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sábado, 17 de junio de 2017

Es la hora: tenemos que matarte.

Este texto fue publicado en el portal Cannabis.es, unos días después del Día Internacional de los Derechos Humanos. Es un relato "novelado" pero basado en hechos, por desgracia, absolutamente reales. El problema moral que se plantea aquí, ya no es siquiera si matar a otro ser humano es correcto o no (fuera de la autodefensa), sino lo atroz de la forma en que aplicamos esas sentencias de muerte y las razones -paradójicas- que han llevado a ello.

Sigo pensando que, en general y como especie, aún no hemos tocado fondo: siempre se puede cavar más bajo.


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Es la hora. No podemos retrasarlo más: hay que hacerlo ya”- se escuchó claramente colarse, como un reptil, dentro del silencio estruendoso que era la naturaleza del medio, alli dentro en la “Cámara de espera”. Al menos, así era la mayor parte del tiempo. 

Cámara de espera” era el nombre del receptáculo, frío y aséptico cual cuarto de baño, únicamente creado para que nadie -salvo el vigilante de guardia- tenga que soportar la desesperación absoluta de un ser, atado de pies y manos por correas de cuero, que va a morir -si tiene suerte- breves instantes después.
La llamábamos la “Cámara de la locura”, porque allí los funcionarios éramos forzados a observarles siempre sin intervenir salvo que el reo encontrase la forma de liberarse, o de intentar quitarse la vida antes del momento legalmente establecido para ello; nadie se puede hacer una idea completa de las cosas que presenciábamos, cuando delante tienes a un ser que espera a que le maten en cuanto le saquen de esa sala. 


Sólo se conocía un caso en que un reo hubiera salido con vida -y siguiera con vida a día de hoy- tras entrar en una de esas salas: el complejo caso de Romell Broom, que aguantó -durante 2 horas- las drogas que le dieron, sin morir. Y fue precisamente su caso el que disparó la revisión de los fármacos usados para matar, sin atender a que el fallo fue una mala colocación de la vía intravenosa -acabó siendo intramuscular- lo que causó que no surtieran efecto las drogas administradas.
Un dolor en mi espalda, tensa como reaccionando a esa frase que ofendía aquel primigenio silencio, me trajo de vuelta a la realidad. Me llegaba -de nuevo- el momento de conducir a un hombre a su muerte: nunca podré explicarme, con suficiente claridad, cómo llegué a ocupar este puesto de trabajo. Y era tarde -de nuevo- para situarme ante tamaños dilemas morales: tenía que llevarle a la sala blindada para que, los testigos por parte de familiares y otros representantes del estado (ya que la prensa no solía ser bien recibida), pudieran observar su muerte como parte de la justicia dictada.
Este reo – condenado por asesinar a una dependienta durante un atraco- estaba relativamente tranquilo. No rezaba ni maldecía, no murmuraba nada, y apenas le escuchaba la respiración: agitada por momentos y calmada a otros. Pensé que era mi día de suerte por no enfrentarme a un mal trago -de nuevo- llevándole a una muerte no deseada, y pensé que tal vez anhelaba este instante.
Entonces una pregunta desbarató el momento: “Oye... ¿con qué me van a matar finalmente?”
Mediante sus abogados, provenientes de grupos de derechos humanos y civiles, había presentado todo tipo de apelaciones y la última versaba sobre las drogas con las que le ejecutarían. En realidad, él había sido una marioneta que firmaba papeles presentados por terceros, sin tener esperanza -ni tal vez deseo- de que le evitasen la pena capital.
Todos los funcionarios en la prisión estábamos al tanto de esa apelación, que cuestionaba la constitucionalidad de matar a una persona con unas determinadas drogas, en lugar de con otras distintas. Y en su esencia nos parecía estúpida, pero la inmensa mayoría deseábamos que prosperase para no tener que participar en más ejecuciones. 
Mi voz se quebró al tener que contestarle -me sentí incapaz de negarle, por derecho, dicha información- aunque podía haber llamado al médico para que se la facilitase. “Midazolam y un mórfico; no es una mala forma de dormir...” - dije, intentando sonar balsámico en mis palabras y evitar toda alusión trágica que empeorase sus reacciones emocionales y, por ende, fisiológicas.
“No funcionará bien. Que te den un 'valium', antes de chutarte una sobredosis de heroína, no basta para que...” -hizo una leve pausa mientras espiraba- “...duermas rápida y tranquilamente.” - sentenció sin alterarse en ningún fonema de la frase.
Agradecí que utilizara el verbo dormir en su contestación y -con un nudo en la garganta- aguanté el tipo sabiendo que su respuesta era cierta: el nuevo método usado, en lugar del tradicional 'Protocolo Chapman' con barbitúricos, no estaba pensado para matar rápida y efectivamente, sino para ayudar a morir -en la cama, con calma- a un paciente en fase terminal. De haber sido yo o cualquier ser querido el condenado, hubiera preferido el pelotón de ejecución.
La agonía, que comenzó instantes después, duró 13 eternos minutos en los que su cuerpo -a pesar del estado de aceptación con que llegó- se defendió de la muerte como pudo, revolviéndose y moviendo los brazos, apretando los puños, tosiendo e intentando aspirar una brizna extra de aire que le mantuviera con vida unos segundos más: algo así nunca habría sucedido con el original “Protocolo Chapman”.
Así ha sido la muerte -en vísperas de la celebración del Día Internacional de los Derechos Humanos- de Ronald Bert Smith: un alcohólico de 45 años con un cargo de asesinato, sobre el que 7 miembros del jurado decidieron que “debía pudrirse en la cárcel” y 5 decidieron que “debía morir”. 

