta que eso ni disminuía la demanda, ni rebajaba los precios sino todo lo contrario (esos costes se reflejaban en el precio y la demanda los ignoraba). Creo que no hace falta hacer leña mostrando el brutal crecimiento del consumo de drogas -en todo el planeta- desde el inicio de la “opción militar” a final de los 70 contra las drogas, sus usuarios, y sus mercaderes. Esto último, lo de castigar mercaderes y grandes narcos, sólo lo hacían si no les eran de utilidad, en cuyo caso la consideración cambiaba como cambió con Noriega (hasta que se negó a obedecer) y otros sátrapas o dictadores de la latino-América de aquellos años, guerrillas y demás actores que, ahora vamos sabiendo, recibían parte de sus fondos del tráfico y venta de drogas: narcopolítica.

No sólo no habían conseguido los objetivos que se suponía debían conseguir con esa guerra contra las drogas sino que, a pesar de que el experimento de la prohibición de las drogas demostraba que provocaba resultados peores que los que se perseguía evitar, se producía una paradoja por la que ante los nefastos resultados se esgrimía el argumento de “la falta de recursos” frente al narco, con lo que una enorme masa de funcionariado y policía (en todo el planeta) recibía más y más dinero presupuestario, ya que “tenían que luchar en una guerra en la que el enemigo les superaba en todo”. Y esto era cierto, porque con las draconianas medidas contra las drogas, habían aumentado el riesgo de moverlas o venderlas, aumentando el precio y -de esa forma- sus beneficios.

Quienes al final iban al talego, casi nunca eran grandes capos, sino pobres desesperados consumidores que daban el salto al trapicheo para poder pagarse el vicio y mantener el ritmo de vida. Y los narcos tenían los mejores medios que el dinero puede pagar (porque literalmente no sabían qué hacer con tanta pasta como acumulaban), los mejores hombres incluso los entrenados por el estado; en México llegaron a colocar carteles ofreciendo trabajar para "el narco" frente a los centros de reclutamiento estatales y ante las mejores unidades militares de países con intensa implicación en el tráfico de drogas, con un número de teléfono como reclamo. Todos los soldados o policías que lo veían, sabían que con una llamada a ese número, ganarían mil veces más que su sueldo de ese mes: no se puede combatir contra semejante desventaja.

Colombia lo supo bien, de la mano de Pablo Escobar. A mi juicio, no fue el terrorismo casi indiscriminado de los atentados con explosivos lo que le enseñó el rostro del miedo a Colombia. Fue el precio a la cabeza de los policías molestos, o no molestos incluso; en ciertos momentos de dicha época, se pagaba directamente según el grado militar o policial del muerto, en caso del que el finado no tuviera una bolsa o prima mayor. El precio a la cabeza de cualquiera que osase cruzarle, era el precio del miedo de todo un país usado como rehén y, a la vez, como mano ejecutora.



¿Por qué? Coño, porque podían. Podían enterrarte a ti y tu familia en plata o en plomo, y se podían permitir el lujo de darte a elegir si querías seguir vivo: ¿por qué matar a alguien que -una vez manchado- puede sernos útil? Y podían pagar ejércitos, armas, aviones, sicarios, barcos, islas privadas y lo que quisieran o imaginaran.

Un solo hombre era capaz de pagar la deuda externa de Colombia, y así se mantuvieron negociaciones con un monto económico en juego equiparable (la cifra exacta ofrecida por Escobar nunca se ha confirmado oficialmente) como me reconoció -en conversación privada- Ernesto Samper (entonces ya expresidente de Colombia) que fue quien llevó personalmente el control de dichas conversaciones, que no tuvieron el final deseado para el narco, ya que finalmente Colombia desbloqueó legalmente las extradiciones . Pocos años después, Samper, se hacía presidente de Colombia.

Los narcos podían, porque las consecuencias (imprevistas o no) de “la guerra contra las drogas” les habían hecho inmensamente ricos. De hecho, es la prohibición la que crea la figura del “narco” tal y como lo conocemos hoy. Y no tenía pinta de acabarse la orgía, de dinero y poder, que las drogas (prohibidas como nunca nada se había prohibido y perseguido, hasta ese momento) moverían en el futuro inmediato. Todo gracias a la subvención directa de sus precios y costes, mediante una prohibición que ellos franqueaban -sin demasiados problemas ni escrúpulos- a base de cuerpos muertos o de presos encarcelados: la conocida “carne de cañón” de la miseria.


La era de la química moderna.

Hasta esa parte de la historia, las drogas “ilegales” como la heroína o la cocaína, se movían en el rango de los miligramos en sus dosis humanas. Incluso la mescalina que fue el primer enteógeno caracterizado y sintetizado químicamente -tras su aislamiento en el cactus Peyote- era activa sólo tomando cientos de miligramos y no menos. La anfetamina y sus variantes simples como la metanfetamina, también son activas en ese rango de dosis (miligramos) y de la misma forma las anfetaminas de anillo sustituido, como pueden ser la MDMA (producto de síntesis química que tiene más de 1 siglo de vida ya), se encuentran también en ese tipo de dosificación expresada en miligramos. ¿Qué importancia tiene que algo esté expresado en miligramos?

Normalmente expresamos y estimamos en la unidad de medida más manejable por nuestro cerebro, podemos decir medio kilo de carne o 500 gramos de carne, pero nadie pedirá “medio millón de miligramos” de carne, aunque sea técnicamente correcto. Hasta entonces, las drogas de uso lúdico (las que tenían una demanda que se suplía con el mercado negro perseguido con esa nueva guerra) se podían estimar “a ojo”. Los usuarios de drogas estaban acostumbrados a manejar sustancias similares y a tantear incluso cuando no conocían la potencia y efecto de una sustancia, ya que salvo una excepción como eran la LSD y alguno de sus parientes químicos, ninguna sustancia era psicoactiva en el ser humano en dosis de milésimas de miligramo o microgramos. De hecho, estos compuestos lisérgicos han mantenido esa “excepcionalidad” durante muchas décadas de creación y descubrimiento de nuevos compuestos psicoactivos, nacidos con el avance de la química.

En el mercado recreativo, salvo algunas drogas de síntesis que venían ya distribuidas en blotters (tripis), micropuntos o cápsulas, que permitían manejar las dosis adecuadamente, el resto eran compuestos que se vendían sin un formato de dosificación predeterminado como el de los cartones de la dietilamida del ácido lisérgico. El resto de drogas, cannabis aparte, eran básicamente la cocaína y la heroína cuyo denominador común es que necesitan del cultivo previo de materia vegetal.

No es que no se pueda hacer cocaína 100% sintética, morfina o heroína 100% sintética: se puede. Pero sale mucho más caro que dejar que la naturaleza (sol y agua) sintetice por nosotros un precursor casi directo de la droga que buscamos, como ocurre con la base de cocaína en la planta de coca y con la morfina en la adormidera del opio. Comercialmente sintetizar -desde cero- cocaína o heroína, es un sinsentido que a día de hoy nadie ha intentado de forma seria y creíble (más allá del mero experimento).



