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lunes, 23 de noviembre de 2015

Gas de la risa: 1 globo, 2 globos, 3 globos...

Este texto fue publicado en VICE hace un par de meses.

Sólo me queda añadir que en mi último viaje a Amsterdam, hace unas semanas, encontré cargadores vacíos de óxido nitroso en la calle muy en la forma en que sucede en UK. Me extrañó, ya que en ninguna parte del Barrio Rojo se vendía (sigue siendo legal en tiendas de alimentación y cocina) y cuando pregunté, me dijeron que eran los turistas extranjeros los que lo traían (junto con su costumbre de colocarse y tirar el cargador vacío a la calle).

Me parece mucho vicio irse a Amsterdam y llevarse el óxido nitroso desde casa para colocarse, pero haberlos haylos.

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Un globo, dos globos, tres globos... 
...la luna es un globo que se me escapó.


Desde crío me han llamado poderosamente la atención todas las sustancias psicoactivas. Todas, sin excepción. Recuerdo leer en los cómics infantiles post-hippismo (como “Los Ángeles de Charlie” que me compraba mi abuela) referencias constantes a “las drogas” y las representaciones gráficas que hacían de ellas: colores que te rodeaban, mágicas formas caleidoscópicas que se presentaban ante los ojos de tu mente, y todo eso envuelto en unos placeres indescriptibles que, por supuesto, justificaban tanto la transgresión -tomar drogas- como la necesidad de reprimir ciertos apetitos humanos bajo la excusa de que resultan incontrolables para los débiles mortales.

Creo que fue en esos cómics que leía con 6 o 7 años cuando se despertó el apetito de probar las drogas: ¿por qué otros iban a poder experimentar esos placeres y yo iba a quedarme mirando? Vale, era un poco joven para empezar a meterme drogas, pero esas malas lecturas dejaron dañada mi mente desde esa tierna edad: me gustaban las drogas incluso antes de probarlas.





Como era un niño confiado, que no tendía a esconder lo que hacía, en algún momento debí comentarle a mi madre que quería tomar “ácido”. Mi madre tenía la carrera de Ciencias Químicas, y para bien o para mal, prefirió encarar el asunto desde la ciencia: recurrió a los libros. Mi madre escuchó atentamente lo que yo quería (drogas y sensaciones interesantes) y luego me dio la charla de los peligros de las drogas, pero desde un punto de vista bastante serio para estar tratando con un niño que no llegaba a los 8 años. 

Cogió sus libros de química -bastante buenos casi todos- de la carrera y me enseñó lo que era la LSD, cómo se había descubierto y los riesgos que tenía. A la hora de hablar de los peligros, incluyó algunos que no correspondían, como la adicción a la LSD, pero entiendo que no estaba preparada para un examen de farmacología. Yo escuché simulando atención, pero no necesitaba que me leyeran un texto porque podía hacerlo yo, aunque en aquel momento esos dibujos de estructuras químicas orgánicas me maravillaban casi tanto como las propias drogas que representaban. Yo quería el libro del que estaban sacando los conocimientos que me estaba intentando trasladar, de forma preventiva.

Al cabo de un mes de haber recibido el conocimiento que salía de ese libro, ya me lo había agenciado y me había leído entera la parte que hablaba de drogas y síntesis química de las mismas. Había pasado de escuchar hablar sobre el “ácido” a conocer diversas drogas, al menos en el plano teórico. El libro hablaba de la cocaína, la morfina, la heroína, la anfetamina, la mescalina y la LSD como compuestos orgánicos psicoactivos. Mi universo psicoactivo se había expandido de golpe, ahora tenía más drogas que quería probar, y mucho más trabajo por delante para probarlas todas.

Pero entre las sustancias psicoactivas que mencionaba el libro, también se encontraba el “Gas de la Risa” u óxido nitroso, y venía reseñado por ser el único compuesto inorgánico conocido que tenía efectos psicoactivos en el ser humano.



De aquel descubrimiento hasta hoy han pasado más de 3 décadas, y una de las poquísimas drogas que no había probado en mi vida (incluyendo medicación y anestesias) era el “gas de la risa”. No puedo decir claramente por qué nunca antes había probado esta sustancia, pero al estar comiendo en un restaurante donde para acompañar un plato nos sirvieron -con sifón- una deliciosa espuma de alioli, se me despertó de nuevo la curiosidad. ¿Qué tiene que ver? El óxido nitroso es un gas que se venden legalmente como propulsor de natas montadas, cremas, aires y espumas varias, que se sirven con un sifón. En el sifón introduces la sustancia a la que quieres meter presión, y luego lo cargas con uno o dos cartuchos de óxido nitroso, para que la presión y el tipo de gas obren el milagro espumoso con el material gastronómico de turno.

