Esperamos que os guste.
-.-.-
Por aquel entonces, estaba saliendo de una relación que había sido buena, pero que tenía que terminar: ella se iba a otra ciudad y creía que todo seguiría igual. Yo sabía que no podía ser, que ella necesitaría -especialmente en esa ciudad- a alguien que le diera un abrazo, la apoyara cuando no pudiera más o la deseara y la hiciera sentir viva. La que iba a ser mi “ex”, creía que yo quería desembarazarme de ella pero no era cierto. Yo sólo actuaba con cierto criterio de responsabilidad, tras haber hecho cosas por ella que no habría hecho por nadie (era una gran persona y lo merecía). Como era de prever, ella se fue a la gran ciudad y al cabo de 3 meses tenía ya un “amigo especial” (además de mi “amistad especial”): era la hora de irse y le sacaba los años suficientes para saberlo y poder hacerlo sonriendo.
En ese momento, otra de las mujeres que andaban “por ahí” en mis ratos de Internet pululando, de donde salían casi todos mis líos en esos años, cobró cierta importancia. Era el momento, y yo lo sabía. Pero ella insistía en poder seguirme “el juego”. Y a mí -para qué negarlo- me encanta jugar con la misma seriedad con la que juegan los niños: sin medias tintas. Se llamaba Lucía y tenía muchas ganas de sexo, de mucho sexo. Más que yo, desde luego. Era un nivel de sexo -de bastante buena calidad y variedad- que hubiera aguantado mejor con 18 años, pero eso había quedado atrás hacía tiempo.
Aun así, Lucía y yo nos metimos en una relación que se basaba en lo “provocadores” que podíamos llegar a jugar el juego de seducir al otro. Sexualmente no soy capaz de recordar una mujer a su nivel -que tuviera orgasmos con la simple estimulación de los pezones, por ejemplo- y es que como ruta de escape, para dejar una relación, era una gran salida.
Nos embarcamos en meses del sexo más salvaje, pero sólo entre nosotros (nada de terceros/as), y realmente exploramos juntos rincones de la mente y el cuerpo, que pocas veces más he tenido ocasión de disfrutar. No puedo negar que sexualmente fuera alguien capaz de dejar una marca al tío más pintado. A veces tenía la impresión de que la cosa iba de ver quien era capaz de proponer algo a lo que el otro dijera que “NO”, pero nunca conseguíamos pasar del “¡NO! Bueno…. Espera, ¿por qué no?” y lo peor es que nos gustaba.
El tiempo pasó y eso, que era una piedra en un riachuelo a la que saltar antes de ahogarse en otro lado, se convirtió en una relación. Aun así, el fuego sexualmente seguía estando presente. La relación, supongo, era eso: sexo y más sexo, experimentando los límites que nunca habíamos tocado. Ni Lucía ni yo nos propusimos llegar a eso, a la normalidad, pero llegamos. Y podíamos decir otra cosa, pero éramos una pareja y encima monógamos. Increíble pero cierto: monógamos y encima sin vocación de ello.
Yo me sentía muy cómodo en la relación, y de natural soy alguien confiado. Incluso cuando hay “señales” de que tu pareja podría estar poniéndote los cuernos (que a muchos pondrían “en alerta o celosos”) a mí nunca me habían importado: si mi pareja quiere estar conmigo, estará. Si no, se irá. No tengo por qué andar sospechando de nadie, y no tengo ningunas ganas de ello. A día de hoy sigo sin hacerlo. No sufro de celos, nunca los he sufrido.
Tanto, que ella era invitada por su “ex” a comer con cierta frecuencia, y a mí ni me parecía mal: me parecía estupendo. En serio. ¿Por qué me iba a parecer mal, porque él seguía encoñado con ella? Me parecía normal, y no me asustaba tampoco que en un momento pudieran echar un polvo “por los viejos tiempos”. Soy bastante tolerante en ciertas cosas, aunque no lo vaya anunciando, claro. Así que mientras las comidas en los restaurantes no salieran de “nuestra pasta”, a mí me daba igual e incluso me parecía bien que tuviera relación con su pasado. No tengo miedo a esas cosas.
