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sábado, 17 de junio de 2017

Es la hora: tenemos que matarte.

Este texto fue publicado en el portal Cannabis.es, unos días después del Día Internacional de los Derechos Humanos. Es un relato "novelado" pero basado en hechos, por desgracia, absolutamente reales. El problema moral que se plantea aquí, ya no es siquiera si matar a otro ser humano es correcto o no (fuera de la autodefensa), sino lo atroz de la forma en que aplicamos esas sentencias de muerte y las razones -paradójicas- que han llevado a ello.

Sigo pensando que, en general y como especie, aún no hemos tocado fondo: siempre se puede cavar más bajo.


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Es la hora. No podemos retrasarlo más: hay que hacerlo ya”- se escuchó claramente colarse, como un reptil, dentro del silencio estruendoso que era la naturaleza del medio, alli dentro en la “Cámara de espera”. Al menos, así era la mayor parte del tiempo. 

Cámara de espera” era el nombre del receptáculo, frío y aséptico cual cuarto de baño, únicamente creado para que nadie -salvo el vigilante de guardia- tenga que soportar la desesperación absoluta de un ser, atado de pies y manos por correas de cuero, que va a morir -si tiene suerte- breves instantes después.
La llamábamos la “Cámara de la locura”, porque allí los funcionarios éramos forzados a observarles siempre sin intervenir salvo que el reo encontrase la forma de liberarse, o de intentar quitarse la vida antes del momento legalmente establecido para ello; nadie se puede hacer una idea completa de las cosas que presenciábamos, cuando delante tienes a un ser que espera a que le maten en cuanto le saquen de esa sala. 


Sólo se conocía un caso en que un reo hubiera salido con vida -y siguiera con vida a día de hoy- tras entrar en una de esas salas: el complejo caso de Romell Broom, que aguantó -durante 2 horas- las drogas que le dieron, sin morir. Y fue precisamente su caso el que disparó la revisión de los fármacos usados para matar, sin atender a que el fallo fue una mala colocación de la vía intravenosa -acabó siendo intramuscular- lo que causó que no surtieran efecto las drogas administradas.
Un dolor en mi espalda, tensa como reaccionando a esa frase que ofendía aquel primigenio silencio, me trajo de vuelta a la realidad. Me llegaba -de nuevo- el momento de conducir a un hombre a su muerte: nunca podré explicarme, con suficiente claridad, cómo llegué a ocupar este puesto de trabajo. Y era tarde -de nuevo- para situarme ante tamaños dilemas morales: tenía que llevarle a la sala blindada para que, los testigos por parte de familiares y otros representantes del estado (ya que la prensa no solía ser bien recibida), pudieran observar su muerte como parte de la justicia dictada.
Este reo – condenado por asesinar a una dependienta durante un atraco- estaba relativamente tranquilo. No rezaba ni maldecía, no murmuraba nada, y apenas le escuchaba la respiración: agitada por momentos y calmada a otros. Pensé que era mi día de suerte por no enfrentarme a un mal trago -de nuevo- llevándole a una muerte no deseada, y pensé que tal vez anhelaba este instante.
Entonces una pregunta desbarató el momento: “Oye... ¿con qué me van a matar finalmente?”
Mediante sus abogados, provenientes de grupos de derechos humanos y civiles, había presentado todo tipo de apelaciones y la última versaba sobre las drogas con las que le ejecutarían. En realidad, él había sido una marioneta que firmaba papeles presentados por terceros, sin tener esperanza -ni tal vez deseo- de que le evitasen la pena capital.
Todos los funcionarios en la prisión estábamos al tanto de esa apelación, que cuestionaba la constitucionalidad de matar a una persona con unas determinadas drogas, en lugar de con otras distintas. Y en su esencia nos parecía estúpida, pero la inmensa mayoría deseábamos que prosperase para no tener que participar en más ejecuciones. 
Mi voz se quebró al tener que contestarle -me sentí incapaz de negarle, por derecho, dicha información- aunque podía haber llamado al médico para que se la facilitase. “Midazolam y un mórfico; no es una mala forma de dormir...” - dije, intentando sonar balsámico en mis palabras y evitar toda alusión trágica que empeorase sus reacciones emocionales y, por ende, fisiológicas.
“No funcionará bien. Que te den un 'valium', antes de chutarte una sobredosis de heroína, no basta para que...” -hizo una leve pausa mientras espiraba- “...duermas rápida y tranquilamente.” - sentenció sin alterarse en ningún fonema de la frase.
Agradecí que utilizara el verbo dormir en su contestación y -con un nudo en la garganta- aguanté el tipo sabiendo que su respuesta era cierta: el nuevo método usado, en lugar del tradicional 'Protocolo Chapman' con barbitúricos, no estaba pensado para matar rápida y efectivamente, sino para ayudar a morir -en la cama, con calma- a un paciente en fase terminal. De haber sido yo o cualquier ser querido el condenado, hubiera preferido el pelotón de ejecución.
La agonía, que comenzó instantes después, duró 13 eternos minutos en los que su cuerpo -a pesar del estado de aceptación con que llegó- se defendió de la muerte como pudo, revolviéndose y moviendo los brazos, apretando los puños, tosiendo e intentando aspirar una brizna extra de aire que le mantuviera con vida unos segundos más: algo así nunca habría sucedido con el original “Protocolo Chapman”.
Así ha sido la muerte -en vísperas de la celebración del Día Internacional de los Derechos Humanos- de Ronald Bert Smith: un alcohólico de 45 años con un cargo de asesinato, sobre el que 7 miembros del jurado decidieron que “debía pudrirse en la cárcel” y 5 decidieron que “debía morir”. 