No había terminado de comer y ya estaba hablando con uno de los jefes de cocina del restaurante, para que me dijera dónde podía comprar un sifón y cargas para el mismo. La verdad es que ni los propios cocineros (que tanto alardean) saben muy bien lo que hacen: todos me juraban que las cargas que ellos ponían eran de CO2, lo cual es falso ya que esas sólo se usan para carbonatar bebidas y no sirven para elaborar espumas, pero preferí no darles muchas explicaciones. Tenía dos proveedores de hostelería, a menos de 500 metros, que vendían sifones de cocina y cargas. Según terminé de comer el riquísimo postre -celebrábamos una merecida victoria legal- y tras liarme un gran porro de marihuana, convencí a mi pareja para ir a echar un vistazo a esas tiendas.

Dicho y hecho. En un momento estábamos en el almacén de un distribuidor, viendo dos tipos de sifón y las cargas que tenían. En su caso, eran de la marca ISI y resultaban excesivamente caros. ¿La razón? Son los que promociona Ferrán Adriá de “El Bulli” y, como me dijeron en el almacén, esa tontería se pagaba cara. Así que viendo que era lo único que tenían, me fui a la competencia.
Allí tenían dos marcas, la mencionada y otra de nombre Lacor, mucho más asequible y de igual calidad (tanto para lo culinario como para lo psicoactivo). Además, tenía al lado varias cajas de cartuchos y pude cerciorarme de lo que compraba: cartuchos con 8 gramos cada uno de N2O y óxido nitroso. Los de la marca famosa sólo traían 7'5 gramos y resultaban más caros. Ya no me quedaba mucho que pensar, así que compré el sifón de cocina y 48 cartuchos de “Gas de la Risa”. Vienen en cajas de 24 cartuchos, pero nunca me ha gustado quedarme a medias probando algo nuevo, y no tenía claro cuántos iba a necesitar para probarlo a fondo.




Ya tenía lo más difícil: la droga deseada y su dispensador adecuado. Pero a no ser que tengas los pulmones de un elefante y ningún problema con llenártelos de un gas a temperatura bastante por debajo de cero grados, es mejor que compres unos globos. ¿Globos? No veáis lo jodido que es encontrar globos, de los de toda la puta vida, en los kioskos hoy día. Si conseguir la droga y lo utensilios me llevó 15 minutos, encontrar globos para poder probarla sin congelarme la faringe o sin provocarme daños por la presión con que se libera, me llevó cerca de 1 hora y tuve que recorrer más de una decena de kioskos, y sólo conseguí 4 globos de tamaño normal que le quedaban a un kioskero entre sus restos de stock. Está más jodido comprar globos que drogas, aunque suene raro, ésa es mi experiencia.

Llegué a casa y saqué el sifón, comprobé que tenía todas sus piezas -especialmente la que sirve para encajar y picar el cartucho con el gas comprimido, porque si lo intentas sin ella se convierte en una bala de metal sin control disparada con su propio gas- y decidí leer un poco sobre el asunto para repasar lo que sabía y reducir riesgos. Creo que incluso me juré que lo probaría al día siguiente o más tarde. Mentira: en 30 minutos estaba metido en el asunto. Lo llevo en los genes, la curiosidad me puede.

Tenía la ocasión de probar una droga por primera vez (de esas me quedan muy pocas ya) y como mi pareja estaba en casa, parecía algo manejable y las ganas me podían, empecé con el festival de la risa. Piqué el primer cartucho en el sifón, puse un globo que sujeté con la mano en el dispensador, apreté la palanca y con bastante ruido se llenó, casi de golpe. Antes de respirarlo, recordé que era lo que más me maravillaba del “gas de la risa” que tanto había leído: su capacidad de provocar risa. No entendía cómo un compuesto tan simple era capaz de activar una reacción compleja como esa en cuestión de segundos. Podía entender que tras tomar LSD pudieras tener risas incontroladas (o llantos incontrolados) según tu viaje, podía entender la risa tonta que te entra fumando porros con los amigos, pero no una sustancia que per se, tuviera la capacidad de producir risa.