La dependencia necesaria de los cultivos de opio para la producción de morfina, heroína y otros opiáceos necesarios para usos legítimos (médicos), hizo por ejemplo que Alemania durante la II Guerra Mundial buscase compuestos totalmente sintéticos que pudieran reemplazar a los opiáceos que -hasta el momento- se conocían, y diera con uno que aunque funcionaba (era un potente agonista de los receptores opioides) y era de fácil producción, prefirió no usar con su población porque consideró que los riesgos eran superiores a los beneficios; se llamaba “Metadona” y fue parte del botín de guerra científico que los USAnos se llevaron de su excursión europea en la guerra. Luego esa misma metadona, un doctor llamado Avram Goldstein que era uno de los descubridores de las endorfinas, la “vendió” a Nixon como droga anti-adicción, y así es como la metadona llegó hasta nuestros días y nuestras calles.

El mito de que el nombre dado a la metadona en Alemania se debía a “Adolf Hitler”, es no comprender nada de latín ni tener interés por la verdad. Aún hay escritores, como el propio Antonio Escohotado, que han dado por bueno el mito de que su nombre inicial-“Dolofina”- provenía de un halago al dictador, cuando en realidad fue un fármaco desechado y cuyo nombre sólo evoca “poner fin al dolor”.

La metadona fue uno de esos compuestos sintéticos que surgieron de la necesidad de no depender de cultivos o de suministros extranjeros variables, pero no fue el único. Y al abrir esa puerta de la búsqueda de remedios de síntesis, en los años 50, un notable químico llamado Paul Janssen, dio con el fentanilo. En una sencilla síntesis química -de un puñado de pasos y bajo coste- había creado un analgésico opioide que era unas 100 veces más potente en relación al peso que la morfina o heroína: el fentanilo. 

Los miligramos quedaban fuera de juego, salvo para anotar las dosis letales: 3 miligramos de fentanilo se estiman como dosis letal para una persona sin tolerancia. ¿Sabes cuánto son 3 miligramos de algo? ¿Sabes siquiera si se ven a simple vista? Pues lo que sí está claro es que las dosis activas de estas nuevas drogas como el fentanilo, medidas en microgramos (millonésimas de gramo) no están hechas para que puedan ser “estimadas” o manejadas por el simple ojo humano.

Diez gramos de fentanilo puro equivalían a un kilo de morfina pura -en cuanto a potencia analgésica- y sus efectos, si bien no eran exactamente los mismos, eran bastante parecidos ya que ambos compuestos activan los mismos receptores, como llaves que abren las mismas cerraduras. Y además -drogas con tanta potencia en relación a su peso- cumplían bien con el precepto farmacológico por el que en caso de tener que optar entre dos remedios que nos van a aportar lo mismo, siempre es preferible el que tenga un menor coste orgánico y metabólico: casi siempre será el compuesto de menor peso a dosis activa equivalente. Acababa de nacer un best-seller.


La boda del mercado negro y la familia del fentanilo.

Este increíble salto cuantitativo -en la potencia de un compuesto como el fentanilo y sus derivados- hacía posible por un lado prescindir de las fuentes naturales para sintetizar opioides funcionales, y por otro lado vender como heroína un producto que realmente se había sintetizado con un coste infinitamente menor. A la vez que el fentanilo, otros derivados más potentes aún se habían descubierto. Entre ellos están el remifentanilo -que tiene 2 veces la potencia que el fentanilo- y el sufentanilo que tiene 5 veces la potencia del compuesto padre. Dos gramos de sufentanilo vienen a “equivaler” a un kilo de morfina en cuanto a potencia. No son compuestos difíciles de sintetizar y todavía los había más potentes, como veremos.




En 1978 y en 1988, en California y Pensilvania, tuvieron algunos muertos por un compuesto llamado 3-metil-fentanil (varios cientos de veces más potente que la morfina) que posteriormente fue conocido como “China White” y que quedó como denominación genérica de los derivados del fentanilo vendidos como si fueran heroína. En 1991, en la costa este de Nueva York y New Jersey, conocimos a “Tango & Cash”. El nombre, esta nueva droga lo tomó del envoltorio (“stamp bags”) en el que había sido vendida y, presumiblemente, este a su vez de la película homónima. El compuesto era alfa-metil-fentanil, y las noticias en su día hablaban de una droga “600 veces más adictiva que la heroína” (como si eso pudiera medirse universalmente) a la hora de referirse a la potencia del compuesto.

Pero en todos esos casos no sumaban en total medio centenar de muertos, y son los 3 brotes más destacables en el tema de los derivados de fentanilo. Sin embargo en el año 2005, el tema del fentanilo y sus derivados irrumpió en el mercado negro como problema a nivel nacional, contabilizando en 2 años más de 1000 muertes. ¿Por qué eso no ocurrió en los años anteriores? ¿Por qué entonces?

La demanda de opiáceos en el mercado negro, durante los años 80 y 90, se mantuvo estable. Por un lado eran los años del crack y la cocaína y de la expansión de la MDMA, otro nuevo tipo de drogas que nada tenían que ver en sus efectos. Por otro lado, se iniciaba un proceso de “modernización farmacológica” por el que los opioides empezaban a ser recetados de una forma mucho más rutinaria, para enfermedades no terminales. 

La abundancia y ubicuidad repentina de los opioides de farmacia -junto con la extrema facilidad que existía en aquel momento para conseguirlos- hacía que muchas de las personas que en otras circunstancias hubieran buscado esas drogas en el mercado negro, las buscaban en las consultas médicas. E incluso a quienes no las buscaban, les eran ofrecidas -desde la “mano amiga” de su médico- para casi cualquier condición que conllevase dolor (como una simple lumbalgia). No había necesidad -para una gran parte de la población- de exponerse al mercado negro, tener que entrar en contacto con ese entorno y arriesgarse a tomar algo sin control alguno, cuando podía recibirlo de su médico con toda clase de controles de seguridad, asociadas al mercado regulado de fármacos. No había necesidad, en aquel momento... pero el panorama cambió radicalmente en pocos años.

La química había creado los compuestos, buscando no depender de plantas ni recursos ajenos. Lejos de ser algo negativo, el fentanilo fue un salto que permitió avanzar en distintas áreas que iban desde la anestesia a los paliativos y que, a día de hoy, existe en cualquier hospital. Aunque esos mismos compuestos en el mercado negro, dada su potencia y su parecido en efectos a los de la heroína, ya habían tenido breves incursiones, ninguna cuajó en realidad: el equilibrio era frágil y era sencillo equivocarse en una mezcla y cargarse a los clientes, haciendo poco viable el negocio. Además, la huella química de esos fentanilos y derivados, su huella de síntesis (lo que el producto final nos dice sobre cómo se ha elaborado) era fácil de rastrear por ser única -en un mercado abastecido de forma tradicional- y eso presentaba un problema extra que, a la larga, acabaría llevando a la cárcel a los químicos que lo sintetizaban. Y de 1978 al año 2005, la presencia de fentanilo y análogos (medida en muertos causados) fue casi anecdótica.


La tormenta perfecta.

Pero en alrededor del ese año, 2005, se dio la unión de dos vectores que complicaron la situación tremendamente. Por un lado, la prescripción desaforada de opioides por parte de los médicos en USA, había empezado a dejar muestras evidentes del daño que ese modelo estaba causando en la población. 