Llevábamos ya más de 2 años de buena relación cuando ocurrió.
Ese día no estábamos juntos, yo estaba en otra ciudad trabajando, y no nos íbamos a ver en un par de días. Y recibí una llamada suya que me heló la sangre: no paraba de llorar, no paraba de sollozar sin ser capaz de respirar, y apenas era capaz de hablar y no gritar. No entendía nada y yo estaba a 800 kms. El corazón se me salía por la boca y debía parecer un toro enjaluado esperando para salir a la carrera.
Ese día no estábamos juntos, yo estaba en otra ciudad trabajando, y no nos íbamos a ver en un par de días. Y recibí una llamada suya que me heló la sangre: no paraba de llorar, no paraba de sollozar sin ser capaz de respirar, y apenas era capaz de hablar y no gritar. No entendía nada y yo estaba a 800 kms. El corazón se me salía por la boca y debía parecer un toro enjaluado esperando para salir a la carrera.
Tras más de media hora de una situación complicada, sin más adjetivos que cubran todo lo que en ese momento viví al teléfono, y procurando no perder la cabeza -entendía poco, pero estaba viendo a mi pareja atacada y asustada- alcancé a comprender que acababa de llamarla por teléfono su violador.
Lucía, como un indecente número de mujeres en nuestro país, había sido violada años atrás. Podía achacarse a su promiscuidad a primera vista, pero era una apreciación errónea: la violación había creado una mujer que sólo sabía relacionarse sexualmente de una forma muy activa y dura. Yo lo sabía, sabía que había sido violada. Muchas de mis parejas, por desgracia, lo han sido. Hermanos, primos, tíos, padres y novios en adolescencia, son los que encabezan el ranking de las historias que ya he escuchado de boca de muchas mujeres. Demasiadas.
En el caso de Lucía, su violador había sido su propia pareja. Sí, su propio novio en la adolescencia -algo mayor que ella pero nada raro- la había violado. ¿Cómo? La ató a un radiador de la casa, se “divirtió” golpeándola con un cinturón durante un largo rato hasta hacerle sangrar la piel, cosa que le puso muy cachondo al tipo. En ese estado, la violó primero vaginalmente y luego lo intentó analmente pero no pudo, así que -a cambio- le dejó un regalo: hincó sus dientes -mandíbulas superior e inferior- en una de las nalgas de Lucía. Clavó totalmente sus dientes, en las carnes de una menor de edad, dejándola marcada de por vida.
Luego la soltó, la hizo lavarse a fondo, aprenderse una historia falsa por si alguien preguntaba o veía alguna marca, y la mandó a su casa de vuelta. Su pareja con 17 años. Sí.
Yo conocía la cicatriz -como era lógico- y aunque había tardado un tiempo, conocía la historia. Por supuesto, cuando la escuché por primera vez, sentí la misma indignación que cualquier persona normal y deseé saber algo más del tipo, con la idea de ir a por él en mi cabeza. Pero ella dejó claro que era un capítulo cerrado de su vida, que por nada deseaba abrir, y yo -por supuesto- respeté su voluntad y “olvidé” todo el asunto.
Hasta ese momento.
De buenas a primeras, 11 años después de una brutal violación y agresión física, tu violador te llama por teléfono… “porque le apetece escuchar tu voz”. No alcanzo a imaginar la rabia, el pánico o lo que algo así puede provocar a una víctima de violación, pero sí sé cómo es que te caiga algo así en mitad de tu vida, de pareja, y tengas que actuar.
De buenas a primeras, 11 años después de una brutal violación y agresión física, tu violador te llama por teléfono… “porque le apetece escuchar tu voz”. No alcanzo a imaginar la rabia, el pánico o lo que algo así puede provocar a una víctima de violación, pero sí sé cómo es que te caiga algo así en mitad de tu vida, de pareja, y tengas que actuar.