Así que me senté en el sillón, con un globo naranja en la mano, y mire a mi pareja como diciendo “bueno, vamos allá”. Ella me miró y me sonrió con condescendencia, como diciendo “un día te voy a sacar en ambulancia, cabrón”. Exhalé con fuerza todo el aire que quedaba en mis pulmones, me apliqué el globo en los labios, y aspiré mientras dejaba que el gas entrase. Aguanté la respiración, pero no pasaron unos breves segundos hasta que tuve que echarlo todo y respirar aire de verdad: llenarte los pulmones de un gas que no tiene mezclado oxígeno, equivale a a no respirar o peor aún, con lo que la sensación aunque tenía los pulmones hinchados de gas, era la de que te está faltando el aire seriamente y tienes que respirar por cojones.




El primer efecto que sentí me recordó al que tengo cuando fumo heroína o fentanilo, y es que al exhalar la primera calada ya puedes sentir que todo va más suave, más relajado, menos estresado, las luces pierden algo de intensidad y todo parece apagarse un poco. En ese momento miré a mi pareja, que me observaba desde su lugar... y no pude por menos que descojonarme de risa.
¡¡Cómo me tocó los cojones!! El puto gas de la risa había podido conmigo y me estaba despollando sin motivo alguno mientras mi pareja me miraba, también riéndose (de mí).

Al mismo tiempo, pude notar cambios que me parecieron sorprendentes en la esfera auditiva, los sonidos eran todos más “brillantes y cristalinos” y la visión, aunque no tenía nada concreto que pudiera referir, era también extraña y tenía la sensación de que en breve iban a aparecer lucecitas de colores por todo el aire de la habitación. Apenas pude decirle a mi compañera “no sé de qué cojones me estoy riendo” cuando otra carcajada, esta vez ya mucho más cómplice y acompañando la risa de mi pareja justificó el momento. Pasaron unos 3 minutos, y esa borrachera extraña que me había asaltado estaba disipándose casi por completo, pero dejándome una sonrisa idiota en la cara, más propia de la MDMA que de otra cosa.




Me lancé a por otro globo, cargué uno, y me volví a colocar en un lugar seguro -por si perdía equilibrio o me desmayaba- y me lo aspiré como un campeón: otra vez descojonándome de risa, pero esta vez la sensación era de una borrachera mucho más profunda que la de la primera vez, ya que no habían pasado ni 5 minutos. El “gas de la risa” es un gas agradable, de sabor dulzón, y debido a su densidad te pone la voz como si fueras un ogro (lo contrario que hace el helio), lo cual ayudó a que cuando abrí la boca esa vez, la carcajada estuviera asegurada.

Sólo acerté, mientras sostenía un globo vacío en la mano, a decir: “Un globo, dos globos, tres globos... la luna es un globo que se me escapó!!” inspirado por mis recuerdos infantiles y provocando la carcajada de mi compañera y la mía. Ciertamente, la palabra globo me parece la más adecuada para referirse al efecto de esta droga, y así debe ser porque desde hace 4 días no hago más que cantar la cancioncita de los globos.




Dos experiencias puntuales no hacen mucho, así que me he pasado el fin de semana hinchado de gas de la risa, dosis dobles, repetidos globos seguidos y otros experimentos varios. Lo que más me ha llamado la atención de esta droga, es además de su capacidad para provocar risa sin motivo alguno y que no acabo de comprender, el marcado efecto antidepresivo que tiene. Hay quien está explorando el óxido nitroso como tratamiento contra la depresión resistente, y al parecer presenta mayores ventajas que la ketamina para el mismo uso, ya que ambos actúan de forma similar sobre los receptores NMDA, y no les falta razón. Cuando el efecto de las distintas dosis se pasaba, no dejaba resaca alguna y sí una actitud realmente positiva y sonriente. Al parecer eso se debe un efecto sobre la dopamina y el sistema de recompensa.

Su efecto es también claramente ansiolítico por la actuación que tiene sobre los receptores GABA. Se usa como anestesia/sedación y analgésico de uso breve, ya que su uso continuado resulta tóxico por bajar la producción de glóbulos blancos. Del efecto analgésico no puedo decir mucho porque apenas lo he notado, posiblemente debido a la tolerancia cruzada que tiene el óxido nitroso con el sistema opioide endógeno.