Las muertes debidas a opioides legales, aumentaron dada la facilidad con la que se prescribían a personas que realmente no los necesitaban, generando un sobrante que iba al mercado negro. Ese fue el primer reflejo de lo que la compañía Purdue -y otras farmacéuticas- habían conseguido con sus campañas agresivas de venta de opioides, toleradas por gobierno y legisladores.



La reacción a esos primeros datos que apuntaban que estaba empezando a verse afectados, por sobredosis de opioides, usuarios con un perfil que hasta ahora no era común y que no tenía que ver con el uso “ilegal” de drogas, fue cerrar parcialmente el grifo de las recetas y hacer un poco más difícil el que fueran recetadas para cualquier cosa. Los primeros pacientes a quienes les retiraron -forzadamente y sin ningún plan serio de tratamiento sustitutivo o seguimiento- de los opioides que les daba su propio médico, eran aquellos que no tenían patologías que realmente justificasen su uso. Era muy común que gente que había tenido un accidente o una cirugía y que necesitaban opioides unos días para controlar el dolor, se veían consumiendo opioides durante mucho más tiempo del necesario, porque valía con pedírselos al médico, quien solícitamente se los prescribía de nuevo.

Todo ese primer grupo de personas que estaban siendo abastecidas legalmente de opioides y que, debido a la circunstancias, iban a ver su acceso a los opioides de farmacia cortado de golpe, se encontraron en un nuevo y desconocido escenario.  Tuvieron sólo dos opciones: dejar de consumir opioides “a pelo”, o pasar al mercado negro a comprar... lo que pudieran comprar.

De ahí vino el primer vector: un montón de nuevos clientes en el mercado negro, reclamando opiáceos u opioides para calmar lo que antes calmaban con pastillas de farmacia recetadas por su médico. Fue un enorme regalo al mercado negro: gente sin experiencia previa con “las drogas y lo ilegal” saltando de un mercado perfectamente regulado a nivel farmacéutico a uno como el actual mercado negro, en que en la mayoría de las ocasiones resulta imposible saber lo que se está consumiendo realmente -el régimen de ilegalidad sólo beneficia a quien vende las drogas- con el riesgo que eso conlleva.

El segundo vector fue la entrada del “fentanilo mexicano” en la heroína que se vendía en USA. ¿Cómo ocurrió eso? México es un país con un papel clave en el tráfico de drogas hacía USA y el tráfico de armas en dirección contraria. Pero excepto por algo de marihuana, México nunca fue un productor de drogas como lo eran otros países de la zona: en las condiciones climáticas de México no se puede cultivar la planta de la coca. Con ese panorama, México estaba condenado a ser un mero intermediario pero atendiendo a sus posibilidades y la demanda de USA, empezaron a plantar opio y a producir heroína, para vender a USA.

Producir heroína desde el opio, exige cosechar la planta mediante un trabajo específico sobre cada uno de los ejemplares, recolectar el latex -segregado en gotitas por cada amapola- y con el opio obtenido, extraer posteriormente la morfina, para acetilarla y convertirla en di-acetil-morfina o heroína. Y luego, si se desea llegar a producir heroína pura en forma de sal clorhídrica, quedaría un proceso de purificación que no suele abordarse en ciertas áreas de producción -como Afganistán o México- por la escasez y el alto coste de los materiales necesarios, así que se deja en forma de “base libre de heroína” de una pureza que no suele superar el 55% en origen. Heroína marrón, que le dicen coloquialmente.




México llevaba ya unos años introduciendo heroína de producción propia en USA – que hasta ese momento tenía una demanda baja en el mercado negro, porque estaba bien abastecida por el mercado blanco- pero cuando los usuarios (que habían pasado de la consulta del médico que les recetaba, a la del camello que les vendía las mismas pastillas a unos precios desorbitados) vieron que no podían seguir pagando 80 dólares por una pastilla de 80 miligramos de OxyContin, y que la heroína era al menos 10 veces más barata, el camino estaba hecho: poco a poco esos usuarios acabaron rompiendo sus propios tabús y estigmas relativos a la heroína, y accedieron a su consumo.

Como la mayoría de esta nueva hornada de consumidores no venían de un entorno marginal, donde las drogas y su uso fueran algo habitual, carecían del aprendizaje que un yonqui ha realizado con respecto a esas sustancias; eran los más débiles de todo el mercado. Muchos eran niños de papá que comenzaron robando opioides en el botiquín de sus casas, pasando más adelante a ser recetados por un médico con cualquier excusa para verse (tras meses o años de consumo, sostenido por sus galenos) arrojados al mercado mas descontrolado de drogas que ha existido jamás. Otros eran adultos cuando comenzaron, pero que tampoco venía del mundo de las drogas, sino que venían de otros mundos que nada tenían que ver (como los veteranos del ejército de USA, muchos de ellos con heridas graves y serios problemas de dolor). Echad un vistazo a este vídeo y haceos una idea del nuevo perfil.... ;)




Al principio, una gran parte de los usuarios que fueron abandonados por sus médicos -tras haberles convertido en dependientes de opioides, dando rienda suelta a patrones de en ellos que denotaban adicción y abuso al fármaco- cuando tuvieron que aceptar el pase a la heroína, lo hicieron esnifándola. La heroína, como casi todos los opiáceos y opioides, puede ser esnifada, inyectada, fumada (como base libre), consumida oralmente o analmente. La mayoría comenzaron esnifándola, ya que es la forma de consumo más habitual allí y con menor estigma asociado ya que es poco visible la marca de su consumo. Luego, cuando vieron que para mantener el hábito, esnifar la heroína (o el opioide que consumieran preferentemente) no bastaba sin comprar y usar grandes cantidades, empezaron a pasarse a la aguja porque el efecto es mayor con menor dosis y bajo coste; pero también es mayor el grado de dependencia, el comportamiento adictivo descontrolado -porque el efecto de recompensa es mayor y más intenso- y las marcas de consumo, imposibles de esconder en dichos estadios de abuso intravenoso.

La mayoría de las personas -que no han probado una dosis de heroína o de otro opioide equivalente- creen que, tras sus efectos, existe un mundo de enormes placeres que hacen que la persona subordine toda su vida a la obtención repetida de ese “subidón”: eso es falso. En los opiáceos y opioides, lo que se denomina “euforia” (como efecto secundario placentero), se da solamente en las épocas iniciales de consumo y desaparece relativamente pronto con el consumo cronificado. La realidad es que la inmensa mayoría de las personas que presentan un patrón de búsqueda de opioides u opiáceos, buscan alivio para un sufrimiento físico, psíquico o de ambos tipos. No existe placer en ser un consumidor crónico de opiáceos, como mucho podréis encontrar analgesia y ansiolisis.

Todo esos “nuevos consumidores” -de perfil totalmente distinto al habitual hasta ese momento- que saltaron a la aguja con la heroína y/o con otros opioides disponibles, fueron las primeras víctimas del fentanilo mexicano cuando hizo su aparición en el mercado. Por un lado, el fentanilo es sencillo de sintetizar y, en un entorno en el que la demanda de heroína por parte de USA estaba siendo artificialmente incrementada, al volcar al mercado negro lo que antes eran “pacientes médicamente abastecidos” hubo que competir en condiciones más duras, y el fentanilo añadido a la heroína (de no mucha calidad) que se producía en México, fue el camino por el que llegó en principio.

