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sábado, 17 de junio de 2017

Es la hora: tenemos que matarte.

Este texto fue publicado en el portal Cannabis.es, unos días después del Día Internacional de los Derechos Humanos. Es un relato "novelado" pero basado en hechos, por desgracia, absolutamente reales. El problema moral que se plantea aquí, ya no es siquiera si matar a otro ser humano es correcto o no (fuera de la autodefensa), sino lo atroz de la forma en que aplicamos esas sentencias de muerte y las razones -paradójicas- que han llevado a ello.

Sigo pensando que, en general y como especie, aún no hemos tocado fondo: siempre se puede cavar más bajo.


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Es la hora. No podemos retrasarlo más: hay que hacerlo ya”- se escuchó claramente colarse, como un reptil, dentro del silencio estruendoso que era la naturaleza del medio, alli dentro en la “Cámara de espera”. Al menos, así era la mayor parte del tiempo. 

Cámara de espera” era el nombre del receptáculo, frío y aséptico cual cuarto de baño, únicamente creado para que nadie -salvo el vigilante de guardia- tenga que soportar la desesperación absoluta de un ser, atado de pies y manos por correas de cuero, que va a morir -si tiene suerte- breves instantes después.
La llamábamos la “Cámara de la locura”, porque allí los funcionarios éramos forzados a observarles siempre sin intervenir salvo que el reo encontrase la forma de liberarse, o de intentar quitarse la vida antes del momento legalmente establecido para ello; nadie se puede hacer una idea completa de las cosas que presenciábamos, cuando delante tienes a un ser que espera a que le maten en cuanto le saquen de esa sala. 


Sólo se conocía un caso en que un reo hubiera salido con vida -y siguiera con vida a día de hoy- tras entrar en una de esas salas: el complejo caso de Romell Broom, que aguantó -durante 2 horas- las drogas que le dieron, sin morir. Y fue precisamente su caso el que disparó la revisión de los fármacos usados para matar, sin atender a que el fallo fue una mala colocación de la vía intravenosa -acabó siendo intramuscular- lo que causó que no surtieran efecto las drogas administradas.
Un dolor en mi espalda, tensa como reaccionando a esa frase que ofendía aquel primigenio silencio, me trajo de vuelta a la realidad. Me llegaba -de nuevo- el momento de conducir a un hombre a su muerte: nunca podré explicarme, con suficiente claridad, cómo llegué a ocupar este puesto de trabajo. Y era tarde -de nuevo- para situarme ante tamaños dilemas morales: tenía que llevarle a la sala blindada para que, los testigos por parte de familiares y otros representantes del estado (ya que la prensa no solía ser bien recibida), pudieran observar su muerte como parte de la justicia dictada.
Este reo – condenado por asesinar a una dependienta durante un atraco- estaba relativamente tranquilo. No rezaba ni maldecía, no murmuraba nada, y apenas le escuchaba la respiración: agitada por momentos y calmada a otros. Pensé que era mi día de suerte por no enfrentarme a un mal trago -de nuevo- llevándole a una muerte no deseada, y pensé que tal vez anhelaba este instante.
Entonces una pregunta desbarató el momento: “Oye... ¿con qué me van a matar finalmente?”
Mediante sus abogados, provenientes de grupos de derechos humanos y civiles, había presentado todo tipo de apelaciones y la última versaba sobre las drogas con las que le ejecutarían. En realidad, él había sido una marioneta que firmaba papeles presentados por terceros, sin tener esperanza -ni tal vez deseo- de que le evitasen la pena capital.
Todos los funcionarios en la prisión estábamos al tanto de esa apelación, que cuestionaba la constitucionalidad de matar a una persona con unas determinadas drogas, en lugar de con otras distintas. Y en su esencia nos parecía estúpida, pero la inmensa mayoría deseábamos que prosperase para no tener que participar en más ejecuciones. 
Mi voz se quebró al tener que contestarle -me sentí incapaz de negarle, por derecho, dicha información- aunque podía haber llamado al médico para que se la facilitase. “Midazolam y un mórfico; no es una mala forma de dormir...” - dije, intentando sonar balsámico en mis palabras y evitar toda alusión trágica que empeorase sus reacciones emocionales y, por ende, fisiológicas.
“No funcionará bien. Que te den un 'valium', antes de chutarte una sobredosis de heroína, no basta para que...” -hizo una leve pausa mientras espiraba- “...duermas rápida y tranquilamente.” - sentenció sin alterarse en ningún fonema de la frase.
Agradecí que utilizara el verbo dormir en su contestación y -con un nudo en la garganta- aguanté el tipo sabiendo que su respuesta era cierta: el nuevo método usado, en lugar del tradicional 'Protocolo Chapman' con barbitúricos, no estaba pensado para matar rápida y efectivamente, sino para ayudar a morir -en la cama, con calma- a un paciente en fase terminal. De haber sido yo o cualquier ser querido el condenado, hubiera preferido el pelotón de ejecución.
La agonía, que comenzó instantes después, duró 13 eternos minutos en los que su cuerpo -a pesar del estado de aceptación con que llegó- se defendió de la muerte como pudo, revolviéndose y moviendo los brazos, apretando los puños, tosiendo e intentando aspirar una brizna extra de aire que le mantuviera con vida unos segundos más: algo así nunca habría sucedido con el original “Protocolo Chapman”.
Así ha sido la muerte -en vísperas de la celebración del Día Internacional de los Derechos Humanos- de Ronald Bert Smith: un alcohólico de 45 años con un cargo de asesinato, sobre el que 7 miembros del jurado decidieron que “debía pudrirse en la cárcel” y 5 decidieron que “debía morir”. 