¿Merece la pena como droga lúdica? Creo que merece la pena tener algunas experiencias de primera mano con ella, no tanto como droga lúdica en sí misma -para mi gusto- sino como “complemento curioso”. Es barata, es legal, es relativamente inofensiva si se toman las precauciones mencionadas.

¿Acaso hay alguien que no guste hoy día de un buen globo en una buena fiesta con todos riendo? ;) 


miércoles, 29 de agosto de 2007

Suicidio y drogas: derechos elementales del ser humano

Hace tiempo comenté que me sorprendía la cantidad de gente que llegaba a esta página usando los buscadores intentando encontrar información sobre el suicidio con distintas drogas -todas legales- y dije que haría una entrada sobre el tema.

No ha resultado fácil decidir como abordarla, ya que no quiero que sea un manual sobre como acabar con una vida, ni tampoco considero que mi opinión o mis argumentos sobre el tema tengan una relevancia especial como para que simplemente sea una exposición de mis ideas.






La mayor parte de las peticiones de información que recoge esta web al respecto, preguntan sobre como llevar a cabo el acto con diversos fármacos, siempre hasta el momento benzodiacepinas o vulgarmente pastillas para dormir. Supongo que eso responde a varias razones. La primera la disponibilidad de las mismas, que se recetan con facilidad y generosidad para todo tipo de trastornos. La segunda, el deseo de que la muerte sea algo indoloro, algo como simplemente quedarse dormido. Y la tercera razón la confusión que persiste hoy día de que es posible suicidarse con benzodiacepinas, como si estas fueran los mucho más potentes barbitúricos que se recetaban con fines parecidos hasta que se descubrieron estas otras alternativas mucho más seguras para los pacientes.

Las pastillas con las que murieron, voluntariamente o no, personajes míticos como Marilyn Monroe o una buena parte de los "mártires" del rock como Hendrix, Scott o Morrison, no fueron las que hoy día los médicos ponen en manos de la gente.
Y es el increíblemente grande margen de seguridad que tienen las benzos frente a los barbitúricos lo que permite que sean recetados con esa generosidad excesiva. Creo que no me confundo en absoluto si dijera que las dosis para provocar la muerte con las actuales pastillas para dormir, están muy por encima de una caja de cualquiera de las que actualmente recetan, aunque eso también dependa en parte de la reacción individual de cada persona al fármaco.
En el caso de los barbitúricos, esto no es así. En muchos casos valdrían unas pocas pastillas, que en muchos casos se tomaban sin querer, al no recordar la persona si había tomado la dosis, como consecuencia de los efectos secundarios de estas drogas.

Hoy día es muy infrecuente que un médico recete barbitúricos, y sus indicaciones están mucho más reducidas, estando en la mayoría de los casos en manos de los especialistas de la anestesia y dentro del marco hospitalario.

Hasta aquí la parte "técnica", concerniente a las aspiraciones de algunos a encontrar la muerte a manos de las actuales pastillas para dormir. Espero que esta parte satisfaga el deseo de conocer de los interesados, sin cuestionar la legitimidad de su deseo.
Pero vamos con la parte más importante del asunto: nuestro derecho al suicidio, nuestro derecho al uso de drogas, y nuestro derecho a una muerte digna y elegida en tiempo y modo.

El gran psiquiatra Thomas Szasz ha postulado desde siempre, que una de las más poderosas razones por las que el estado, arrogándose funciones que se extralimitan de sus competencias, sitúa fuera de nuestro alcance -mediante la prohibición- aquellas sustancias que no sólo pueden alterar nuestros estados de animo a voluntad propia, sino especialmente aquellas que podrían devolverle al individuo el derecho a suicidarse, de una forma digna, sin la intervención ni el permiso de terceras partes.
Todas o casi todas esas sustancias siguen estando en el arsenal terapéutico, pero bajo la llave de los actuales sumos sacerdotes de nuestra sociedad: médicos y psiquiatras.