El efecto del fentanilo y el de la heroína, para alguien que no esté acostumbrado a reconocerlos individualmente, se parecen pero no son los mismos. No lo son en su intensidad, en su mecanismo de acción (el fentanilo induce a redosificar con frecuencia, porque actúa sobre la liberación de dopamina además de sobre los receptores opioides), en sus riesgos y en lo extremadamente fácil que es “pasarse”.

Resultaba curioso, al principio de esta epidemia de muertos por fentanilo, ver a familiares directos de las personas que habían muerto por esta droga, abogar por el fin de la prohibición de las drogas con el aplastante argumento de que, de haber sido legales, sus seres queridos hubieran consumido oxicodona, morfina o heroína, pero no fentanilo. Y de haber consumido heroína en lugar de fentanilo, ahora las probabilidades de que estuvieran vivos (atendiendo a sus riesgos) serían enormes. 

Ese mismo enfoque es el que ha mantenido desde hace años la madre de una quinceañera que murió por sobredosis de MDMA: su hija y sus amigos sólo querían divertirse, y de haber sido legal la MDMA, hubieran podido hacerlo sabiendo la pureza de lo que tomaban y la dosis adecuada. Su hija murió porque, siendo la primera vez que consumía MDMA, ingirió una cantidad que ella estimó correcta pero era claramente excesiva, y la mató. Paradójico: padres y madres dándose cuenta (demasiado tarde) de que la falta de educación sobre drogas, y el oscurantismo con que hasta el momento se tratan esos temas, es peor que los efectos negativos de las propias drogas de las que pretenden protegernos.



De la misma forma, todo tipo de personas de distintos grupos y extractos sociales, se empezaron a ver afectadas por el fentanilo que estaba entrando con la heroína mexicana y que convertía una sustancia que ya de por sí es peligrosa y compleja de usar, en algo mucho más tóxico y que no daba aviso alguno al respecto (la dosis en proporción es tan baja que no notas un cambio en sus cualidades organolépticas y la única forma de detectarlo es el test químico). De repente, esa heroína o esa droga que habían comprado en el mercado negro, que ellos esperaban que tuviera una potencia X, resultaba ser 10X más potentede lo que esperaban... con lo que iban directos a la sobredosis por opioides, que por cómo transcurre (te quedas dormido, dejas de respirar, mueres) si no había alguien al lado que pudiera administrarte el antídoto (naloxona) o que pudiera avisar a los servicios de emergencia, era una muerte casi segura.

Lo de “alguien que pueda avisar a los servicios de emergencia” no es cosa menor. En USA, el mero consumo de drogas es un delito (no como en España, por ejemplo, que es una mera falta administrativa la posesión en lugar público, pero el derecho a consumir la droga que quieras es tuyo) y consumir drogas conjuntamente, es cometer un delito conjuntamente. Con esa carga penal sobre el consumo de drogas, te arriesgabas a que si llamabas al servicio de emergencias para salvar la vida de esa otra persona, te veías perseguido criminalmente después.

Ante ese panorama punitivo, muchos no llamaban aunque estuvieran viendo morir a otra persona, porque hacerlo equivalía a salvar una vida ajena pero entregar la suya a la destrucción programada por el sistema en USA. Hasta tal punto llegaba este sinsentido humano, que se tuvieron que promulgar leyes por las que “no serías perseguido por haber consumido drogas si eso era conocido porque hubieras llamado al 911 para salvar una vida”, conocidas como “Good Samaritan 911 Laws”.

Todo el escenario, sus actores, el aprendizaje alrededor de la situación de las drogas en el mercado y las leyes que regulaban las interacciones, parecían estar puestas a medida para que quienes se vieran afectados por una sobredosis, fuera de lo que fuera, no recibiera ayuda y además resultasen ser un problema a explicar para quienes se encontrasen a su lado. Parecía que todo estaba colocado para dejar morir a miles y miles de personas, y así ocurrió con el fentanilo y sus derivados, que en poco tiempo pasaron a ser las drogas que mataban a una mayor cantidad de personas: decenas de veces por encima de los muertos por el consumo tradicional de heroína, en cualquier tiempo de la historia.


El nuevo narco vive en China y Canadá.

El fentanilo mexicano, no fue el peor de los males que teníamos que ver aún. Al menos, la el compuesto que usaban era el compuesto padre, y no uno de sus primos más brutos. Sus primos llegaron, y lo hicieron por donde menos se podían esperar: de la vía legal y de un país como China. Así irrumpió el carfentanil, que tiene una potencia de 100 veces la del propio fentanilo: 1 gramo de carfentanil (creado también por Paul Janssen) equivale a potencia narcótica de 10 kilos de morfina o 5-7 de heroína. Y el carfentanil lo comprabas directamente a China, a una de las 100 empresas que te lo sintetizaban y te lo enviaban de forma discreta, por unos 3000 euros el kilo de carfentanil, que equivale a 10 toneladas de morfina. Sí, el equivalente narcótico a 10 toneladas de morfina, o 100 toneladas de opio, metidos en un paquete de 1 kilo y por un precio ridículo.



¿Y cómo podía ser esto? Pues simple: las leyes sobre drogas no son iguales en todo el mundo ni evolucionan a la misma velocidad, y en China esos compuestos no estaba fiscalizados. Eran compuestos que no tenían una prohibición nacional en China, o internacional, que impidiera su comercio. Dicho de otra forma, hasta mediados del año 2017 cuando es prohibido en China junto con otros cuantos compuestos similares, el carfentanil era un “legal high” que estaba atrayendo el interés de un mercado negro azuzado por la demanda extra de consumidores que querían opioides en USA. Y se podía comprar sin moverse de la pantalla de cualquier ordenador con una tarjeta de crédito...

De esta facilidad para conseguir compuestos de una potencia inimaginable, con un mercado que demandaba mayoritariamente drogas narcóticas, nacieron muchos “nuevos emprendedores” que pensaron matemáticamente: si un kilo de carfentanil me cuesta 3000 euros, pero equivale a 10 toneladas de morfina o a 5 de heroína.... ¿cuánta ganancia puedo sacar usando esa sustancia (muy rebajada y diluida por su altísima potencia) preparándola y vendiéndola como si fuera alguno de los opioides demandados en el mercado? 

Con 1 euro de carfentanil, obtenías cantidad equivalente a 1 kilo de heroína o compuestos con el mismo rango de dosis en miligramos (oxicodona, hidrocodona, morfina, desomorfina, hidrocodona, etc.) y si 1 gramo de heroína lo vendo por 50 euros (casi la mitad del precio de mercado habitual en USA), con 1 euro de inversión se podían obtener 50.000 euros de beneficios. Jamás se habían visto semejantes márgenes de ganancia teórica, en ninguna droga ni en nada que se pudiera traficar con semejante sencillez: por paquetería postal.