Tras dos días terribles, en que me volví tan rápido como pude a su lado, creo que hablé con ella al teléfono durante unas 30 horas hasta que estuvimos cara a cara. Manos libres, llamadas constantes, incluso para poder dormir y “notar que estaba al lado”. Y lo entendía, no tenía nada que reprocharle a ella. Pero tenía algo de lo que ocuparme irremediablemente. E iba a hacerlo.
Las llamadas habían continuado, hasta que estrelló el teléfono -por trabajo tenía varios- contra la pared haciéndolo reventar en cachitos y pisoteó hasta gastarse las suelas todo lo que podía ser mayor que una lenteja. Daba igual, en una denuncia de ese tipo un juez solicita pronto la orden para comprobar las comunicaciones y haber roto la tarjeta -o el móvil- no estropeaba nada.
Lo primero que hice al encarar el asunto finalmente, fue preguntarle a ella: "¿qué quieres que haga?"
La pregunta era clara: dime que lo mate. Era lo que le pedían mis ojos…
La pregunta era clara: dime que lo mate. Era lo que le pedían mis ojos…
Pero ella quería que no hiciera nada. ¿Nada? No era posible eso. Si yo no hacía nada entonces que lo hiciera la policía, pero esto no podía quedar en “nada” (el tipo le había dicho que la veía por la calle, y que quería volver a estar con ella entre otras cosas). Hablé con policía -a distintos niveles- y aunque todos coincidían en la necesidad de acabar “de alguna forma” con ese tipo de criminales, me explicaban los problemas a enfrentar en la caza judicial de estos depredadores. Y yo no estaba seguro de que Lucía fuera a aceptar pasar por algo así, o a ser capaz de soportarlo. No tenía nada claro y, mientras, me limitaba a protegerla.
En un principio, yo mismo hablé con varias asociaciones de víctimas que me pudieran -la pudieran- orientar, ayudar, acompañar, algo. Yo era un hombre en una situación complicada, que no me iba a ir de su lado, pero seguramente yo no era suficiente en una crisis así. Era quien la acompañaba a cada paso que daba en la calle, a su lado, y quien la acompañaba hasta la asociación de mujeres que comenzó a tratarla, donde me quedaba delante de la ventana donde ella estaba 45 minutos, paseando en 3 metros sin moverme hasta que saliera por la puerta. Entendía cualquier reacción que ella pudiera tener -y soporté muchas que no soportaría en otro caso- porque la situación era de película de terror. Y yo era un rehén en ella, hasta que decidí actuar.
Cansado de la inacción de unos, de la ineficacia del sistema, de la prescripción de ciertos delitos y de muchas cosas, decidí encargarme yo del asunto. Y tenía claro que esto no iba a ser una simple charla: iba a ejecutar a sangre fría a un “ser humano”. Y a rematarle. Varias veces.
Si no era capaz de asumir esto con total calma, mejor que no hiciera nada. Pero podía, y lo hice: seguí adelante. Lo primero fue conseguir un arma. La verdad es que no esperaba que el mercado estuviera tan bien surtido cuando buscas ayuda para algo así. Caro, muy caro, pero muy efectivo. Casi trabajar como de catálogo. Elegí una Beretta 92. Los dos tipos que me la vendieron vieron que era algo puntual, que no era un “profesional” y la broma me costó unos 4000 euros, sin contar munición. Pero la trajeron limpia, sin usar, y en su caja nueva: lo acordado. Si iba a pringarme en algo así, al menos que si me trincaban no me fueran a cargar los asesinatos de “El Lute” también. Así que bien valía lo pagado. Otros 800 euros casi en munición y un cargador extra para el arma, también nuevo, que había pedido para asegurarme varias pruebas y soltura con el asunto, completaron la venta.
El arma era preciosa. Odio a la gente con armas encima y la caza, aunque el tiro olímpico me gusta mucho desde joven (de tirar con la escopeta de perdigones en el pueblo) y algo sé del asunto. Era una pistola segura, fiable, de calibre grande, estable y muy usada a nivel planetario: un clásico. La primera parte había sido “relativamente fácil”. Ahora quedaba la segunda: usarla contra la cabeza del violador.