Pero, en un acto sólo permitido por la inexplicable legislación penal de Alabama, el juez del caso decidió pasarse el veredicto del jurado (cadena perpetua) por el arco del triunfo, y le prescribió al reo unas inyecciones para terminar con su vida: pena de muerte como sentencia, que se aplicó hace días, 22 años después de los hechos.
Lejos de entrar en el debate sobre la conveniencia, utilidad, moralidad o cualquier otra consideración sobre la pena de muerte, este texto busca concienciar sobre otro hecho más básico: no estamos matando bien a los condenados. La propia prensa usana, acostumbrada a este tipo de eventos, califica varias ejecuciones ocurridas en los últimos tiempos como “chapuzas y carnicerias”. Y no es para menos, en vista de algunos de los últimos casos.
¿Qué es lo que está fallando? Pues que andan cortos del fármaco más utilizado -y con el que más experiencia se tiene- para matar: el omnipresente pentotal sódico que cualquier veterinario lo tiene a mano y en grandes dosis, al ser el usado en la eutanasia animal. Y también en los hospitales, ya que es el fármaco de preferencia para la inducción del coma -necesario como tratamiento- y el único barbitúrico que se sigue usando en anestesia. O en su defecto, otro barbitúrico: el pentobarbital, al que se le puede dar el mismo uso. 

Los distintos estados en USA, en concreto el sistema penitenciario, se ven cortos de un fármaco del que -en realidad- tienen cantidades ingentes. Están tan cortos de estos fármacos, que las organizaciones que luchan contra la pena de muerte, tienen contabilizadas hasta las dosis restantes.
¿Qué sentido tiene semejante paradoja? Ninguno. Es tan sólo una consecuencia de la suma de dos vectores actuando: la kafkiana guerra contra las drogas y sus obtusas regulaciones más el activismo contra la pena de muerte al fijar como objetivo a las empresas farmacéuticas, que vendían dichos productos al departamento de prisiones. Esto ha llevado a que algunos estados “blinden en contratos secretos” a los proveedores, o que tengan que recurrir a la “síntesis a medida” solicitada a fabricantes conocidos como “compounding pharmacies”, cuyos estándares están por debajo de lo habitual -causa esta de ulteriores recursos a su vez- y se usan sólo en casos muy concretos.
Desde el año 2006, la ley en USA permite a los condenados a pena de muerte cuestionar la constitucionalidad de dicha pena, cosa que hasta entonces no se permitía. Este cambio llevó a establecer todo tipo de recursos legales, para detener o retrasar lo más posible las ejecuciones de los condenados. 