Pero, en un acto sólo permitido por la inexplicable legislación penal de Alabama, el juez del caso decidió pasarse el veredicto del jurado (cadena perpetua) por el arco del triunfo, y le prescribió al reo unas inyecciones para terminar con su vida: pena de muerte como sentencia, que se aplicó hace días, 22 años después de los hechos.
Lejos de entrar en el debate sobre la conveniencia, utilidad, moralidad o cualquier otra consideración sobre la pena de muerte, este texto busca concienciar sobre otro hecho más básico: no estamos matando bien a los condenados. La propia prensa usana, acostumbrada a este tipo de eventos, califica varias ejecuciones ocurridas en los últimos tiempos como “chapuzas y carnicerias”. Y no es para menos, en vista de algunos de los últimos casos.
¿Qué es lo que está fallando? Pues que andan cortos del fármaco más utilizado -y con el que más experiencia se tiene- para matar: el omnipresente pentotal sódico que cualquier veterinario lo tiene a mano y en grandes dosis, al ser el usado en la eutanasia animal. Y también en los hospitales, ya que es el fármaco de preferencia para la inducción del coma -necesario como tratamiento- y el único barbitúrico que se sigue usando en anestesia. O en su defecto, otro barbitúrico: el pentobarbital, al que se le puede dar el mismo uso. 

Los distintos estados en USA, en concreto el sistema penitenciario, se ven cortos de un fármaco del que -en realidad- tienen cantidades ingentes. Están tan cortos de estos fármacos, que las organizaciones que luchan contra la pena de muerte, tienen contabilizadas hasta las dosis restantes.
¿Qué sentido tiene semejante paradoja? Ninguno. Es tan sólo una consecuencia de la suma de dos vectores actuando: la kafkiana guerra contra las drogas y sus obtusas regulaciones más el activismo contra la pena de muerte al fijar como objetivo a las empresas farmacéuticas, que vendían dichos productos al departamento de prisiones. Esto ha llevado a que algunos estados “blinden en contratos secretos” a los proveedores, o que tengan que recurrir a la “síntesis a medida” solicitada a fabricantes conocidos como “compounding pharmacies”, cuyos estándares están por debajo de lo habitual -causa esta de ulteriores recursos a su vez- y se usan sólo en casos muy concretos.
Desde el año 2006, la ley en USA permite a los condenados a pena de muerte cuestionar la constitucionalidad de dicha pena, cosa que hasta entonces no se permitía. Este cambio llevó a establecer todo tipo de recursos legales, para detener o retrasar lo más posible las ejecuciones de los condenados. 