Pero, en un acto sólo permitido por la inexplicable legislación penal de Alabama, el juez del caso decidió pasarse el veredicto del jurado (cadena perpetua) por el arco del triunfo, y le prescribió al reo unas inyecciones para terminar con su vida: pena de muerte como sentencia, que se aplicó hace días, 22 años después de los hechos.
Lejos de entrar en el debate sobre la conveniencia, utilidad, moralidad o cualquier otra consideración sobre la pena de muerte, este texto busca concienciar sobre otro hecho más básico: no estamos matando bien a los condenados. La propia prensa usana, acostumbrada a este tipo de eventos, califica varias ejecuciones ocurridas en los últimos tiempos como “chapuzas y carnicerias”. Y no es para menos, en vista de algunos de los últimos casos.
¿Qué es lo que está fallando? Pues que andan cortos del fármaco más utilizado -y con el que más experiencia se tiene- para matar: el omnipresente pentotal sódico que cualquier veterinario lo tiene a mano y en grandes dosis, al ser el usado en la eutanasia animal. Y también en los hospitales, ya que es el fármaco de preferencia para la inducción del coma -necesario como tratamiento- y el único barbitúrico que se sigue usando en anestesia. O en su defecto, otro barbitúrico: el pentobarbital, al que se le puede dar el mismo uso. 

Los distintos estados en USA, en concreto el sistema penitenciario, se ven cortos de un fármaco del que -en realidad- tienen cantidades ingentes. Están tan cortos de estos fármacos, que las organizaciones que luchan contra la pena de muerte, tienen contabilizadas hasta las dosis restantes.
¿Qué sentido tiene semejante paradoja? Ninguno. Es tan sólo una consecuencia de la suma de dos vectores actuando: la kafkiana guerra contra las drogas y sus obtusas regulaciones más el activismo contra la pena de muerte al fijar como objetivo a las empresas farmacéuticas, que vendían dichos productos al departamento de prisiones. Esto ha llevado a que algunos estados “blinden en contratos secretos” a los proveedores, o que tengan que recurrir a la “síntesis a medida” solicitada a fabricantes conocidos como “compounding pharmacies”, cuyos estándares están por debajo de lo habitual -causa esta de ulteriores recursos a su vez- y se usan sólo en casos muy concretos.
Desde el año 2006, la ley en USA permite a los condenados a pena de muerte cuestionar la constitucionalidad de dicha pena, cosa que hasta entonces no se permitía. Este cambio llevó a establecer todo tipo de recursos legales, para detener o retrasar lo más posible las ejecuciones de los condenados. 

Por un lado, el activismo contra la pena de muerte, aprovechó los errores sucedidos en las ejecuciones para luchar -estilo “todo vale”- contra las mismas. En ese proceder, apuntó contra los fármacos usados, cuestionando el “protocolo Chapman”. Este protocolo -creado por un médico y un cura buscando la forma más efectiva de matar sin causar sufrimiento- fue la aplicación médica y compasiva de los conocimientos disponibles, alcanzando con notable éxito su propósito. El hecho de que fuera cuestionado legalmente, no respondía tanto al protocolo en sí, como a recovecos legales usados y explotados para evitar ejecuciones.
Por otro lado, las empresas que vendían los fármacos usados (curiosamente, sólo las que vendían el barbitúrico) se vieron en el punto de mira del movimiento activista, relacionándoles públicamente con los aspectos más desagradables de una ejecución, a lo que respondieron de la forma más lógica: negándose a vender más drogas para utilizar en ejecuciones. 

Como esas sustancias son vendidas al departamento de prisiones en lugar de a instalaciones veterinarias o médicas, resulta sencillo negarles el acceso -al menos de forma oficial- a la droga. Y como el sistema legal, para adquirir cualquier sustancia que esté fiscalizada por las regulaciones sobre fármacos en USA, tiene una serie de exigencias que cumplir -como que los fármacos sean fabricados con estándares de seguridad para su uso en humanos, aunque estén destinados a matarles- a las prisiones se les hizo cuesta arriba obtener suficientes drogas para matar a sus condenados. 

El caos que todo esto llegó a causar -en el estricto protocolo seguido para matar por orden judicial- hizo que en una ejecución el condenado estuviera más de media hora vivo -tras la final inyección que debía detener su corazón en el acto- porque en realidad fue ejecutado con un compuesto equivocado, que le mató mediante un doloroso envenenamiento en lugar de instantáneamente.
Una de las reacciones, que estos nuevos problemas provocaron, fue que los estados recurrieran a disposiciones legales que abrían nuevas vías para matar o que volvían a instaurar algunas ya en desuso durante décadas. 