Debo decir -aunque no me deje en un buen lugar- que llegué a soñar con el momento de matarle y, que lejos de despertarme asustado, me levantaba con una extrema sensación de paz y con los ojos húmedos. Y que aprovechaba cuando eso pasaba para irme en coche, de madrugada, a una zona segura donde podía disparar unas cuantas veces, y hacerme con el arma en corto y en largo (nunca sabes lo que otro puede hacer).
Así que puse una fecha en mi mente, y empecé a prepararlo todo para que nada quedase al azar. Del tipo tenía hasta fotos, nombre y direcciones pasadas. Conocía su historia y la zona de su ciudad donde vivía (no era la mía). Era cuestión de no cagarla. Y llegado el día, me mudé a esa ciudad, a un hostal de mala muerte, pagado por una puta que puso su DNI. Esa misma noche estaba dando una vuelta y cenando por varios de los bares de la zona donde vivía, observando el lugar.
Eso y mi contacto en una conocida marca de telefonía móvil, hicieron que en menos de 36 horas estuviéramos sentados al lado en el mismo garito. Ahí estaba. Al lado. Y yo rígido como un palo, sin saber muy bien qué hacer en ese momento. Sólo pensaba en ir a por el arma (no la llevaba, por supuesto) y acabar cuanto antes: matarle esa misma noche si era posible, mejor que la siguiente. No era mi ciudad, pero cuanto menos me vieran, más sencillo todo.
Decidí volver al hostal y pensar tranquilo. Estaba a punto de salir del bar, cuando detrás de mí una voz me dijo: “Oye perdona, se te ha caído el tabaco”.
Me di la vuelta y era él. Mirándome a los ojos con el paquete de “Lucky” en la mano, ofreciéndomelo para que lo tomará, y yo me quedé clavado sin reaccionar. El tipo se extrañó y me lo pasó por delante de la cara mientras me decía: “eh, ¿te encuentras bien?”. Tenía repentinamente ganas de vomitar, de pegarle y de correr al mismo tiempo. Tenía ganas de que todo fuera una pesadilla y yo despertase en mi cama. Pero no. Era real.
Estaba delante del hombre al que había ido a matar. ¿Cómo iba a estar bien?
Mi corazón pegó una patada en forma de extrasístole que me hizo doblarme hacia adelante, echándome la mano hacia el pecho. Ya por entonces me había empezado a medicar con Sumial (Propanolol) para esas molestas manifestaciones pero aunque había llevado unas benzodiacepinas para mantener la calma en los momentos más complejos, no había pensado que fuera mi corazón quien decidiera ponerme en un aprieto.
Mi corazón pegó una patada en forma de extrasístole que me hizo doblarme hacia adelante, echándome la mano hacia el pecho. Ya por entonces me había empezado a medicar con Sumial (Propanolol) para esas molestas manifestaciones pero aunque había llevado unas benzodiacepinas para mantener la calma en los momentos más complejos, no había pensado que fuera mi corazón quien decidiera ponerme en un aprieto.
¿Y si me llegaba a ocurrir con la pistola en la mano? Una extrasístole fuerte se siente como la coz de un caballo en el pecho, y te hace doblarte de la sensación. En una ejecución a pistola, un momento así puede costar tu vida, ya que cualquier animal entre la espada y la pared se convierte en un mal bicho…
El violador me cogió por un brazo mientras yo me vi totalmente sobrepasado por la situación y mi respuesta orgánica. Creo que me habló al tiempo que me agarraba pero yo sólo escuchaba en mi cabeza un trozo del “Bohemian Rhapsody” de Queen:
El violador me cogió por un brazo mientras yo me vi totalmente sobrepasado por la situación y mi respuesta orgánica. Creo que me habló al tiempo que me agarraba pero yo sólo escuchaba en mi cabeza un trozo del “Bohemian Rhapsody” de Queen:
“Mama, I’ve just killed the man…
Put a gun against his head, pulled my trigger: now he’s dead.”