Por un lado, el activismo contra la pena de muerte, aprovechó los errores sucedidos en las ejecuciones para luchar -estilo “todo vale”- contra las mismas. En ese proceder, apuntó contra los fármacos usados, cuestionando el “protocolo Chapman”. Este protocolo -creado por un médico y un cura buscando la forma más efectiva de matar sin causar sufrimiento- fue la aplicación médica y compasiva de los conocimientos disponibles, alcanzando con notable éxito su propósito. El hecho de que fuera cuestionado legalmente, no respondía tanto al protocolo en sí, como a recovecos legales usados y explotados para evitar ejecuciones.
Por otro lado, las empresas que vendían los fármacos usados (curiosamente, sólo las que vendían el barbitúrico) se vieron en el punto de mira del movimiento activista, relacionándoles públicamente con los aspectos más desagradables de una ejecución, a lo que respondieron de la forma más lógica: negándose a vender más drogas para utilizar en ejecuciones. 

Como esas sustancias son vendidas al departamento de prisiones en lugar de a instalaciones veterinarias o médicas, resulta sencillo negarles el acceso -al menos de forma oficial- a la droga. Y como el sistema legal, para adquirir cualquier sustancia que esté fiscalizada por las regulaciones sobre fármacos en USA, tiene una serie de exigencias que cumplir -como que los fármacos sean fabricados con estándares de seguridad para su uso en humanos, aunque estén destinados a matarles- a las prisiones se les hizo cuesta arriba obtener suficientes drogas para matar a sus condenados. 

El caos que todo esto llegó a causar -en el estricto protocolo seguido para matar por orden judicial- hizo que en una ejecución el condenado estuviera más de media hora vivo -tras la final inyección que debía detener su corazón en el acto- porque en realidad fue ejecutado con un compuesto equivocado, que le mató mediante un doloroso envenenamiento en lugar de instantáneamente.
Una de las reacciones, que estos nuevos problemas provocaron, fue que los estados recurrieran a disposiciones legales que abrían nuevas vías para matar o que volvían a instaurar algunas ya en desuso durante décadas. 

Entre las viejas glorias redescubiertas, estaban el pelotón de fusilamiento o la silla eléctrica, autorizados para prever situaciones en que las prisiones no puedan acceder a los fármacos necesarios. 
¿De veras se puede considerar eso un avance, en lo que les espera a los presos, frente al uso de un protocolo que bien aplicado no tiene apenas fallos? ¿La silla eléctrica de nuevo? ¿En serio?
Entre los nuevos protocolos, para matar por parte de los estados, se empezaron a explorar otros compuestos -con una, dos o tres drogas, en un sinfín de variaciones- y se dio permiso para emplear a falta de otras opciones, “la asfixia con nitrógeno”

Se desarrollaron planes para usar propofol -suspendidos a última hora por las presiones del laboratorio europeo que lo fabrica- o fentanilo en dosis masivas, como droga única o combinado, para provocar la muerte combinado de forma rápida e indolora. 

Resulta especialmente paradójico al mencionar el fentanilo, darse cuenta de los problemas que está encontrando el estado para matar a sus condenados, mientras que la misma sociedad es golpeada por una cifra récord de muertes debidas a drogas, tanto legales como ilegales.

Ha quedado suficientemente claro -a estas alturas- que los estado no cederán en desmontar la pena de muerte, allí donde esté implantada, por unas meras complicaciones a la hora de elegir la forma de matar.  Lo seguirán haciendo recurriendo a viejos o nuevos métodos si los activistas, con sus recursos legales y/o sociales, les impiden el uso de uno de ellos. 