Entre las viejas glorias redescubiertas, estaban el pelotón de fusilamiento o la silla eléctrica, autorizados para prever situaciones en que las prisiones no puedan acceder a los fármacos necesarios. 
¿De veras se puede considerar eso un avance, en lo que les espera a los presos, frente al uso de un protocolo que bien aplicado no tiene apenas fallos? ¿La silla eléctrica de nuevo? ¿En serio?
Entre los nuevos protocolos, para matar por parte de los estados, se empezaron a explorar otros compuestos -con una, dos o tres drogas, en un sinfín de variaciones- y se dio permiso para emplear a falta de otras opciones, “la asfixia con nitrógeno”

Se desarrollaron planes para usar propofol -suspendidos a última hora por las presiones del laboratorio europeo que lo fabrica- o fentanilo en dosis masivas, como droga única o combinado, para provocar la muerte combinado de forma rápida e indolora. 

Resulta especialmente paradójico al mencionar el fentanilo, darse cuenta de los problemas que está encontrando el estado para matar a sus condenados, mientras que la misma sociedad es golpeada por una cifra récord de muertes debidas a drogas, tanto legales como ilegales.

Ha quedado suficientemente claro -a estas alturas- que los estado no cederán en desmontar la pena de muerte, allí donde esté implantada, por unas meras complicaciones a la hora de elegir la forma de matar.  Lo seguirán haciendo recurriendo a viejos o nuevos métodos si los activistas, con sus recursos legales y/o sociales, les impiden el uso de uno de ellos. 

Y esos métodos no parecen ser menos traumáticos para los condenados que el antiguo protocolo: un barbitúrico que deje al sujeto inconsciente y anestesiado -en la dosis que sea necesaria por la variabilidad de cada sujeto- seguido de una dosis de un paralizante muscular -que detiene los pulmones y la respiración- rematado con una dosis de cloruro potásico, que paraliza el corazón, produciendo la muerte de forma efectiva y rápida: el 'Protocolo Chapman'.

Si el resultado del activismo contra la pena de muerte en USA es causar un mayor sufrimiento a los que enfrentan su ejecución, tal vez es el momento de replantear la forma en la que se pretende alcanzar el objetivo. 

El fin no justifica los medios y no podemos asumir causar muertes traumáticas, a unos cuantos sentenciados cuales víctimas colaterales, en un proceso “en esencia positivo” como es luchar por acabar con la pena de muerte. 

En ocasiones lo ideal es enemigo de lo bueno; es probable que este sea uno de esos casos.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Drogas y pena de muerte: la paradoja del activismo dañino.


Este texto fue publicado por la Revista Yerba.
Espero que os guste. :)

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El gallo de Sócrates.


“Critón, debemos un gallo a Asclepio, no olvides pagar dicha deuda” dijo y después no hablo más.

Así han pasado a la historia las últimas palabras de uno de los condenados a pena de muerte más famoso de todos los tiempos. La interpretación clásica que hace la filosofía de dicho momento es que Sócrates expresaba de esa forma un cierre con su existencia en la que dejaba todos los asuntos zanjados, a la usanza de los testamentos clásicos.

¿Fue así? Hagamos un rápido repaso al asunto. Un “más que chulo” Sócrates se enfrenta con el poder y el poder le somete a juicio, pero cuando quienes le juzgan -por temor a una revuelta popular- le están intentando librar de la condena, el caballero se arranca y les espeta en la cara que “no sabe de qué cominos le tienen que perdonar a él, cuando lo que deberían hacer es darle un premio por sus actos” y listo: condenado a pena de muerte por abrir la boca. 




Aún así, esperando el momento de su ejecución, Sócrates cuenta con una posibilidad de huida que rechaza, y acaba llegando voluntariamente al momento del gallo tras tomar la cicuta que le mataría momentos después.

Una vez ya tapado en sus últimos instantes esperando la agonía, decide descubrirse, mostrarse a los discípulos que le acompañaban en ese último momento y dejar ese recadito para Asclepio

¿Os suena el simbolito? 
¿Os recuerda a algo, aparte de al Tío la vara?


¿Y quién era Asclepio? Pues Asclepio era el dios griego de la medicina, ni más ni menos. Vale que Sócrates quisiera dejar sus cuentas zanjadas. ¿Nadie ve ahí un cierto sarcasmo en un tipo que podía haberse librado de la pena de muerte -varias veces- pero fue tan chulo que prefirió morir delante de todos? Yo sí. 

Te estás muriendo en aplicación de la pena de muerte y tus últimas palabras son que le ofrezcan un gallo al dios de la medicina. ¿Estaba agradeciendo una buena muerte de forma sincera? Tal vez. Lo cierto es que no tenemos una certeza ni del momento ni de sus exactas intenciones y todo queda a la interpretación de cada cual.





¿Cómo era la muerte 
a la que 
se enfrentó Sócrates?


La muerte por cicuta no es una muerte agradable: fuertes mareos, vómitos y dolores mientras una parálisis va comenzando por extremidades hasta ahogar a la persona -que se va poniendo de color azul-  paralizando todas sus funciones básicas. Por eso a Sócrates se le administró a la vez un paliativo a base de plantas que, casi con toda probabilidad, incluiría opio y puede que solanáceas para ayudar a la persona en el tránsito hacia la muerte, aunque se desconoce el contenido exacto.

Como se pudo notar -más que de sobra- que no era la intención de Sócrates librarse del castigo, se le dejó salir a morir caminando, con sus discípulos más queridos, hasta que tuvo que echarse a un lado del camino porque su organismo colapsaba en un estado de vértigos y ahogo.