Así que no tardaron en aparecer pastillas que simulaban ser algunas de las más buscadas (como la OxyContin de 80 mgs), que estaban producidas localmente (USA y Canadá) con los fármacos que se compraban por Internet a otros países, como el brutal carfentanil. Se podían elaborar en cualquier sitio -con un molde y una máquina de prensar pastillas, inversión mínima- pero no contenían nada de lo que se suponía que debían contener con respecto a la apariencia que les daban.

Una de las víctimas más conocidas de esta nueva modalidad de fraude en drogas, fue el cantante y compositor Prince. Murió por sobredosis de un compuesto de fentanilo, tirado en un ascensor,tras haber consumido unas pastillas falsas que simulaban ser otro opioide (y que, lógicamente, compró en el mercado negro porque su médico se negaba a darle opioides de farmacia como se había hecho sin problema hasta poco antes).



Fue una muerte anunciada, ya que días antes, el avión en que viajaba tuvo que hacer una parada de emergencia y llevar a Prince a un hospital. En principio, los mánager del cantante, dijeron que era por deshidratación pero posteriormente se supo que habían tenido que aterrizar de emergencia para administrarle naloxona y revertir una sobredosis que estaba sufriendo en pleno vuelo. Prince ya era un consumidor de opiáceos u opioides, y la mejor opción -para él o para cualquiera que esté en esa situación- es que tenga un suministro controlado por un médico de los opioides que necesite -hasta estabilizar su estado, como se hace en España con la metadona, por ejemplo- y no entregarle los pacientes al mercado negro.

En USA han llegado -como consecuencia de sus sucesivas acciones, que casi parecen coordinadas para crear estos resultados- a encontrarse con el peor escenario imaginable: un montón de “civiles” que van a comprar sus medicinas a un mercado que, al carecer de cualquier control, les engaña con compuestos que no son los que esperan sino muchísimo más potentes y peligrosos. De esta forma, se ha generado la mayor ola de muertos por drogas de toda su historia, multiplicando por más de 10 los peores registros del consumo de heroína, antes de que el monstruo del fentanilo encontrase su hueco para expandirse -y seguir manteniendo absolutamente enganchados- a millones de personas.

A día de hoy, morir de sobredosis de opiáceos es la 1ª causa de muerte en USA para menores de 50 años de ambos sexos, por delante del cáncer, de los accidentes del tráfico o de las muertes por armas de fuego. Y por cómo siguen manejando el asunto allí, no podemos esperar que vayamos a ir a mejor, sino que la falta de ayuda para quienes se encuentran con una adicción de este tipo junto con las nuevas medidas restrictivas contra los opioides de farmacia (precisamente los que no están matando de sobredosis a la gente) y seguir generando una mayor masa de personas que se ven desatendidas en su medicación -y abandonadas a una kafkiana situación, por los mismos médicos que antes les recetaban alegremente opioides- sólo puede rendir más beneficios para los narcos del mercado negro y más muertos para la sociedad de USA.




Mientras, los muertos por sobredosis, han pasado de ser menos de 17.000 en 1999 a ser más de 70.000 en el año 2017.

Y puede que lo peor aún esté por venir.


*Texto publicado originalmente en Disidencias.net

domingo, 31 de marzo de 2019

Cambio de paradigma: del yonqui negrata a la abuelita yonqui blanquita.



Del joven yonqui-negrata 
a la abuelita yonqui-blanquita. 



En la prohibición de las drogas durante el siglo XX, los estereotipos sobre sus consumidores fueron vehículos esenciales a la hora de propagar desinformación y de esconder, bajo una cruzada farmacológica, el hecho de darle forma legal a prejuicios raciales. 

En la cruzada de la prohibición de la cocaína, se argumentó que esta droga provocaba que los negros se pusieran a violar blancas. En el caso del cannabis, introducido mayormente por trabajadores mexicanos, se dijo que esta planta incitaba a los mexicanos a matar, y se hizo una ley que se utilizó directamente para controlar al grupo citado (más que al compuesto a fiscalizar). Y el opio, prohibido primero en San Francisco a finales del siglo XIX y luego en 1909 a nivel estatal en USA, pero no prohibieron “la droga en sí misma” sino la forma de consumirla: el opio fumado era propio de los inmigrantes chinos. Sólo prohibieron el fumar opio, pero no el opio en tinturas tipo láudano y otras especialidades, que causaban furor entre los hombres blancos pudientes.

Estos tres casos primigenios de la prohibición de las drogas, provienen del mismo lugar: USA.
Sin embargo, mientras los primeros movimientos prohibicionistas surgían en dicho país (primero contra el alcohol y luego contra otras drogas y/o formas de consumo) y se prohibía el consumo de opio fumado, gente como los grandes médicos y cirujanos (blancos, por supuesto) eran consumidores crónicos de morfina y cocaína puras (de la destinada para uso médico).

Un caso muy conocido de un gran cirujano que estuviera enganchado a todo lo que cayó en las manos, fue William Stewart Halsted, que tras conocer la capacidad anestésica de la cocaína en el ojo a través de los estudios de otro médico (Karl Koller), se dedicó a experimentar con ella de forma tópica y también inyectada, hasta desarrollarla como método fiable de anestesia local para intervenciones. 

De ahí que Halsted acabase enganchado a inyectarse cocaína (la forma más agresiva de consumo conocida), y que un amigo suyo le planease “una cura de desintoxicación” al estilo de 1884, cuando tenía 32 años: le montó en un barco que cruzaba el océano, y se tuvo que comer “el mono” a pelo. De nada sirvió; nada más tocar tierra se volvió a enganchar a la cocaína inyectada.

Tuvieron que mandarle a un “hospital psiquiátrico” (un sanatorio de la época) donde le intentaron quitar el vicio de la cocaína inyectada, a base de morfina inyectada. Y bueno, la cosa funcionó, así que -tras haber sido lo que ahora coloquialmente llamaríamos “un yonqui de cocaína en vena”- acabó entregándose a la morfina en vena, que no provoca el desajuste y los daños que causa la cocaína -u otros estimulantes- en su consumo crónico. En ese momento, en que le dieron de alta en el “sanatorio”, tenía 34 años, su carrera médica -en Nueva York- había terminado para siempre.

Sin embargo, la historia de este joven cirujano yonqui (que era más común en ese grupo laboral de lo que se querría admitir) no terminó ahí, no. Fue uno de los más grandes cirujanos de la historia y siguió usando “enormes” cantidades de morfina inyectada hasta el día de su muerte, aunque no por ello dejar de ser el mejor en su campo. 

Entre otros avances, a Halsted se le reconocen cosas como haber sido el primero en diseñar y usar guantes de plástico en el quirófano, haberse dado cuenta de que el cáncer se podía extender por la sangre, haber practica la primera mastectomía radical (ahora llamada “Cirugía de Halsted” en su honor) en una mujer con cáncer de mama, y haber contribuido de manera decisiva a la asepsia de entorno y útiles, a la cirugía del tiroides y paratiroides, a la cirugía vascular, cirugía del tracto biliar, de hernias y de aneurismas. Entre otras muchas cosas: casi nada para un tipo que se pasaba el día (cada 4-6 horas) chutándose morfina en vena.