Por un lado, el activismo contra la pena de muerte, aprovechó los errores sucedidos en las ejecuciones para luchar -estilo “todo vale”- contra las mismas. En ese proceder, apuntó contra los fármacos usados, cuestionando el “protocolo Chapman”. Este protocolo -creado por un médico y un cura buscando la forma más efectiva de matar sin causar sufrimiento- fue la aplicación médica y compasiva de los conocimientos disponibles, alcanzando con notable éxito su propósito. El hecho de que fuera cuestionado legalmente, no respondía tanto al protocolo en sí, como a recovecos legales usados y explotados para evitar ejecuciones.
Por otro lado, las empresas que vendían los fármacos usados (curiosamente, sólo las que vendían el barbitúrico) se vieron en el punto de mira del movimiento activista, relacionándoles públicamente con los aspectos más desagradables de una ejecución, a lo que respondieron de la forma más lógica: negándose a vender más drogas para utilizar en ejecuciones. 

Como esas sustancias son vendidas al departamento de prisiones en lugar de a instalaciones veterinarias o médicas, resulta sencillo negarles el acceso -al menos de forma oficial- a la droga. Y como el sistema legal, para adquirir cualquier sustancia que esté fiscalizada por las regulaciones sobre fármacos en USA, tiene una serie de exigencias que cumplir -como que los fármacos sean fabricados con estándares de seguridad para su uso en humanos, aunque estén destinados a matarles- a las prisiones se les hizo cuesta arriba obtener suficientes drogas para matar a sus condenados. 

El caos que todo esto llegó a causar -en el estricto protocolo seguido para matar por orden judicial- hizo que en una ejecución el condenado estuviera más de media hora vivo -tras la final inyección que debía detener su corazón en el acto- porque en realidad fue ejecutado con un compuesto equivocado, que le mató mediante un doloroso envenenamiento en lugar de instantáneamente.
Una de las reacciones, que estos nuevos problemas provocaron, fue que los estados recurrieran a disposiciones legales que abrían nuevas vías para matar o que volvían a instaurar algunas ya en desuso durante décadas. 

Entre las viejas glorias redescubiertas, estaban el pelotón de fusilamiento o la silla eléctrica, autorizados para prever situaciones en que las prisiones no puedan acceder a los fármacos necesarios. 
¿De veras se puede considerar eso un avance, en lo que les espera a los presos, frente al uso de un protocolo que bien aplicado no tiene apenas fallos? ¿La silla eléctrica de nuevo? ¿En serio?
Entre los nuevos protocolos, para matar por parte de los estados, se empezaron a explorar otros compuestos -con una, dos o tres drogas, en un sinfín de variaciones- y se dio permiso para emplear a falta de otras opciones, “la asfixia con nitrógeno”

Se desarrollaron planes para usar propofol -suspendidos a última hora por las presiones del laboratorio europeo que lo fabrica- o fentanilo en dosis masivas, como droga única o combinado, para provocar la muerte combinado de forma rápida e indolora. 

Resulta especialmente paradójico al mencionar el fentanilo, darse cuenta de los problemas que está encontrando el estado para matar a sus condenados, mientras que la misma sociedad es golpeada por una cifra récord de muertes debidas a drogas, tanto legales como ilegales.

Ha quedado suficientemente claro -a estas alturas- que los estado no cederán en desmontar la pena de muerte, allí donde esté implantada, por unas meras complicaciones a la hora de elegir la forma de matar.  Lo seguirán haciendo recurriendo a viejos o nuevos métodos si los activistas, con sus recursos legales y/o sociales, les impiden el uso de uno de ellos. 

Y esos métodos no parecen ser menos traumáticos para los condenados que el antiguo protocolo: un barbitúrico que deje al sujeto inconsciente y anestesiado -en la dosis que sea necesaria por la variabilidad de cada sujeto- seguido de una dosis de un paralizante muscular -que detiene los pulmones y la respiración- rematado con una dosis de cloruro potásico, que paraliza el corazón, produciendo la muerte de forma efectiva y rápida: el 'Protocolo Chapman'.