Y en ese momento le recuerda a Critón, su querido discípulo, el gallo debido como ofrenda a Asclepio, dios de la medicina o de lo que era lo mismo en aquella época: del uso de plantas para ayudar a vivir y a morir. ¿Ironía? ¿Sarcasmo? ¿Agradecimiento real? 



De la Grecia clásica 
al Texas de 1977 
en los USA.


En este salto de muchos siglos, la pena de muerte es algo que nunca se ha dejado de aplicar, prácticamente en todos los países del mundo. Los métodos que el ser humano ha usado para dar muerte a sus semejantes condenados han variado desde el desmembramiento por 4 caballos, a ser colgado de un árbol o una grúa, a ser apedreado/a hasta la muerte por traumatismo, al pelotón de fusilamiento o a nuestro hispánico 'Garrote Vil'.


España exportando lo mejor de la tierra.


En ese año de 1977, un examinador médico del estado de Oklahoma, de nombre Jay Chapman, propuso lo que desde entonces es conocido como el 'Protocolo Chapman': una forma menos dolorosa para aplicar una sentencia de muerte basada en los conocimientos médicos y recursos farmacológicos que teníamos. 

Jay Chapman

El protocolo eran las directrices para poner un suero intravenoso en el brazo del reo y, en el momento dispuesto, inyectar una dosis anestésica de un barbitúrico de acción ultra-rápida, seguida de un paralizante muscular que detiene la respiración y de una dosis de cloruro potásico que detiene el corazón.

Las razones que motivaron este cambio eran de tipo humanitario: vamos a matar al reo, pero no hay necesidad de hacerlo de una forma que cause un daño innecesario. Así que el protocolo fue ajustado por un médico anestesista -los que tienen la llave de la vida y la muerte- e impulsado hasta convertirse en ley por un “hombre de Dios” llamado Reverendo Bill Wiseman. 

El Reverendo Bill Wiseman.


Es decir, entre dos médicos y un cura habían creado la inyección letal como “la menos mala de las formas de matar” y fue Texas el primer estado en adoptar la nueva forma ejecutoria en sus disposiciones legales y el primero en aplicarla sobre un ser humano: el 7 de diciembre de 1982 moría el primer reo con la muerte -como castigo- menos cruel que se podía aplicar sobre un ser humano.

Obviamente no era el primer humano que moría tras administrarle una inyección mortal: los nazis hicieron todo tipo de pruebas con prisioneros, entre las que se incluían inyecciones de gasolina como experimentos médicos. ¿Repugnante? Sin duda. Pero a USA no le vinieron mal todos los datos extraídos de la experimentación nazi sobre humanos y los usó para propio interés. Sin embargo esa ola de caridad a la hora de matar a un ser humano se extendió pronto por todo el país, hasta el punto de que en el año 2005 todas las ejecuciones realizadas en USA fueron con dicho método.



Causa causatis causa causae 
o “lo que causa la causa 
es la causa de lo causado”.


A la vez que USA desarrollaba un método para matar de forma menos cruenta, sus colegas ingleses rechazaban la idea de matar personas con una inyección, más que nada porque no les parecía ético y que dicha acción violaba los principios médicos que se suponen están enraizados en la propia medicina, como el precepto de “primum non nocere” o “lo primero es no causar daño”.
Ellos preferían seguir haciéndolo de la forma tradicional: con la horca o a tiros.


Método civilizado 
donde la medicina no tiene lugar 
para ayudar a la muerte.


Es cuestionable que dentro de la raíz de la medicina no se encuentre el facilitar la mejor muerte posible a una persona que enfrenta dicho trance, por la razón que sea: la muerte de Sócrates es un buen ejemplo de ello. Pero esa fue la postura inglesa en una Europa que empezaba a asentarse en cauces menos violentos y que progresivamente iba tumbando las leyes sobre pena de muerte. En España se retiró el 'Garrote Vil' y dejamos de matar con la llegada de la democracia aunque la pena de muerte en nuestro país siguió vigente algunos lustros dentro del código penal militar.

En el empeño que tiene el ser humano de hacer que los demás vivan a la manera que a cada uno le es propia, Europa y su activismo enfrentó la pena de muerte en el mundo. Con toda razón: las cifras son terribles y las razones para matar, aún peores. Tenencia de drogas, disidencia ideológica, homosexualidad... un bochorno para todo el ser humano escribir en nuestra historia que matamos por esas razones, entre otras. Y es cierto que Europa lidera muchas de las causas más nobles de derechos humanos que hay en el planeta, pero a veces no lo hace de la mejor manera y esta vez han patinado.

El activismo europeo contra la pena de muerte, hace algunos años eligió como uno de sus objetivos a presionar y atacar a los laboratorios farmacéuticos que fabricaban “las medicinas de la muerte”. Flaco favor le hicieron a muchos seres humanos condenados a morir en USA con dicha acción.



A los laboratorios farmacéuticos pronto les llegó la noticia de que intencionadamente se pretendía asociar sus nombres con la muerte, de manera que se les perjudicase económicamente. Dicha acción pronto contó con una reacción: los laboratorios se empezaron a distanciar del asunto.