Y esos métodos no parecen ser menos traumáticos para los condenados que el antiguo protocolo: un barbitúrico que deje al sujeto inconsciente y anestesiado -en la dosis que sea necesaria por la variabilidad de cada sujeto- seguido de una dosis de un paralizante muscular -que detiene los pulmones y la respiración- rematado con una dosis de cloruro potásico, que paraliza el corazón, produciendo la muerte de forma efectiva y rápida: el 'Protocolo Chapman'.

Si el resultado del activismo contra la pena de muerte en USA es causar un mayor sufrimiento a los que enfrentan su ejecución, tal vez es el momento de replantear la forma en la que se pretende alcanzar el objetivo. 

El fin no justifica los medios y no podemos asumir causar muertes traumáticas, a unos cuantos sentenciados cuales víctimas colaterales, en un proceso “en esencia positivo” como es luchar por acabar con la pena de muerte. 

En ocasiones lo ideal es enemigo de lo bueno; es probable que este sea uno de esos casos.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Elige: o un chute o la silla eléctrica... para matarte.

Esta entrada sobre la pena de muerte y sus chapuzas en USA fue publicada en el portal Cannabis,es, y esperamos que haga un buen maridaje con la cenita de esta noche. ¿No me digáis que no es un tema estupendo para después de la cena de Navidad?

Eso, que disfrutéis mucho de vuestras familias: el gran invento de nuestra sociedad.
Sed felices, hoy.
:))

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Elige: 
o un chute o la silla eléctrica...
para matarte.

Me resulta difícil sentarme a escribir, cuando lo que tengo que escribir es un alegato a favor de la inyección letal, y en contra del activismo “poco inteligente” contra la pena de muerte.
Me siento, me levanto, me muevo como animal inquieto mientras hago lo posible por no empezar. Sé lo que tengo que escribir, pero no me gusta y me revuelvo: supongo que es el efecto de intentar ponerte en la piel de alguien a quien van a matar, de forma legal y con una liturgia perfectamente establecida.


Entiendo que cada vez que -como sociedad- empujamos el émbolo de la aguja, apretamos el gatillo, giramos la palanca o le damos al botón, estamos certificando nuestro propio fracaso: hemos fallado si no hemos encontrado otra forma de actuar que no sea matar a un ser humano indefenso. Levantamos acta -al levantar el cadáver- de nuestra propia miseria.
No voy a entrar a desgranar un rosario de datos sobre lo injusto de la pena de muerte, el número de errores que se cometen en el proceso y que dan como resultado la ejecución de inocentes. Sólo eso bastaría para que no se produjera una sola ejecución legal más. 
Tampoco voy a entrar -demasiado- en la anomalía estadística que es el grupo étnico (raza para algunos) de los ejecutados frente a su porcentaje en la sociedad: los blancos tienen mucho más cheque en blanco antes de pasar por las manos del matarife, no por ser menos criminales sino por disfrutar de un sistema hecho por y para ellos. 

Recordad que los negros -esclavos- fueron marcados en la constitución de los USA como “seres equivalentes a 3/5 de persona”. O lo que es similar: si matas a 5 negros, te cobramos sólo 3. Suena macarra, pero debe ser el lema de los maderos allí, en vista de los ciudadanos negros desarmados asesinados por disparos de policía. Dicen que lo de incluirles como 3/5 de persona” fue algo hecho “por su bien y para ayudarles a dejar de ser esclavos, pero sinceramente a mí suena a premio gordo entre las “Grandes Cagadas de la Humanidad”.
No voy a irme a ninguno de esos lugares comunes: no me gusta la pena de muerte en ningún caso. Pero entiendo que si, como sociedad, la vamos a aplicar debemos hacerlo de la mejor forma posible. ¿Parece lógico esperar eso en pleno siglo XXI, no? 