Es de sobra conocido y aceptado entre los médicos que a ciertos pacientes que están en fase terminal, se les aplica la eutanasia de forma que acortan sus sufrimientos y aceleran el momento de la muerte, muchas veces en complicidad con el enfermo y su familia. Pero por desgracia, ni siquiera en esos casos la decisión recae totalmente en el sujeto, sino que depende de la suerte de médico que le haya tocado.
Al no ser un procedimiento regulado y totalmente legal, es un acto que puede causarle problemas al profesional que decida llevarlo a cabo, o simplemente por razones éticas o morales un médico se niega a dar esa ayuda al sujeto que lo pide.
Cuando lo quieren hacer, el procedimiento es tremendamente simple.
Una dosis de tranxilium hará que el paciente viva esos últimos momentos sin una ansiedad añadida. Luego otra benzodiacepina, una de alta potencia como hipnótica y rápida velocidad de actuación, que suele ser midazolam, junto con una dosis suficientemente alta de morfina, harán el resto. La sinergia entre los 3 medicamentos, lograrán que el paciente entre en un sueño que se hará más y más profundo hasta que la muerte se produzca sin dolor por parada respiratoria.

Se podría conseguir lo mismo usando únicamente morfina, que en este caso sería preferible a la heroína dada su mayor capacidad de actuar como depresor respiratorio, pero las dosis que se tendrían que usar serían mucho más altas y llamarían la atención, y aunque sea una práctica cada vez más extendida, sigue siendo un tabú sujeto a castigo.

Si fuera el individuo quien decidiera qué drogas quiere tomar y como hacerlo, estaríamos capacitando de facto el suicidio, o mejor dicho, la eutanasia en toda su amplitud de significado de "buena muerte", ya que realmente la muerte está al alcance de cualquiera (excepto casos de incapacidad y dependencia total), pero al precio de que esa muerte ha de ser traumática, dolorosa y agresiva. Cualquiera puede beberse un litro de lejía y destrozarse por dentro, arrojarse contra un tren o herirse de forma mortal con distintas herramientas.

Nuestra sociedad ha ido solventando algún que otro problema con las cuestiones más elementales del ciclo humano, pero trasladando otros.
Mientras que actualmente los niños ya no vienen de París ni los trae una cigüeña, el abuelito "se ha ido a un largo viaje". Del sexo a la muerte.La muerte no es tema de conversación, es molesta, huimos de ella hasta en nuestros pensamientos, hasta el punto de no querer nombrarla. Es la gran asignatura pendiente de la conciencia occidental, que algunas religiones trasladan a un "después metafísico".

Históricamente somos involutivos en ese aspecto. Nuestras culturas "madre", griega y romana, aceptaban la muerte y consideraban un derecho del individuo elegir cuando ponía fin a su vida.
Cuando el cristianismo conquistó occidente, la vida pasó a ser un regalo de Dios, una cesión temporal, de la que nosotros no estábamos autorizados a disponer y que de hacerlo, se nos negaba el acceso a esa vida posterior prometida y nos condenaba a una eternidad de sufrimiento.
Paradójicamente, en lugares como los USA actualmente, y en el resto de Europa durante cientos de años, el estado que nos niega el derecho a disponer de nuestra vida, sí puede sin embargo disponer de ella si cree que hemos cometido un delito que merece tal castigo.

Hasta hace unas décadas el suicidio era un delito en nuestro país (y en otros). Y con perversa lógica, el intento de suicidio también lo era.

Sin embargo, consideramos un gesto de "humanidad" cuando matamos a un animal que sufre, pero nuestros derechos, aunque sea como animales humanos, aún están por evolucionar en ese aspecto.

El gobierno Zapatero tenía como una de sus promesas electorales abordar el tema de la eutanasia, pero ya finalizando la legislatura vemos que no va a ser así, incluso el nuevo ministro de sanidad lo confirmó hace poco, diciendo que será algo que "mejor se tratará en legislaturas posteriores", aunque su rama juvenil ha pedido públicamente su despenalización.

Y eso que no creo que fueran a institucionalizar una serie de mecanismos para que cualquiera que quisiera tener acceso a una muerte digna pudiera ser satisfecho, sino que seguramente estaría reservado a los enfermos con sufrimientos físicos y sin posibilidad de curación.
No creo que estas personas tengan más derecho a disponer de su vida que otras para las cuales la cuestión existencial se haya convertido en un sufrimiento con el que quieran terminar.
Evidentemente no abogo porque cualquiera que tenga un mal momento en su vida pueda terminar con ella de forma inmediata, sobre todo porque es una acción sin retorno.
Pero sí creo que cualquiera, independientemente de su estado de salud, tome la decisión de terminar con su vida y esa decisión sea fruto de un convencimiento profundo y prolongado en el tiempo, debería tener acceso a los fármacos que le permitan hacerlo de forma privada, sin dolor y ajena a dramatismos que hagan más difícil un acto de ese calibre.