¿Por qué si las farmacéuticas no tienen escrúpulos decidieron retirarse? Porque no son tontas y matar no da dinero. El principal objetivo de los grupos activistas fueron los productores de barbitúricos, que a día de hoy son fármacos con muy poco uso fuera del entorno hospitalario porque fueron superados por las benzodiacepinas en el manejo de la ansiedad y los trastornos de corte neurótico, incluidos los trastornos del sueño. 



Hace falta más cantidad de droga para una operación quirúrgica larga que para matar a una persona, y se hacen muchas más operaciones de todo tipo en los quirófanos del mundo que en las salas de ejecución. Los barbitúricos, que son drogas que tienen la “virtud” de matar con facilidad, eran la principal vía de suicidio para muchas personas que no encuentran el apoyo legal para poder morir de una forma digna en tiempo y modo. 

Países como Bélgica que son punteros en la aplicación de la eutanasia (buena muerte) tienen al barbitúrico y al resto de drogas usadas prácticamente igual que las de una sala de ejecución, pero la realizan en un entorno más adecuado.



Acción y reacción.


Cuando los laboratorios farmacéuticos -que son los mismos en USA que en Europa- vieron que la mala prensa les podía causar pérdidas, poco les importó la calidad de la atención al reo: se volvieron muy reticentes a darle al gobierno drogas que fuera a usar para matar aunque las mismas se las seguían dando a hospitales porque tienen idéntica necesidad en su uso. 

El gobierno USA se vio en un momento corto de suministros y decidió probar con otras formas de matar, siguiendo la linea de la inyección letal. Existen cientos de fármacos que pueden causar la muerte, y se puede hacer durmiendo a la persona primero, lo que en esencia era la idea humanitaria del 'Protocolo Chapman'.

A nivel médico, no es necesario contar con barbitúricos para provocar una muerte, sino que existen otros protocolos que sirven. La fórmula de la 'sedación paliativa' (con cierta carga como eufemismo) se basa en usar una benzodiacepina, de acción hipnótica como el midazolam, seguido de una dosis de opioides que va sumiendo a la persona en un sueño cada vez más profundo hasta que muere. 



Es un gran método para dar una eutanasia asistida en un hospital, pero muy poco acertado para una sala de ejecución por la razón de los tiempos de acción de esas drogas en las distintas personas con distintas tolerancias. Eso no ocurre con los barbitúricos, ya que la dosis letal no aumenta al tener tolerancia y es uno de sus principales peligros en el uso médico, además de la razón de la muerte de Jimi Hendrix.

El concepto de eutanasia choca con el de la ejecución rápida, en la que el estado representado por las autoridades, parte del jurado, testigos, familia y hasta prensa se encuentran reunidos para matar, en un acto que cuanto más rápido sea mejor, y eso es lo que importa. 




Así que aunque el gobierno USA abrió la vía legal para matar a los reos con lo que sería similar a una sobredosis de heroína (legal) con benzodiacepinas para ayudar se topó con que pocas cosas son tan rápidas para matar como su antigua fórmula y que la nueva fórmula de inyección letal funcionaba muy bien en algunos casos, como el primero en el que fue aplicada en el año 2009 en el que terminó con la vida de la persona en 10 minutos, y tremendamente mal en otros. 


Del gallo socrático 
al último sarcasmo letal.

Clayton Derrell Lockett no parecía un buen tipo. Condenado a morir en el año 2000 por violación, sodomía, secuestro, asesinato con ensañamiento y enterramiento ilegal, fue alargando su vida a base de apelaciones y recursos como el resto de condenados que esperan en un ala de una cárcel para ser ejecutados. Le llegó su día el 29 de abril de este año. 

El reo ejecutado en la paradigmática carnicería.


Los activistas europeos contra la pena de muerte habían conseguido la retirada total del barbitúrico de las salas de ejecución, con apoyo de la presión en USA contra la pena de muerte. Pero lo que no habían conseguido eliminar, era la propia pena de muerte: a Clayton no le hicieron un favor con su lucha.

En lo que ha pasado a ser el paradigma de una ejecución totalmente chapucera este fue el relato de lo acontecido. Llevan al reo a la sala y se le pone en la camilla, se le ata con correas de cuero de manera que no pueda moverse, o lo haga lo menos posible.



Se atraviesa su piel con una aguja directa a su vena. Se le inyecta una dosis mortal de midazolam e hidromorfona. Un problema en la elección de la vía (vena) acaba con una situación en la que las drogas inyectadas se ven incapaces de alcanzar un nivel adecuado en sangre por un bloqueo. El reo es declarado inconsciente. A pesar de ello, el reo se retuerce, gruñe e incluso habla durante todo el proceso intentando librarse de las correas de cuero en su enfrentamiento con la muerte.

Tras más de media hora, el proceso de ejecución se detiene por orden del médico responsable. Una vez detenida la ejecución del reo, las drogas y el esfuerzo vivido provocan al reo un paro cardíaco que lo mata. El reo no era buena persona pero, como sociedad, no parece que sus asesinos fueran mucho mejores.

El escándalo que provocó la carnicería que montaron para matar a Clayton ha tenido consecuencias importantes para la pena de muerte en USA. No se alegre todavía, no es lo que lo que piensa: a final de mayo de este año el estado de Tennessee adopta una ley que permite volver a ejecutar a los reos mediante la silla eléctrica y otros estados dan pasos para volver a introducir los pelotones de fusilamiento. 