Si el resultado del activismo contra la pena de muerte en USA es causar un mayor sufrimiento a los que enfrentan su ejecución, tal vez es el momento de replantear la forma en la que se pretende alcanzar el objetivo. 

El fin no justifica los medios y no podemos asumir causar muertes traumáticas, a unos cuantos sentenciados cuales víctimas colaterales, en un proceso “en esencia positivo” como es luchar por acabar con la pena de muerte. 

En ocasiones lo ideal es enemigo de lo bueno; es probable que este sea uno de esos casos.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Elige: o un chute o la silla eléctrica... para matarte.

Esta entrada sobre la pena de muerte y sus chapuzas en USA fue publicada en el portal Cannabis,es, y esperamos que haga un buen maridaje con la cenita de esta noche. ¿No me digáis que no es un tema estupendo para después de la cena de Navidad?

Eso, que disfrutéis mucho de vuestras familias: el gran invento de nuestra sociedad.
Sed felices, hoy.
:))

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Elige: 
o un chute o la silla eléctrica...
para matarte.

Me resulta difícil sentarme a escribir, cuando lo que tengo que escribir es un alegato a favor de la inyección letal, y en contra del activismo “poco inteligente” contra la pena de muerte.
Me siento, me levanto, me muevo como animal inquieto mientras hago lo posible por no empezar. Sé lo que tengo que escribir, pero no me gusta y me revuelvo: supongo que es el efecto de intentar ponerte en la piel de alguien a quien van a matar, de forma legal y con una liturgia perfectamente establecida.


Entiendo que cada vez que -como sociedad- empujamos el émbolo de la aguja, apretamos el gatillo, giramos la palanca o le damos al botón, estamos certificando nuestro propio fracaso: hemos fallado si no hemos encontrado otra forma de actuar que no sea matar a un ser humano indefenso. Levantamos acta -al levantar el cadáver- de nuestra propia miseria.
No voy a entrar a desgranar un rosario de datos sobre lo injusto de la pena de muerte, el número de errores que se cometen en el proceso y que dan como resultado la ejecución de inocentes. Sólo eso bastaría para que no se produjera una sola ejecución legal más. 
Tampoco voy a entrar -demasiado- en la anomalía estadística que es el grupo étnico (raza para algunos) de los ejecutados frente a su porcentaje en la sociedad: los blancos tienen mucho más cheque en blanco antes de pasar por las manos del matarife, no por ser menos criminales sino por disfrutar de un sistema hecho por y para ellos. 

Recordad que los negros -esclavos- fueron marcados en la constitución de los USA como “seres equivalentes a 3/5 de persona”. O lo que es similar: si matas a 5 negros, te cobramos sólo 3. Suena macarra, pero debe ser el lema de los maderos allí, en vista de los ciudadanos negros desarmados asesinados por disparos de policía. Dicen que lo de incluirles como 3/5 de persona” fue algo hecho “por su bien y para ayudarles a dejar de ser esclavos, pero sinceramente a mí suena a premio gordo entre las “Grandes Cagadas de la Humanidad”.
No voy a irme a ninguno de esos lugares comunes: no me gusta la pena de muerte en ningún caso. Pero entiendo que si, como sociedad, la vamos a aplicar debemos hacerlo de la mejor forma posible. ¿Parece lógico esperar eso en pleno siglo XXI, no? 


Cuando queremos matar, ya no ponemos a una persona en una parrilla sobre brasas, ni usamos 4 pares de caballos para desmembrar a alguien tirando en direcciones opuestas de sus brazos y piernas, ni les enterramos medio cuerpo en el suelo para coser a pedradas -en una fiesta grupal de autoafirmación moral- al reo... OH WAIT!! 