Cuando queremos matar, ya no ponemos a una persona en una parrilla sobre brasas, ni usamos 4 pares de caballos para desmembrar a alguien tirando en direcciones opuestas de sus brazos y piernas, ni les enterramos medio cuerpo en el suelo para coser a pedradas -en una fiesta grupal de autoafirmación moral- al reo... OH WAIT!! 


Bueno, aunque se sigue aplicando así la pena de muerte en muchos lugares del planeta, nosotros los europeos y los civilizados americanos, que somos algo más avanzados en ese aspecto, no lo hacemos así. ¡Nosotros no somos bárbaros, jolines!
Cuando se ha tratado de matar, en el pasado siglo y en el presente, de forma legal hemos recurrido a la horca, el fusilamiento, la cámara de gas (¿especialidad nazi?), la electrocución y hasta el garrote-vil o cómo meterte una barra de metal por la nuca hasta causarte la muerte. Hemos ido adaptándonos a los tiempos en esto de matar. Tanto que en el año 1977, en USA, un examinador médico llamado Jay Chapman propuso que, si teníamos que matar, lo hiciéramos de la forma menos cruel posible. 
¿Suena bien? Debería, porque un cura llamado Bill Wiseman se encargó de que eso se plantease legalmente y saliera adelante en el sistema legal de USA. De esta forma nació el “Protocolo Chapman”, que era la forma menos cruel de matar a alguien dentro de lo que la ciencia del momento nos podía mostrar.


El “Protocolo Chapman” consistía en una dosis alta de un barbitúrico de acción ultra-corta (usados en anestesia), seguido de un medicamento que paralizaba la respiración y otro que paralizaba el corazón. No siempre salían las cosas como en la teoría, pero en general no era una mala forma de matar (desde el punto de vista del que va a morir). Y en 1982, Charles Brook se convirtió en la primera persona en ser ejecutada de esta forma “compasiva”.
Aunque entrecomillo lo de compasiva, no dejaba de ser el intento honesto de unas personas que no querían ver sufrir a alguien más allá de lo lógico cuando alguien enfrenta su muerte. Y no era para menos, porque hasta entonces las muertes eran todas mucho más traumáticas. Especialmente un par de ellas. Una es la cámara de gas: un invento de USA, usado desde 1924 hasta el año 1999 para matar gente legalmente. El primer ejecutado por cámara de gas era un mafioso de origen chino llamado Gee Jon, que aunque apeló contra el asunto porque no veía claro lo de morir así, no le hicieron ni puto caso. El estado determinó que -siendo científicos y tal- había que matarle con la forma más moderna de morir, que en este caso creían que era el ahogamiento con gas venenoso.


Cómo el estado es así de simpático, para llevar a cabo el moderno método de ejecución, intentó bombear veneno (el mismo que usaron los nazis, por cierto) en la celda de Gee mientras estaba dormido, pero lógicamente el veneno se salía de la celda. Así que ni cortos ni perezosos, inventaron la “cámara de gas”, ad hoc para cargarse a ese tipo de forma moderna y ya... pues la dejaron inventada, ¿no? Así comenzaba su historia y duraba casi un siglo, porque aunque no se ha vuelto a usar sigue siendo legal en algunos estados, y desde 1979 se han matado -todavía- a 11 personas con este método.
El otro método “científico” data del siglo XIX, y de la “guerra de la electricidad” entre Tesla y Edison. Como Tesla apoyaba la corriente alterna (AC) y Edison la corriente continua (DC), pues el segundo se las arregló para ser llamado por los legisladores y consiguió recomendar que, para la silla eléctrica -el método científico del XIX- se usase la corriente de su competidor. De esta forma intentó que la gente asociase la corriente alterna con la muerte para dañar a Tesla, encargando también un generador de la competencia (Westinghouse) para causar más daño a su imagen. 
Realmente el método lo inventó un borracho que se las apañó para joder una lámpara de arco que hacía de farola (como las de sodio actuales) y LAMER el cátodo y el ánodo, electrocutándose en el acto. Lo hizo porque, esa mañana trabajando con algo eléctrico, había sentido una sensación como cosquillas al entrar en contacto con una pequeña tensión eléctrica.
Sorprendidos todos por lo bien que mataba y sin dejar casi marca, lo elevaron a método capital y lo montaron sobre una silla de madera con correas para atar al reo. La cosa no tenía mucha complicación: un tipo al que le enchufaban un porrón de amperios a un buen voltaje para freírle. Como podéis imaginar, haciendo eso puede ocurrir de todo: desde que el cuerpo empiece a arder, a que le exploten los ojos, a incluso que no mate al preso. De hecho, hubo en caso en el que la silla eléctrica no mató al reo, y aunque él y su abogado alegaron que “ya se había aplicado la sentencia de electrocución” -y era cierto- un tribunal se lo tragó, pero el siguiente dijo que “había que repetir”. En esa ocasión, ya no fallaron.
Por cosas así, se inventó la inyección letal. No tiene sentido hacer sufrir a un ser vivo si el objetivo es -simplemente- matarle. Así, la inyección letal se acabó convirtiendo en el método habitual de ejecución en USA, aunque no se dejaron de usar los demás totalmente. Y cuando en Europa abolimos la pena de muerte, decidimos que los demás tenían que hacerlo también, así que nos pusimos a luchar contra la pena de muerte en USA. ¿Cómo? Pues luchando contra el fármaco que se usa para matar a los presos.
¿Suena estúpido? Lo es, mucho. 