La silla eléctrica se presenta como la mejor solución en USA solución a la falta de drogas, artificialmente creada por el activismo desde Europa, para matar adecuadamente. 




Sí: las drogas sirven para matar tanto como para curar. El activismo mal planteado en Europa ha conseguido que los reos no puedan morir de forma rápida y bajo anestesia, regalándoles la doble condena de saber que morirán con miles de voltios atravesando su cráneo, cerebro y con todos los músculos de su cuerpo en agónicos espasmos hasta quemarles por dentro. 

¿Era esta respuesta la que buscaban? 

Hay más humanidad en 
el 'Protocolo Chapman'. 



miércoles, 29 de agosto de 2007

Suicidio y drogas: derechos elementales del ser humano

Hace tiempo comenté que me sorprendía la cantidad de gente que llegaba a esta página usando los buscadores intentando encontrar información sobre el suicidio con distintas drogas -todas legales- y dije que haría una entrada sobre el tema.

No ha resultado fácil decidir como abordarla, ya que no quiero que sea un manual sobre como acabar con una vida, ni tampoco considero que mi opinión o mis argumentos sobre el tema tengan una relevancia especial como para que simplemente sea una exposición de mis ideas.






La mayor parte de las peticiones de información que recoge esta web al respecto, preguntan sobre como llevar a cabo el acto con diversos fármacos, siempre hasta el momento benzodiacepinas o vulgarmente pastillas para dormir. Supongo que eso responde a varias razones. La primera la disponibilidad de las mismas, que se recetan con facilidad y generosidad para todo tipo de trastornos. La segunda, el deseo de que la muerte sea algo indoloro, algo como simplemente quedarse dormido. Y la tercera razón la confusión que persiste hoy día de que es posible suicidarse con benzodiacepinas, como si estas fueran los mucho más potentes barbitúricos que se recetaban con fines parecidos hasta que se descubrieron estas otras alternativas mucho más seguras para los pacientes.

Las pastillas con las que murieron, voluntariamente o no, personajes míticos como Marilyn Monroe o una buena parte de los "mártires" del rock como Hendrix, Scott o Morrison, no fueron las que hoy día los médicos ponen en manos de la gente.
Y es el increíblemente grande margen de seguridad que tienen las benzos frente a los barbitúricos lo que permite que sean recetados con esa generosidad excesiva. Creo que no me confundo en absoluto si dijera que las dosis para provocar la muerte con las actuales pastillas para dormir, están muy por encima de una caja de cualquiera de las que actualmente recetan, aunque eso también dependa en parte de la reacción individual de cada persona al fármaco.
En el caso de los barbitúricos, esto no es así. En muchos casos valdrían unas pocas pastillas, que en muchos casos se tomaban sin querer, al no recordar la persona si había tomado la dosis, como consecuencia de los efectos secundarios de estas drogas.

Hoy día es muy infrecuente que un médico recete barbitúricos, y sus indicaciones están mucho más reducidas, estando en la mayoría de los casos en manos de los especialistas de la anestesia y dentro del marco hospitalario.

Hasta aquí la parte "técnica", concerniente a las aspiraciones de algunos a encontrar la muerte a manos de las actuales pastillas para dormir. Espero que esta parte satisfaga el deseo de conocer de los interesados, sin cuestionar la legitimidad de su deseo.
Pero vamos con la parte más importante del asunto: nuestro derecho al suicidio, nuestro derecho al uso de drogas, y nuestro derecho a una muerte digna y elegida en tiempo y modo.

El gran psiquiatra Thomas Szasz ha postulado desde siempre, que una de las más poderosas razones por las que el estado, arrogándose funciones que se extralimitan de sus competencias, sitúa fuera de nuestro alcance -mediante la prohibición- aquellas sustancias que no sólo pueden alterar nuestros estados de animo a voluntad propia, sino especialmente aquellas que podrían devolverle al individuo el derecho a suicidarse, de una forma digna, sin la intervención ni el permiso de terceras partes.
Todas o casi todas esas sustancias siguen estando en el arsenal terapéutico, pero bajo la llave de los actuales sumos sacerdotes de nuestra sociedad: médicos y psiquiatras.

Es de sobra conocido y aceptado entre los médicos que a ciertos pacientes que están en fase terminal, se les aplica la eutanasia de forma que acortan sus sufrimientos y aceleran el momento de la muerte, muchas veces en complicidad con el enfermo y su familia. Pero por desgracia, ni siquiera en esos casos la decisión recae totalmente en el sujeto, sino que depende de la suerte de médico que le haya tocado.
Al no ser un procedimiento regulado y totalmente legal, es un acto que puede causarle problemas al profesional que decida llevarlo a cabo, o simplemente por razones éticas o morales un médico se niega a dar esa ayuda al sujeto que lo pide.
Cuando lo quieren hacer, el procedimiento es tremendamente simple.
Una dosis de tranxilium hará que el paciente viva esos últimos momentos sin una ansiedad añadida. Luego otra benzodiacepina, una de alta potencia como hipnótica y rápida velocidad de actuación, que suele ser midazolam, junto con una dosis suficientemente alta de morfina, harán el resto. La sinergia entre los 3 medicamentos, lograrán que el paciente entre en un sueño que se hará más y más profundo hasta que la muerte se produzca sin dolor por parada respiratoria.