Lógicamente el contacto físico con el tipo me provocó una reacción peor en mi sistema adrenérgico, haciendo que el corazón se acelerase bruscamente, mientras mi cabeza buscaba “soluciones a esa situación” a toda velocidad. En un momento estaba sentado en una silla, mientras no me atrevía a emprender ninguna acción, y era atendido por el violador y el resto de gente en el bar: estaba jodido, ya no podía encargarme del asunto como pretendía hacerlo.
Al pensar que estaba sufriendo un ataque al corazón, quisieron llamar a una ambulancia. Les dije que no, que ya me encontraba bien y que no era nada. El tipo era de los que no soltaban con facilidad, y se empeñó en acompañarme a casa. Le dije que no era necesario, que tenía el coche fuera, pero él contestó que no se quedaba tranquilo con lo que había visto y que no le costaba nada asegurarse de que llegaba a mi destino. Así que 5 minutos después estaba conduciendo hacía mi hostal, escoltado por el tipo al que había ido a matar.
Aunque había pasado ya el peor momento, no se me iba de la cabeza la letra de la canción de Queen y, en cierta forma, deseaba ser yo quien la pudiera entonar: ya le maté. Pero la realidad es que era él quien estaba detrás mío. Pensar eso me puso nervioso y cogí el arma. Hice una señal con las luces de emergencia y paramos el coche en un arcén. Bajé del coche con el arma amartillada, pensando en dispararle y largarme cuanto antes: cada minuto que pasaba allí estaba aumentando las probabilidades de enfrentar una condena legal. Cuando llegaba a la altura de su ventanilla, con un dedo en el gatillo y la mano en el bolso de mi abrigo, el corazón estaba cabalgándome como si me hubiera caído en una marmita llena de anfetaminas.
Para rizar el rizo, un coche de la Guardia Civil apareció por detrás. Preguntaban si necesitábamos ayuda, ya que estábamos parados en el arcén con las luces de emergencia y sin señalizar con triángulos aún. Les dije amablemente que no, que me había encontrado indispuesto y que se habían ofrecido a acompañarme, pero que como me encontraba ya bien había parado para decírselo al buen samaritano. Diciéndole eso a la Guardia Civil mientras no era capaz de sacar el dedo del gatillo -ni la mano del bolsillo- por miedo a que se notase que llevaba un arma.
Insistentemente rechacé toda ayuda y me fui sólo a mi hura. Había estado a punto de matar al tipo para ser cazado por la Guardia Civil en el mismo instante: era el momento de parar. Al menos ya tenía una idea clara de a qué me enfrentaba, pero había perdido todo “factor sorpresa”. Encima había sido atendido por el tipo y más gente en el bar; hacerlo hubiera sido suicida, pero no se llega a pensar con claridad en un momento así. Mi sistema cardíaco estaba a punto de pedir la baja temporal -bajo riesgo de petar en cualquier instante- porque había subestimado mi respuesta orgánica ante algo así.
Tener claro que vas a matar a alguien es un requisito para hacer las cosas bien, si es lo que vas a hacer, pero si bien eso ayuda a matizar las intenciones no reduce la respuesta fisiológica. Supongo que ante algo así, sólo quien mate con cierta frecuencia -o el psicópata disociado de las emociones puede verse inmunizado.
Decidí, tras dormir malamente, que tenía que buscar ayuda. En todo el proceso no lo había hecho antes porque siempre tuve claro que si levantaba la liebre, quedaba marcado para encargarme yo del asunto. Pero yo solo no podía ya o se complicaba mucho la cosa. ¿A quién podía recurrir? Pensé en las personas que me dirían que sí a echarme una mano, pero no quise implicar a nadie: era mayorcito para encargarme de lo mío. Pensé en el hermano de Lucía, sin saber si conocía la historia de su violación, y deseché la idea porque siempre me había parecido un flojo de pantalón.