En 1890 fue nombrado jefe del servicio de cirugía del recién inaugurado hospital de la Universidad Johns Hopkins, y en 1892 pasó a ocupar el cargo de Primer Profesor de Cirugía de la Escuela de Medicina. Murió de una complicación pulmonar 30 años después, en 1922, sin haber interrumpido nunca su consumo de morfina ni haber bajado -jamás- de 200 miligramos intravenosos al día (equivalente a más de 5 gramos de opio oral, al día).

Es decir, tenemos en la propia literatura oficial un montón de consumidores de drogas que -en contra de lo que la creencia indica- eran personas plenamente integradas socialmente e incluso algunas de las mejores mentes en sus campos. Consumir drogas hasta el momento, no tenía el estigma asociado que, con raciales intenciones, se les creó a partir de las primeras campañas contra cocaína (como producto de uso libre), opio fumado, y cannabis fumado ya que en la farmacia seguía estando presente en tinturas y otras presentaciones.

Desde su inicio en el siglo XIX, estas fueron campañas de acoso racial y persecución de ciertos grupos y minorías, escondidas como cruzadas farmacológicas para el bien público a través de una moral anti-embriaguez. Cuando llegó la hora de oficializar la guerra contra las drogas como paradigma, de la mano de Nixon en los años 70, el motivo de plantear semejante absurdo que ha costado millones de vidas fue el control de “negros y hippies” o en sus propios términos, “dos enemigos: la izquierda pacifista y la comunidad negra”.




¿Qué pasó desde los 70 hasta ahora?

Durante el inicio de la fase más dura y militarizada de la guerra contra las drogas lanzada por el gobierno Nixon, las drogas (bien fuera la heroína del sudeste asiático o la cocaína sudamericana) pasaron a ser un elemento clave, con el peso de un actor geopolítico de primer orden. Su producción y tráfico pasaron a ser motivo de injerencia en la soberanía de terceros países, con la falsa argumentación de que era la oferta la que impulsaba la demanda, culpando de esta forma a los países productores de los apetitos de sus propios ciudadanos.

Se impusieron colaboraciones militares y policiales (con la DEA principalmente) a casi todos los países al sur de USA. Por supuesto estas colaboraciones eran “voluntarias”, pero sin ellas no había pruebas de buena voluntad en la cooperación contra el narcotráfico, con lo que quien no aceptase quedaba expuesto a dos castigos; el primero el de la opinión pública, donde se le retrataba al gobernante como un narcotraficante o alguien integrado en estos grupos, y el segundo el castigo de verte fuera de los acuerdos de cooperación y desarrollo, de los tratados de comercio y del acoso en los organismos internacionales hasta que el país y sus gobernantes, doblaran el cuello y aceptaran lo que USA les exigía. 

Muchas veces, estos acuerdos con los países productores, incluían la fumigación de extensas áreas con potentes herbicidas, muchos cuyo uso estaba prohibido en USA por ser demasiado tóxicos para personas y medio ambiente. Estas fumigaciones causaron, además de desplazamientos en busca de otras áreas de cultivo y daños a las comunidades que allí vivían, la aparición de variedades de planta de coca que eran resistentes a estos compuestos (y rápidamente los narcos les dieron uso, volviéndose inmunes a las fumigaciones).

Y de esa forma, los servicios de inteligencia de USA -junto a otros organismos afines poco conocidos- se vieron dirigiendo las rutas de transporte de cocaína y heroína en medio planeta, con el único propósito de generar fondos no controlados, para operaciones no legales en cualquier país

De aquellos días aún nos queda el recuerdo del hombre fuerte de USA en Panamá, el militar Manuel Antonio Noriega que, tras ser durante unos años la marioneta de USA en dicho país, se creció demasiado y empezó a creerse intocable, volviéndose contrario a los intereses de USA a finales de los años 80. Esto desembocó en la invasión de Panamá y en su captura, siendo trasladado a los USA y juzgado en el año 1992, pasando prácticamente 25 años encarcelado y liberado poco antes de su muerte por motivos de salud. Sirva como ejemplo de lo que el “nuevo actor geopolítico” era capaz de justificar.


A nivel doméstico, en USA, esa época post-Nixon y con los Reagan al mando, fue la de la profecía autocumplida con ayuda de medios, policía y el sistema de justicia. Consiguieron grabar en la cabeza de la población toda una serie de estereotipos raciales sobre consumo de drogas que han estado bien vigentes hasta hace relativamente poco. Si Nixon quería la “guerra contra las drogas” -en su versión de consumo interno- como un juguete que le permitiera violar los derechos elementales de ciertas minorías y grupos, el colectivo afroamericano se llevó lo peor. Los hippies pacifistas habían desaparecido ya y sólo quedaban ellos, encarnando el mito del yonqui.

La imagen predominante en esos años, en el cine y los medios, era la del joven de raza negra que traficaba y además consumía drogas. Cuando eran blancos quienes aparecían en el juego, eran meros traficantes al estilo de Fernando Rey en “French Conection” que no tocaban la droga, salvo como mercancía de interés económico. Pocos eran los modelos negros de “calidad” semejante, como pudo ser el narcotraficante de heroína en USA, Frank Lucas, que fue llevado al cine por Denzel Washington en “American Gangster”, años después.




A la llegada masiva de la heroína en el final de los años 70, le siguió la entrada a sangre y fuego de la cocaína y el crack. La cocaína, en su forma de sal clorhídrica (HCl) se puede esnifar, tomar oralmente, analmente o inyectada, pero no se puede fumar. Para poderse fumar, la cocaína en sal debe pasar un breve proceso químico (calentándola con un álcali -como el amoniaco- que desplace la molécula de ácido) que la deja en la forma de “base libre de cocaína” (freebase) y que sí es susceptible de fumarse, ya que el calor no la destruye -como ocurre con la forma en sal- lo que permite fumarla en una pipa o sobre un papel de plata con el calor de un mechero.




Las distinción no es ociosa, ya que mientras el consumidor de cocaína en sal era el prototipo del encorbatado yuppie (para algunos, la evolución del hippie), en la forma fumable la consumían principalmente las personas con menor poder adquisitivo, ya que su efecto era mucho más intenso y adictivo pero al mismo tiempo, el precio por dosis era mucho menor. 

El crack, como mezcla de base libre de cocaína y bicarbonato sódico (como residuo de elaborarla y al mismo tiempo como vehículo portador, ya que al darle fuego en una pipa permite evaporar la cocaína hecha roca con esa sal sódica). Hay quien afirma incluso que el nombre de “crack” surgió del crepitar que hace la cocaína en esa presentación, al darle fuego en la pipa.

¿Cómo y por qué surgió el crack 
como epidemia 
entre la comunidad negra?

El crack fue la respuesta química a las restricciones sobre ciertos compuestos, necesarios para transformar la base libre de cocaína -extraída de la planta- en clorhidrato de cocaína. Ante la escasez en los países productores de productos para refinar la cocaína hasta ese punto, se modificaron las formas de envío (no sólo a USA, también a Europa) y la cantidad de clorhidrato que se enviaba disminuyó brutalmente, para aumentar la de “base libre de cocaína” sin refinar.