Se podría conseguir lo mismo usando únicamente morfina, que en este caso sería preferible a la heroína dada su mayor capacidad de actuar como depresor respiratorio, pero las dosis que se tendrían que usar serían mucho más altas y llamarían la atención, y aunque sea una práctica cada vez más extendida, sigue siendo un tabú sujeto a castigo.

Si fuera el individuo quien decidiera qué drogas quiere tomar y como hacerlo, estaríamos capacitando de facto el suicidio, o mejor dicho, la eutanasia en toda su amplitud de significado de "buena muerte", ya que realmente la muerte está al alcance de cualquiera (excepto casos de incapacidad y dependencia total), pero al precio de que esa muerte ha de ser traumática, dolorosa y agresiva. Cualquiera puede beberse un litro de lejía y destrozarse por dentro, arrojarse contra un tren o herirse de forma mortal con distintas herramientas.

Nuestra sociedad ha ido solventando algún que otro problema con las cuestiones más elementales del ciclo humano, pero trasladando otros.
Mientras que actualmente los niños ya no vienen de París ni los trae una cigüeña, el abuelito "se ha ido a un largo viaje". Del sexo a la muerte.La muerte no es tema de conversación, es molesta, huimos de ella hasta en nuestros pensamientos, hasta el punto de no querer nombrarla. Es la gran asignatura pendiente de la conciencia occidental, que algunas religiones trasladan a un "después metafísico".

Históricamente somos involutivos en ese aspecto. Nuestras culturas "madre", griega y romana, aceptaban la muerte y consideraban un derecho del individuo elegir cuando ponía fin a su vida.
Cuando el cristianismo conquistó occidente, la vida pasó a ser un regalo de Dios, una cesión temporal, de la que nosotros no estábamos autorizados a disponer y que de hacerlo, se nos negaba el acceso a esa vida posterior prometida y nos condenaba a una eternidad de sufrimiento.
Paradójicamente, en lugares como los USA actualmente, y en el resto de Europa durante cientos de años, el estado que nos niega el derecho a disponer de nuestra vida, sí puede sin embargo disponer de ella si cree que hemos cometido un delito que merece tal castigo.

Hasta hace unas décadas el suicidio era un delito en nuestro país (y en otros). Y con perversa lógica, el intento de suicidio también lo era.

Sin embargo, consideramos un gesto de "humanidad" cuando matamos a un animal que sufre, pero nuestros derechos, aunque sea como animales humanos, aún están por evolucionar en ese aspecto.

El gobierno Zapatero tenía como una de sus promesas electorales abordar el tema de la eutanasia, pero ya finalizando la legislatura vemos que no va a ser así, incluso el nuevo ministro de sanidad lo confirmó hace poco, diciendo que será algo que "mejor se tratará en legislaturas posteriores", aunque su rama juvenil ha pedido públicamente su despenalización.

Y eso que no creo que fueran a institucionalizar una serie de mecanismos para que cualquiera que quisiera tener acceso a una muerte digna pudiera ser satisfecho, sino que seguramente estaría reservado a los enfermos con sufrimientos físicos y sin posibilidad de curación.
No creo que estas personas tengan más derecho a disponer de su vida que otras para las cuales la cuestión existencial se haya convertido en un sufrimiento con el que quieran terminar.
Evidentemente no abogo porque cualquiera que tenga un mal momento en su vida pueda terminar con ella de forma inmediata, sobre todo porque es una acción sin retorno.
Pero sí creo que cualquiera, independientemente de su estado de salud, tome la decisión de terminar con su vida y esa decisión sea fruto de un convencimiento profundo y prolongado en el tiempo, debería tener acceso a los fármacos que le permitan hacerlo de forma privada, sin dolor y ajena a dramatismos que hagan más difícil un acto de ese calibre.

Hace no mucho, tuve la ocasión de escuchar a una persona de gran corazón y cuyas convicciones religiosas teóricamente le prohíben disponer de la propia vida, contarme como había sido el final de un ser querido. Y lo hizo con una expresión de felicidad que algunos no entenderían.
Esta persona, que sufría de un mal terminal, tuvo la suerte de contar con ayuda de algún médico que le proporcionó lo necesario. Y cuando decidió que había llegado el momento, se reunió con sus seres queridos y se despidió de ellos. Luego con su pareja pasó sus últimos momentos amándose, tras lo cual se administró lo necesario, y encaró su final abrazado a quien amaba. Sin dolor, sin humillación, y envuelto en el amor de los suyos hasta el final.

Como contraste a esa forma de morir, está la muerte de Giovanni Nuvoli, un enfermo de esclerosis lateral amiotrófica. Con 53 años, su enfermedad degenerativa terminal, y conectado a un respirador que le mantenía con vida, había conseguido que un anestesista accediera a darle un sedante y desconectar el respirador. Cuando iba a ocurrir, la policía italiana actuó impidiéndolo.
Giovanni hizo lo único que le quedaba por hacer y fue negarse a comer y a beber.
De nada sirvió.
Murió, pero como consecuencia de la deshidratación y la falta de alimentos. Hablando claramente, su lengua se hinchó y se abrió por la falta de liquido, su orina se hizo tan concentrada que le abrasó la vejiga y la uretra, las paredes de su estomago se secaron y eso originó terribles vómitos de pura bilis, para que finalmente las células de su cerebro se acabasen deshidratando y secando, provocando convulsiones y ataques hasta que su corazón reventó.