Hace no mucho, tuve la ocasión de escuchar a una persona de gran corazón y cuyas convicciones religiosas teóricamente le prohíben disponer de la propia vida, contarme como había sido el final de un ser querido. Y lo hizo con una expresión de felicidad que algunos no entenderían.
Esta persona, que sufría de un mal terminal, tuvo la suerte de contar con ayuda de algún médico que le proporcionó lo necesario. Y cuando decidió que había llegado el momento, se reunió con sus seres queridos y se despidió de ellos. Luego con su pareja pasó sus últimos momentos amándose, tras lo cual se administró lo necesario, y encaró su final abrazado a quien amaba. Sin dolor, sin humillación, y envuelto en el amor de los suyos hasta el final.

Como contraste a esa forma de morir, está la muerte de Giovanni Nuvoli, un enfermo de esclerosis lateral amiotrófica. Con 53 años, su enfermedad degenerativa terminal, y conectado a un respirador que le mantenía con vida, había conseguido que un anestesista accediera a darle un sedante y desconectar el respirador. Cuando iba a ocurrir, la policía italiana actuó impidiéndolo.
Giovanni hizo lo único que le quedaba por hacer y fue negarse a comer y a beber.
De nada sirvió.
Murió, pero como consecuencia de la deshidratación y la falta de alimentos. Hablando claramente, su lengua se hinchó y se abrió por la falta de liquido, su orina se hizo tan concentrada que le abrasó la vejiga y la uretra, las paredes de su estomago se secaron y eso originó terribles vómitos de pura bilis, para que finalmente las células de su cerebro se acabasen deshidratando y secando, provocando convulsiones y ataques hasta que su corazón reventó.

Esa es la renovada "humanidad" de nuestras leyes.

Desde luego las personas que soportan un mayor sufrimiento tendrían que tener unos mecanismos preferentes para poder acceder a un final digno, aunque paradójicamente y en contra de las creencia popular, los enfermos de cáncer -ejemplo de sufrimiento físico y psíquico- no tienen una tasa de suicidios más alta que el resto de la población.

Otro dato a tener en cuenta, que se vio en un estudio conjunto entre las autoridades médicas y policiales, es que cuanto más aumenta el consumo de morfina en un país para paliar dolores, menor es el número de muertos provocado por consumo de drogas ilegales.

Y eso lo debemos encuadrar en un contexto en el que la propia OMS reconoce que el uso de opiáceos para manejar el dolor está hasta 8 veces por debajo de lo que sería recomendable, y en eso influyen desde las trabas que algunos países ponen a sus médicos para acceder a esos fármacos, a la imagen de droga terrorífica que tiene la morfina incluso entre los supuestos profesionales que presentan reparos totalmente irracionales e injustificables para prescribirla adecuadamente, como por ejemplo que el enfermo si recibe morfina pronto luego no será efectiva -cuando carece de "techo terapéutico"-, que la morfina provoca euforia (que terrible efecto secundario...) o la más aberrante preocupación de que el paciente se hará adicto, siendo alguien terminal.

Un indicador de la calidad de vida de un país, es la cantidad de morfina prescrita a sus enfermos. Datos de hace unos años sitúan a Dinamarca a la cabeza, con 37'5 kilos de morfina por cada millón de habitantes, Gran Bretaña con 21'6 kilos (pero no se contabilizó la heroína usada de la misma forma), y España con un ridículo 2'4 kilos por millón de habitantes, sólo por delante de Italia con un 1'4 kilos y Grecia con 0'7 kilos.

Actualmente Las Palmas es la provincia española con mayor consumo de morfina, y aún así, en 1986, en la mitad norte de la isla (distrito sanitario norte), su consumo total fue de... 37 gramos de morfina!!!
Tan sólo 5 años después su consumo había pasado a ser de 4 kilos en total.

No sólo no hay una institución de la eutanasia que permita a las personas disponer de su vida según sus deseos, sino que además el tratamiento que se le da a aquellos que son obligados a vivir a pesar de sus dolores o sufrimiento, dista enormemente de ser el adecuado, y no por falta de recursos sino por una injustificable ignorancia y unos vergonzosos prejuicios.