Finalmente llegué a él: su exnovio. Habiendo sido pareja suya, habiendo mantenido relaciones con ella, debía conocer las marcas y debía conocer la historia. Haber tenido que relacionarte cada noche con el recuerdo de una violación y una violencia atroz contra una cría, no es un plato de buen gusto ni sencillo de tragar. Estar manteniendo relaciones y notar como tu polla pega en la cicatriz donde casi puedes notar los dientes con el glande, duele. Acariciar su culo y no saber si acercar la mano o alejarla de la zona, duele. Besar su cuerpo y “saltar” esa zona porque no quieres mezclar el odio que puedes sentir con un momento de intimidad con tu pareja, duele. Tener presente a un miserable violador cada vez que tocas a tu pareja, duele, cansa y marca en tu psique como marcó la nalga de su víctima con su mandíbula…
Vivíamos por entonces por la época del Messenger, y no recuerdo bien cómo es que yo tenía la dirección del chico, pero la tenía. No tuve que entrar en el correo de Lucía para tomarla, y no recuerdo ahora si habíamos cruzado palabra antes pero tiendo a pensar que sí, por la calma con la que discurrió aquella conversación clave. Le abordé -digitalmente- y le pedí que me dedicase unos minutos de tiempo, cuando pudiera dedicármelos. Al cabo de una hora estaba hablando con él. Le conté por encima el asunto, tras comprobar que él era conocedor de la violación y sus actores, y tras unas cuantas comprobaciones -por parte de ambos- él se puso a mi disposición. Tenía alguien delante que no parecía echarse atrás, ni sabiendo que esto terminaría con un cadáver en nuestras manos: eso me sorprendió gratamente.
Entendía al igual que yo, que había quedado marcado por mi reacción cardíaca y, después, con la Guardia Civil parándose al ver los coches en el arcén. Y que -de seguir adelante- necesitaría apoyo. Esa clase de apoyo que no puedes contar a nadie y que te implica en un asunto muy grave. El tipo los tenía puestos en su sitio, desde luego. Y en un contexto así, de cierta confianza entre dos varones que como único nexo tenían su relación con la misma mujer en tiempos distintos, fue como solté la frase que partió el huevo.
En un momento en que el tema de la conversación era Lucía, le dije:
“Anda, que ya te vale a ti -después de tanto tiempo- seguir encoñado con ella…”
“¿A qué viene eso?” me replicó.
“Me ha contado lo que le dijiste tras la comida que tuvisteis el otro día, en Toledo.” le espeté, confiado.
Y así llegó la bomba: “¿De qué comida hablas? Yo hace más de 2 años que no veo a Lucía…”
“Anda, que ya te vale a ti -después de tanto tiempo- seguir encoñado con ella…”
“¿A qué viene eso?” me replicó.
“Me ha contado lo que le dijiste tras la comida que tuvisteis el otro día, en Toledo.” le espeté, confiado.
Y así llegó la bomba: “¿De qué comida hablas? Yo hace más de 2 años que no veo a Lucía…”
¿Cómo? ¿Perdón? ¿Quién me estaba mintiendo? No tenía sentido que él me mintiera en algo así, pero la otra opción era que mi pareja me había estado engañando durante un largo tiempo, haciéndome creer que tenía una relación que no tenía, y que mantenía encuentros que eran inexistentes.
Al leerle no tuve duda de que me estaba diciendo la verdad, pero que tenía que dejar de fiarme de mis impresiones y verificar cada dato y paso; era algo que no había hecho -en varios aspectos- debido al vértigo de la situación y a la fuente de la que provenía la información, que era mi propia pareja. Le pregunté si estaba dispuesto a confrontar a Lucía con eso que me estaba diciendo, y aceptó.