Esa es la renovada "humanidad" de nuestras leyes.

Desde luego las personas que soportan un mayor sufrimiento tendrían que tener unos mecanismos preferentes para poder acceder a un final digno, aunque paradójicamente y en contra de las creencia popular, los enfermos de cáncer -ejemplo de sufrimiento físico y psíquico- no tienen una tasa de suicidios más alta que el resto de la población.

Otro dato a tener en cuenta, que se vio en un estudio conjunto entre las autoridades médicas y policiales, es que cuanto más aumenta el consumo de morfina en un país para paliar dolores, menor es el número de muertos provocado por consumo de drogas ilegales.

Y eso lo debemos encuadrar en un contexto en el que la propia OMS reconoce que el uso de opiáceos para manejar el dolor está hasta 8 veces por debajo de lo que sería recomendable, y en eso influyen desde las trabas que algunos países ponen a sus médicos para acceder a esos fármacos, a la imagen de droga terrorífica que tiene la morfina incluso entre los supuestos profesionales que presentan reparos totalmente irracionales e injustificables para prescribirla adecuadamente, como por ejemplo que el enfermo si recibe morfina pronto luego no será efectiva -cuando carece de "techo terapéutico"-, que la morfina provoca euforia (que terrible efecto secundario...) o la más aberrante preocupación de que el paciente se hará adicto, siendo alguien terminal.

Un indicador de la calidad de vida de un país, es la cantidad de morfina prescrita a sus enfermos. Datos de hace unos años sitúan a Dinamarca a la cabeza, con 37'5 kilos de morfina por cada millón de habitantes, Gran Bretaña con 21'6 kilos (pero no se contabilizó la heroína usada de la misma forma), y España con un ridículo 2'4 kilos por millón de habitantes, sólo por delante de Italia con un 1'4 kilos y Grecia con 0'7 kilos.

Actualmente Las Palmas es la provincia española con mayor consumo de morfina, y aún así, en 1986, en la mitad norte de la isla (distrito sanitario norte), su consumo total fue de... 37 gramos de morfina!!!
Tan sólo 5 años después su consumo había pasado a ser de 4 kilos en total.

No sólo no hay una institución de la eutanasia que permita a las personas disponer de su vida según sus deseos, sino que además el tratamiento que se le da a aquellos que son obligados a vivir a pesar de sus dolores o sufrimiento, dista enormemente de ser el adecuado, y no por falta de recursos sino por una injustificable ignorancia y unos vergonzosos prejuicios.

Dado este panorama para aquellas personas, que por razones médicas o de otra índole, quieren poner fin a su vida, los defensores de esta postura ética han tenido que agruparse y comenzar a autogestionar sus necesidades.
La asociación "Derecho a Morir Dignamente", presidida por el escritor y filósofo Salvador Pániker, es la que esta prestando ayuda a todos los niveles a estas personas. Además facilita a sus socios, tras un tiempo como asociados (para evitar decisiones precipitadas), un manual llamado "Guía de Autoliberación", en el que se da cuenta de diversos fármacos que se pueden conseguir y como usarlos para que la persona tenga acceso a la posibilidad de ejercer su derecho, de la forma menos traumática para sí mismo y los suyos.
Y siguen luchando para que se reconozca ese derecho perdido, inherente a la vida humana.

Creo que mi opinión está clara al respecto, y que al escribir esta entrada se ve claramente que estoy a favor de la libertad de elección sobre cuando y como dejar este mundo.
Sólo hay un aspecto que me preocupa de una posible institucionalización de la eutanasia: los ancianos.
En un país en el que hasta hace poco teníamos que ver en las noticias como había gentuza que abandonaba a sus ancianos en una gasolinera para irse tranquilamente de vacaciones, y en el que todavía no hemos aprendido a darles el valor y el reconocimiento que merecen, a integrarles como parte útil de esta sociedad, creo que sería preocupante que de existir la institución del suicidio asistido muchos de ellos recurrieran a esta opción "para no ser un carga familiar" o por presión del propio núcleo familiar o social. Cuando las pensiones que mantienen a muchos de estos ancianos son claramente insuficientes para vivir, y no existen apenas plazas públicas en residencias asistidas para ellos, temo que muchos se vieran "obligados" a tomar esa opción como la única valida para dejar de ser una carga, o que el hecho de no hacerlo les supusiera una sensación de egoísmo para con las personas que les ayudan a seguir viviendo.
¿Egoísmo por querer vivir? Es un riesgo gravísimo ante el que no veo una solución sencilla.

Ciertamente la decisión sobre la propia muerte es un derecho que se le ha arrebatado al individuo, y creo que en ningún caso el estado debería decidir quien puede o no acceder a ese derecho.
Pero tal vez, al igual que en otras áreas, se deba ir reconquistando el terreno en pequeñas porciones, a medida que conseguimos tener una sociedad que haya asumido valores, y que reaccione de frente y sin miedo contra el maltrato a los ancianos.

El derecho a la propia muerte en ningún caso puede convertirse en una obligación para comodidad de otros.