Dado este panorama para aquellas personas, que por razones médicas o de otra índole, quieren poner fin a su vida, los defensores de esta postura ética han tenido que agruparse y comenzar a autogestionar sus necesidades.
La asociación "Derecho a Morir Dignamente", presidida por el escritor y filósofo Salvador Pániker, es la que esta prestando ayuda a todos los niveles a estas personas. Además facilita a sus socios, tras un tiempo como asociados (para evitar decisiones precipitadas), un manual llamado "Guía de Autoliberación", en el que se da cuenta de diversos fármacos que se pueden conseguir y como usarlos para que la persona tenga acceso a la posibilidad de ejercer su derecho, de la forma menos traumática para sí mismo y los suyos.
Y siguen luchando para que se reconozca ese derecho perdido, inherente a la vida humana.

Creo que mi opinión está clara al respecto, y que al escribir esta entrada se ve claramente que estoy a favor de la libertad de elección sobre cuando y como dejar este mundo.
Sólo hay un aspecto que me preocupa de una posible institucionalización de la eutanasia: los ancianos.
En un país en el que hasta hace poco teníamos que ver en las noticias como había gentuza que abandonaba a sus ancianos en una gasolinera para irse tranquilamente de vacaciones, y en el que todavía no hemos aprendido a darles el valor y el reconocimiento que merecen, a integrarles como parte útil de esta sociedad, creo que sería preocupante que de existir la institución del suicidio asistido muchos de ellos recurrieran a esta opción "para no ser un carga familiar" o por presión del propio núcleo familiar o social. Cuando las pensiones que mantienen a muchos de estos ancianos son claramente insuficientes para vivir, y no existen apenas plazas públicas en residencias asistidas para ellos, temo que muchos se vieran "obligados" a tomar esa opción como la única valida para dejar de ser una carga, o que el hecho de no hacerlo les supusiera una sensación de egoísmo para con las personas que les ayudan a seguir viviendo.
¿Egoísmo por querer vivir? Es un riesgo gravísimo ante el que no veo una solución sencilla.

Ciertamente la decisión sobre la propia muerte es un derecho que se le ha arrebatado al individuo, y creo que en ningún caso el estado debería decidir quien puede o no acceder a ese derecho.
Pero tal vez, al igual que en otras áreas, se deba ir reconquistando el terreno en pequeñas porciones, a medida que conseguimos tener una sociedad que haya asumido valores, y que reaccione de frente y sin miedo contra el maltrato a los ancianos.

El derecho a la propia muerte en ningún caso puede convertirse en una obligación para comodidad de otros.

sábado, 10 de marzo de 2007

Una vocación gracias al azúcar

Para contar esta historia nos remontamos al año 1944.
Ese año aun daba sus últimos coletazos la segunda guerra mundial, y los USA habían entrado en la contienda contra alemanes, italianos y japoneses, en ayuda de una Europa ocupada inicialmente y más duramente tras la agresión japonesa sobre Pearl Harbour.




Un chico de 19 años, nacido en Berkeley (California), se encontraba sirviendo en el ejército usano, concretamente en las fuerzas navales. Se encontraba en una fragata que servía de protección para los barcos mercantes que atravesaban el Atlántico, cerca de la Azores que era el lugar donde reponían combustible los barcos y submarinos de ambos bandos, turnándose por días.

Sin un motivo aparente, este chico de nombre Alexander, comenzó a sufrir una infección en el dedo gordo de su mano izquierda. Como cuestión médica no era algo de especial importancia, pero una fragata no era el lugar adecuado para tratarlo, más allá de con antibióticos y algunos analgésicos. Con el paso del tiempo, la infección no remitía y se hizo patente que era necesaria una cirugía en su dedo, ya que la infección había afectado al hueso.

Cuando fue posible, Alexander fue trasladado a zona aliada en tierra firme, concretamente a Liverpool para que pudiera ser tratado. Pero por razones logísticas el hospital que podría tratarle se encontraba ya localizado en otra parte, más lejos de la costa. En poco tiempo fue llevado en ambulancia de Liverpool a Watertown, a un hospital del ejército.