Equivale a querer detener a los asesinos que usan armas de fuego, insultando a los fabricantes de balas y a los productores de plomo. Así de estúpido es lo que se hizo. Y el resultado fue catastrófico: los laboratorios farmacéuticos, conscientes de que suministrar los barbitúricos para matar les hacía salir feos en la foto -ya se negaron en 1924 a facilitar el veneno para la cámara de gas por la misma razón- y viéndose presionados, empezaron a presionar ellos. Se negaron en muchos casos a suministrar barbitúricos para ese fin, a pesar de ser medicamentos que existen en cualquier hospital con quirófano.
Cada estado -en USA- reaccionó como pudo. Algunos decidieron sintetizar ellos mismos la droga para las ejecuciones (incluso la vendieron a otros estados). Pero otros pasaron a probar con otros fármacos: una mezcla de benzodiacepinas y opioides, que es una buena forma de encarar una suave eutanasia pero una mala forma de enfrentar una “rápida y limpia ejecución”. No funcionan igual de bien que los barbitúricos, que para matar parecen tener pocos rivales (son las sustancias más buscadas para fines suicidas en los mercados de Internet).
Algunos presos y sus abogados, decidieron explorar esta vía como defensa legal ante la pena de muerte impuesta, argumentando que “era una forma de castigo cruel e injusta [morir así]”. Y el estado volvió a reaccionar como pudo y supo: “¿no queréis que os ejecutemos con drogas? OK, como vosotros prefiráis”. 

De esta manera llegamos hasta la noticia que ha provocado este texto: cansados de lidiar con presos sentenciados que no se dejan matar, los estados están re-adoptando “viejas formas de matar”. Y están activando planes B por si se quedan sin drogas (debido al activismo y la presión contra los laboratorios) o por si algún reo se queja de que matar con una inyección es inhumano.
Hay 2 cosas que todo juez debería ser obligado a presenciar: la muerte de cada uno de sus condenados a morir y la muerte de aquellos a los que les negó el acceso a una muerte digna. 

No podemos olvidar que todo esto, silla eléctrica, cámara de gas, ahorcamiento o fusilamiento -y la compasiva inyección letal- son la respuesta que como sociedad damos a ciertos problemas, mientras no tenemos problema en negarle el acceso a una muerte elegida a ciudadanos que no han causado daño a nadie.

Paradójica justicia.
...y justicia para todos”.



* Recomiendo para los interesados en los datos sobre la pena de muerte en USA, la página de http://www.deathpenaltyinfo.org/ con su recopilación de casos y su buscador específico.