La teoría era que, como ocurría en España, esa base libre sin refinar se refinase haciéndola sal (una forma de purificar un compuesto, cristalizarlo como sal) y se vendiera como tal, ya que conseguir esos compuestos en países no-productores de drogas, no supone ningún problema. Pero la picaresca del mercado se activó y, al poderse fumar en un producto muy potente, en pequeña cantidad y con un intenso efecto inmediato (la vía pulmonar es más rápida que la intravenosa) estaba preparado el cebo de una nueva epidemia entre los grupos de menos poder adquisitivo y cuyo denominador común (además del color de piel) era la pobreza. Mientras que un gramo de cocaína podía costarte 100 dólares y no ser gran cosa, el crack apenas costaba 5 dólares y te asegurabas el efecto (lo contrario arruinaría el plan de ventas en el acto).

Con ese planteamiento, no había que enfrentar el proceso de conseguir compuestos y convertirla químicamente, sino que directamente -con un poco de bicarbonato sódico- estaba lista (en forma de rocas) para ser vendida. Eso eliminaba muchos de los riesgos asociados a tener que hacer esa labor química de purificación, y abría la puerta del mercado tan pronto se recibía la mercancía: todo ventajas. 

El precio barato y el entorno de paro y pobreza, fueron dos de sus principales variables de expansión. Pero hubo otra que era tan importante como estas dos: creer que la cocaína no era adictiva. Hasta el momento, los mayores marcadores de adicción se podían observar en el uso intravenoso de opiáceos, heroína principalmente, y en el alcohol que -al estar socialmente integrado- no despertaba estigma en esos años al tenerse como normal la figura del alcohólico funcional a nivel social.

En parte era cierto; la cocaína no es adictiva de la misma forma que lo es la heroína. La abstinencia de cocaína no precipita un síndrome de abstinencia físico como en el caso de la heroína o morfina, no presenta un cuadro físico demasiado complejo al suspender su uso bruscamente. Pero no por eso era menos adictiva que la heroína; su abstinencia provoca un cuadro psicológico que puede ser tanto o más difícil de superar que el de la abstinencia de la heroína. Y esto es especialmente cierto en las formas de consumo de cocaína más agresivas, como es la inyectada (sólo propia de usuarios de heroína IV en forma de “speedball”) y como es la pulmonar o fumada en el caso del crack o base libre. Es decir, el conocimiento popular de esos años sobre drogas ya había integrado los peligros de la adicción a la heroína, pero estaba aún muy perdido en la forma en que los estragos de la cocaína se iban a presentar.




De aquellos días de la “epidemia de crack” nos quedaron películas como “New Jack City” (traducido en español a “La Fortaleza del Vicio”) en las que podemos ver cómo los propios traficantes que mueven el crack, acaban mezclándose con él hasta su destrucción. En una épica escena de esta película, podemos ver como un personaje del grupo de narcos (un joven negro), se sitúa frente a una pipa de crack cargada y -antes de darle la primera calada- hace profesión de matrimonio con dicha droga, para entregarse a fumarla por primera vez. No sólo eso llamaba la atención, ya que la película termina con el asesinato del narcotraficante fuera del tribunal donde se le juzgaba y -sin pudor alguno- la película cierra con un epílogo en que se dice a los espectadores que “se tienen que tomar acciones decisivas para acabar con los camellos en la vida real”, sentando de nuevo la repetida idea de que “contra las drogas, todo vale, incluso violar la ley y matar”.

No distaba mucho del tipo de mensajes FUD (Fear, Uncertainty, Doubt) que se venían esparciendo sobre la heroína, por los cuales esta sustancia tenía poderes mágicos y bastaba probarla una vez para caer en una espiral descendente sin remisión. No era así, ni en la heroína ni en la cocaína ni en el crack, y culpar a la sustancia de la degradación moral de algunos sujetos no hizo ningún bien en los enfoques que se tomaron para enfrentar la situación, ya que eliminaba el concepto de responsabilidad en el usuario de drogas. Esta misma ausencia de responsabilidad (social, laboral, legal, afectiva) asociada al consumo de drogas más hardcore, sigue siendo una de las motivaciones subyacentes en muchos consumidores de drogas, y perpetuar dicho mito no ayuda a estas personas ni al resto de la sociedad. 

Esa clase de mensajes sobre sustancias con el poder de arrebatarte la voluntad, condujeron a paradojas tan estúpidas como que la cocaína -en forma de sal- tuviera una sanción (por posesión o posesión para tráfico) mucho menor que la del crack o la base libre de cocaína, siendo la misma molécula activa: hasta para drogarse hay clases y no es lo mismo una blanco triunfador esnifando cocaína, que un negro perdedor fumando crack, tampoco para la ley.

Y en esa corriente se llegó a la cristalización de un mito que durante décadas se trato como cierto, los “crack babies” o niños del crack. Estos eran los hijos de mujeres consumidoras de crack, que nacían con bajo peso y trastornos diversos, dando mayores puntuaciones en todo tipo de mediciones de problemas en su desarrollo. 




Por supuesto, la inmensa mayoría de esos “bebés del crack” eran de raza negra o latina y desde su nacimiento se dijo de ellos que “iban a suponer una dura carga a la sociedad” por sus taras y desviaciones, llegándose a financiar campañas de esterilización de usuarias de drogas en edad fértil -vendidas como voluntarias- en las que se les pagaba una pequeña cantidad simbólica a las madres (en su mayoría negras) que no superaba los 500 dólares, a cambio de aceptar la esterilización quirúrgica. Esta idea de esterilizar a usuarios de drogas, no es algo que haya desaparecido: sigue periódicamente saliendo a flote en las peores manos.




La realidad, como muchos imaginábamos y el tiempo se encargó de demostrar, es que los males achacados a la cocaína consumida por las madres de aquellos bebés del crack, eran males que seguían apareciendo prácticamente en la misma proporción si quitábamos el crack de la ecuación. Los problemas achacados al crack, no eran sino correlaciones mal establecidas en que se apuntaban al consumo de una droga, los males de todo un entorno desfavorable de pobreza, falta de formación, higiene defectuosa, falta de expectativas laborales y problemas de salud mental. Los “crack babies” eran otra mentira más, pero que se consideró verdad -mediática y médica- sin que existieran estudios reales que permitieran afirmar que fuera el crack el responsable de lo señalado. Pero la guerra contra las drogas y sus usuarios, siempre se valió de que la narrativa tenía más fuerza que la contra-narrativa, y así quedó el poso en el ciudadano.

El personaje de Dr. House 
como prototipo del nuevo yonqui.

No fue el único pero sí el primero que claramente hacía alarde de usar drogas, especialmente opioides de farmacia, pero no dudaba en usar otras consigo mismo o con otros para los más variados propósitos (desde “research chemicals” a heroína, de hongos psilocibe a ketamina). 




Esta versión médica de Sherlock Holmes -que había sustituido la cocaína inyectada del novelesco detective por las pastillas de farmacia- nos presentaba a un hombre con dolores físicos derivados de un trauma muscular, que había hecho del ser borde y desagradable una forma de vida. Por supuesto, ser un gilipollas no da de comer, así que esa mala actitud se encajaba en un perfil de personaje único con capacidades únicas razonando, que salvaba vidas mientras la suya la calmaba a base de pastillas narcóticas y rompecabezas. Un adicto de alta funcionalidad que, a pesar de su discapacidad motora, era capaz de seducir a las mujeres más bellas que paseaban por su campo visual. ¿Acaso no es un personaje que lo tiene todo como anti-héroe romántico?