Al llegar allí, una enfermera le dio un zumo de naranja para aliviar su sed. Pero Alexander detectó que había una fina capa de un solido cristalino sin disolver en el fondo del vaso.
Inmediatamente pensó, tal vez porque California es productora de buenas y dulces naranjas, que aquella sustancia en su vaso era algún tipo de medicación pre-anestésica o sedante, ya que iba a ser intervenido quirúrgicamente. Una maniobra propia del ejército, se le ocurrió, eso de dar un fármaco escondido en un inofensivo zumo para preparar al paciente ante la intervención.

Decidió probar su masculinidad y ejercer control sobre la situación y sobre la sustancia que le estaban administrando, luchando con su mente contra el efecto de la misma, y no dejándose afectar por ella. Quería ver si era más fuerte que ese fármaco, que evidentemente estaba ahí para dejarle inconsciente y facilitar la labor de los médicos que tendrían que intervenirle.
Él no se dormiría, aguantaría despierto pese a la droga que le habían echado en su zumo.

Y no fue capaz. Aquella sustancia fue claramente mas poderosa que su decidido control sobre la situación. Cayó en un profundo sueño, en un letargo semi-comatoso en el que cualquiera podría haber hecho lo que quisiera con él.
De hecho cuando despertó, ya había sido operado de su dedo infectado, y no recordaba ni las inyecciones anestésicas que le pusieron antes de iniciar la operación.

Después de aquello, hizo dos descubrimientos. El primero es que había poca comunicación entre la logística de los ejércitos aliados, y que eso le supondría tener que estar una temporada esperando su regreso a casa, mientras los habitantes de aquel lugar, al verle en el bar con su brazo vendado, le invitaban a unas rondas. ¿Qué menos podían hacer por alguien que había ido a luchar por ellos y había sido herido en su brazo?

El segundo descubrimiento marcó su vida.
Aquel fármaco anestésico que le habían dado camuflado en el zumo de naranja, era sólo azúcar.
¡Azúcar! Había sido enviado sin ser capaz de evitarlo al mundo de los sueños por un poco menos de un gramo de azúcar sin disolver.

El hecho de creer que un placebo como el azúcar era una potente droga narcótica, había sido suficiente para dejar fuera de combate a todo un chavalote que se había propuesto conseguir vencer el efecto anestésico del... azúcar.

Eso le hizo darse cuenta de que el principal factor en el efecto de una droga psicoactiva es la propia mente del sujeto que la recibe. Y lo que derivó de este suceso terminó por decidir cual sería su rumbo en la vida. En los años anteriores a su entrada en el ejército, en sus estudios pre-universitarios ya había elegido materias como química, matemáticas, física y psicología, con la secreta intención de poder hacer algún día sus estudios de química orgánica. También es probable que eligiera estas asignaturas porque eran las que se le daban bien: todas aquellas que seguían procesos lógicos y no se guiaban por normas arbitrarias, eran las que le hacían brillante.

Ese chico, que ahora tiene un pulgar izquierdo media pulgada más pequeño que el derecho, se llama Alexander Shulgin, y es el psicofarmacólogo y químico más influyente de los últimos 50 años en la escena de las drogas y del estudio de los estados alterados de conciencia.
Aquel shock del descubrimiento de que no había sino azúcar en aquello que le había provocado semejante reacción mediante la sugestión auto-inducida de que era una potente droga, le hizo decidir en aquel mismo momento y con total convicción, que las drogas serían las herramientas más interesantes para poder estudiar esos fenómenos en la mente, y que ya que esos procesos dependían de lo que ocurría en el cerebro, lo ideal sería convertirse en una mezcla de farmacólogo y psicólogo. Y así lo hizo.

Al volver del ejército, entró en la universidad y en 1954, con 29 años, se había doctorado en bioquímica, y completo sus estudios con post-doctorados en farmacología y psiquiatría.
Años después, a finales de los 50, tuvo su primera experiencia con un enteógeno: 400 miligramos de sulfato de mescalina.
Ese fue el gran último golpe de timón para un barco que ha marcado, a su manera, la vida y la conciencia de muchas personas con sus aportaciones y sus creaciones, algunas únicas y inexistentes en el universo hasta que sus manos y su mente las hicieron realidad.

Próximamente seguiré contando como este padrino de la MDMA y creador de la 2C-B ha vivido creando y luchando desde su lugar contra la ignorancia y el daño que crean al tejido social la perdida guerra contra las drogas, exportada desde su país el resto del mundo.