Dos horas después, con toda la calma del mundo para no alertarla previamente, Lucía se conectaba en la noche para hablar por el Messenger. Tras un par de frases vacías como saludo y lubricante, no me pude contener más. Le pregunté algo -no recuerdo qué- sobre lo que me había contado de esa última vez que – según ella- se había visto para comer con su exnovio, y ella me contestó con toda normalidad. Al momento entró él en la conversación y repetí la pregunta, añadiendo al final la coletilla (innecesaria) que decía: “…porque tú el otro día has ido a comer con tu exnovio a Toledo, verdad?”
Ella al verse descubierta en esa mentira, se vino abajo. Empezó a llorar y a llamarme compulsivamente por teléfono para intentar frenar lo que pudiera ser mi reacción. Pero yo estaba golpeado por la contundencia de la información a procesar, y sólo quería saber una cosa: ¿era cierto lo del violador?
Yo no había puesto en tela de juicio la historia de Lucía -y era normal cuando había tenido que convivir con las cicatrices de su violación- y lo que viví esas semanas fue totalmente de psicosis. Supongo que al descartarse la opción de la policía para enfrentar el asunto, di por buena la información de partida sin entrar a cerciorarme por mí mismo de lo que estaba pasando.
Sólo había creído a mi pareja, que ya era una víctima de violación…
Finalmente confesó: lo del violador era mentira. Si bien la historia de su violación a los 17 años permanecía como cierta -y en eso todos los relatos eran comunes- el hecho de que hubiera aparecido de nuevo en su vida y con la pretensión de causarle daño o abusar de ella, era falso. Simplemente, había hecho toda esa interpretación teatral -que incluyó días y días en una asociación de mujeres acompañada hasta la puerta por mí- para crearme un falso miedo que lograse volverme hiperprotector y obsesivamente dependiente de su situación. Había intentado darme celos hablándome de su exnovio y contándome que iba a cenar o a comer con él, pero al no causar efecto alguno había decidido ir más lejos: crear una amenaza jodidamente real sin que existiera.
Esa era la razón de que lo que ella quería que yo hiciera era “nada”. No quería cargar con un muerto en su conciencia y quería poder seguir exprimiendo lo que aquella situación le daba.Yo había contemplado horas y horas de charla con una psicóloga a través de los cristales de una asociación en una gran ciudad.
¿Qué había estado sucediendo allí, si el asunto del violador no era real? Pues que me puso de maltratador ante la psicóloga que creía estar tratándola. Al parecer -tampoco quise profundizar mucho en esta información, ya que era redundantemente doloroso- explicó que yo la acompañase a tratamiento, cada día y la esperase sin moverme de la puerta, diciendo que era un controlador obsesivo y celoso que no la dejaba sola ni a tiros. ¡Toma! Viviendo una mentira por dos lados para conseguir la atención -que ya tenía, pero no en modo suficiente parece ser- de un hombre, que ya era su pareja y no estaba viéndose con ninguna otra. ¿Tenía sentido aquello?
Mentir en algo como que volvías a ser la víctima de un depredador humano para provocar un miedo lógico en tu pareja y así poderle tenerle en un estado de tensión constante y siempre dispuesto a atenderte. Era suficientemente duro como para minar la confianza del tío más pintado y, en mi caso, para plantearme si Lucía no necesitaba tratamiento psiquiátrico por lo que me había hecho.
No volví a verla. Aun así, antes de irme totalmente de su lado, conseguí hablar con su madre y exponerle todo lo que había pasado, ya que entendía que era algo patológico y muy grave lo que a Lucía le podía estar ocurriendo pero que yo había quedado totalmente fuera de juego: había quedado inhabilitado para estar a su lado, con un mínimo grado de confianza. Lo que no le dije a su madre es que podía haber matado a un hombre, que a día de hoy no puedo saber si realmente era el violador original y que – realmente- fue mi culpa haber llegado a ese extremo por no haber comprobado cada uno de los puntos de la historia: me hubiera bastado con comprobar que esa llamada no se había producido y que era inexistente el rastro telefónico de aquella supuesta nueva agresión.
¿Pero dudarías de tu pareja si te hubieras visto en mis zapatos?