Si nos fijamos un poco en las características del personaje, bien podría ser el Doctor Halsted en su siglo XIX, cuya relación con las drogas no fue un impedimento para su alta funcionalidad y para que se le deban creaciones y protocolos que han salvado millones de vidas, en el campo de la medicina. Pero si bien Halsted supo reconducir sus apetitos -una vez que se topó con la horma de su zapato como cocaína en vena- y ser un médico que sólo destacaba por su trabajo, en el caso del Doctor House esto no era así; su sello identificativo -tanto como su bastón- era también la transgresión verbal y la provocación por encima de las normas convencionales de relación social. A ese personaje usuario de drogas le unían ese “estar por encima de las leyes” y una notable falta de “responsabilidad”: estaban dibujando al neo-yonqui de los años 2000 en USA.

Pero no podemos echar la culpa de todo un constructo social (como el del modelo dominante de yonqui) a una sola película o serie. En cierta manera, la serie de House MD que comenzó en el año 2004, mostró durante varias temporadas -que duraron hasta el año 2012- el cambio en la percepción social de las drogas y el nuevo patrón de usuarios: personajes blancos de clase media o media-alta, adictos de opioides de farmacia, eran los principales consumidores de drogas en la serie.




También en “Breaking Bad” (2008-2012) pudimos ver un nuevo paradigma del usuario de drogas, que correspondía al de la zona más rural de los USA, donde la fabricación casera de metanfetamina es el principal vector de uso de drogas ilegales y donde la adopción de los opioides resultó superior a otras partes del país. En esta serie -si bien existe una fuerte presencia “latina” que tiene lógica temática- se vuelve a desdibujar ese retrato del joven negro como principal usuario de drogas, y se apunta a usuarios de raza blanca como impulsores de la demanda (y del comercio) de la metanfetamina en USA.

Debemos recordar en este punto que en USA el consumo de alcohol es algo vetado hasta los 21 años de edad y que no existían otras drogas legales que pudieran ser adquiridas con normalidad. Esto tiene cierta importancia al evaluar cómo muchos grupos de jóvenes -de buena familia- se juntaban para colocarse con las pastillas que les habían robado a sus padres del botiquín o la mesita de noche. 

Prácticamente en todas las casas de las personas que -por su status- podían permitirse tener una correcta atención médica, encontrábamos las mismas cosas que podíamos encontrar en España, recetadas sin especial problema, y alguna más. En lugar de Trankimazin se llama Xanax, en lugar de Stilnox se llama Ambien, y otras como el Valium se llaman igual. A la vez, a los jóvenes en USA se les medica en el contexto escolar -doping cognitivo, doping escolar- con los fármacos "anfetamínicos" del TDAH o Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad, casi por rutina.




Para muchos padres, la pregunta no era si a su hijo le hacía falta una droga para funcionar con normalidad, sino si darle una droga le iba a hacer rendir mejor en el competitivo entorno de los estudiantes. De esa forma, y con muchos profesores apoyándolo ciegamente porque les hace más cómodas las clases, los chicos tenían en su medio -entre iguales- acceso al Ritalin (metilfenidato) y al Adderall (anfetamina y dextro-anfetamina); ambos compuestos son estimulantes dopaminérgicos como lo es la cocaína, pero más potentes y duraderos. Y en ese contexto de “botiquines escolares” llenos de anfetaminas y “botiquines caseros” llenos de calmantes, cayeron los opioides (el equivalente en pastillas a la heroína). Todo esto en manos de personas cuyo contacto con cualquier embriagante está legalmente prohibido hasta los 21 años de edad, era un canto a la catástrofe.

Muchos de los ahora consumidores problemáticos de opioides en USA eran chicos y chicas, de familias sin otras problemáticas notables, que comenzaron hace 10 o 15 años, cuando los opioides eran extremadamente ubicuos y estaban -prácticamente- en todas las casas del país donde hubiera un adulto mayor de 35 o 40 años que tuviera una buena atención médica en su seguro. 

Y cuesta un poco culparles por ayudarse en su día a día con el consumo de una droga como los opioides cuando, en su etapa escolar, les trufaron a fármacos para mejorar su rendimiento y les sometieron a una presión impropia para jóvenes en desarrollo. Desde niños, aprendieron a solucionar con pastillas (desde la normalidad y la legalidad del acto) y ese aprendizaje no es nada fácil de revertir.


La abuelita yonqui y blanquita.

La imagen que dejó patente que el paradigma del yonqui -en USA- había cambiado, hasta abarcar grupos y edades que nunca antes habían tenido comportamientos de búsqueda de drogas, fue esta: una pareja de raza blanca por encima de los 50 años de edad, aparecían en un coche casi inconscientes. En el coche (además de las dos personas que necesitaban atención médica urgente) había un niño de menos de 10 años de edad, en el asiento trasero, observando todo.

¿Qué hicieron los dos policías que atendieron ese aviso? Pues en lugar de prestar los cuidados de primeros auxilios necesarios mientras llegaban los servicios médicos, se divirtieron cogiendo a la mujer por los pelos desde atrás, y levantando su cabeza para poder hacerle fotografías que no tardaron en subir a las redes sociales, buscando el escarnio público. Y por desgracia, funcionó...




La gente olvidó de golpe los derechos de ese menor de edad, cuya imagen sin ningún tipo de protección se divulgó y es accesible ya para siempre. La gente olvidó -también- que esas personas que estaban inconscientes, podían estarlo por muchos motivos distintos y no todos ilegales (como otros casos conocidos). Y la gente ni siquiera pensó que, aunque fuera cierto lo que se presumía de aquella escena, todas esas personas tenían derecho a que su intimidad se viera respetada y a no sufrir un castigo (que no estuviera dictado judicialmente) por decisión de una pareja de policías.

No sólo en USA se olvidaron de todas esas cosas. En España, el periódico que dio la noticia con más bombo fue “El Confidencial”. El título que le pusieron fue “La historia tras la foto de los padres yonquis que escandaliza USA”, y se quedaron tan a gusto. Llamar en un titular yonquis a unos supuestos consumidores de drogas, parecía estar justificado como ensañamiento por el hecho de que tenían a un niño con ellos (que en realidad era el nieto de la mujer, su abuela que lo cuidaba mientras la madre trabajaba, pero nunca se molestaron en conocer realmente la historia).

Me pareció un abordaje ofensivo -además de totalmente falto de respeto para el menor- y así se lo hice ver, mediante un tuit, a los responsables de dicho medio. Sólo entonces, tras mi recriminación a su titular, decidieron cambiarlo; pasaron en un golpe de click de ser “padres yonquis” a ser “padres con sobredosis de opiáceos”.




A nadie más pareció molestarle y la noticia nunca llegó a ser lo vergonzoso que aquella pareja de policías habían hecho, con aquellos seres humanos que necesitaban ayuda urgente.

El cambio de paradigma, con toda su drogofobia y estigma, estaba ya servido.