Bueno, aunque se sigue aplicando así la pena de muerte en muchos lugares del planeta, nosotros los europeos y los civilizados americanos, que somos algo más avanzados en ese aspecto, no lo hacemos así. ¡Nosotros no somos bárbaros, jolines!
Cuando se ha tratado de matar, en el pasado siglo y en el presente, de forma legal hemos recurrido a la horca, el fusilamiento, la cámara de gas (¿especialidad nazi?), la electrocución y hasta el garrote-vil o cómo meterte una barra de metal por la nuca hasta causarte la muerte. Hemos ido adaptándonos a los tiempos en esto de matar. Tanto que en el año 1977, en USA, un examinador médico llamado Jay Chapman propuso que, si teníamos que matar, lo hiciéramos de la forma menos cruel posible. 
¿Suena bien? Debería, porque un cura llamado Bill Wiseman se encargó de que eso se plantease legalmente y saliera adelante en el sistema legal de USA. De esta forma nació el “Protocolo Chapman”, que era la forma menos cruel de matar a alguien dentro de lo que la ciencia del momento nos podía mostrar.


El “Protocolo Chapman” consistía en una dosis alta de un barbitúrico de acción ultra-corta (usados en anestesia), seguido de un medicamento que paralizaba la respiración y otro que paralizaba el corazón. No siempre salían las cosas como en la teoría, pero en general no era una mala forma de matar (desde el punto de vista del que va a morir). Y en 1982, Charles Brook se convirtió en la primera persona en ser ejecutada de esta forma “compasiva”.
Aunque entrecomillo lo de compasiva, no dejaba de ser el intento honesto de unas personas que no querían ver sufrir a alguien más allá de lo lógico cuando alguien enfrenta su muerte. Y no era para menos, porque hasta entonces las muertes eran todas mucho más traumáticas. Especialmente un par de ellas. Una es la cámara de gas: un invento de USA, usado desde 1924 hasta el año 1999 para matar gente legalmente. El primer ejecutado por cámara de gas era un mafioso de origen chino llamado Gee Jon, que aunque apeló contra el asunto porque no veía claro lo de morir así, no le hicieron ni puto caso. El estado determinó que -siendo científicos y tal- había que matarle con la forma más moderna de morir, que en este caso creían que era el ahogamiento con gas venenoso.


Cómo el estado es así de simpático, para llevar a cabo el moderno método de ejecución, intentó bombear veneno (el mismo que usaron los nazis, por cierto) en la celda de Gee mientras estaba dormido, pero lógicamente el veneno se salía de la celda. Así que ni cortos ni perezosos, inventaron la “cámara de gas”, ad hoc para cargarse a ese tipo de forma moderna y ya... pues la dejaron inventada, ¿no? Así comenzaba su historia y duraba casi un siglo, porque aunque no se ha vuelto a usar sigue siendo legal en algunos estados, y desde 1979 se han matado -todavía- a 11 personas con este método.
El otro método “científico” data del siglo XIX, y de la “guerra de la electricidad” entre Tesla y Edison. Como Tesla apoyaba la corriente alterna (AC) y Edison la corriente continua (DC), pues el segundo se las arregló para ser llamado por los legisladores y consiguió recomendar que, para la silla eléctrica -el método científico del XIX- se usase la corriente de su competidor. De esta forma intentó que la gente asociase la corriente alterna con la muerte para dañar a Tesla, encargando también un generador de la competencia (Westinghouse) para causar más daño a su imagen. 
Realmente el método lo inventó un borracho que se las apañó para joder una lámpara de arco que hacía de farola (como las de sodio actuales) y LAMER el cátodo y el ánodo, electrocutándose en el acto. Lo hizo porque, esa mañana trabajando con algo eléctrico, había sentido una sensación como cosquillas al entrar en contacto con una pequeña tensión eléctrica.
Sorprendidos todos por lo bien que mataba y sin dejar casi marca, lo elevaron a método capital y lo montaron sobre una silla de madera con correas para atar al reo. La cosa no tenía mucha complicación: un tipo al que le enchufaban un porrón de amperios a un buen voltaje para freírle. Como podéis imaginar, haciendo eso puede ocurrir de todo: desde que el cuerpo empiece a arder, a que le exploten los ojos, a incluso que no mate al preso. De hecho, hubo en caso en el que la silla eléctrica no mató al reo, y aunque él y su abogado alegaron que “ya se había aplicado la sentencia de electrocución” -y era cierto- un tribunal se lo tragó, pero el siguiente dijo que “había que repetir”. En esa ocasión, ya no fallaron.
Por cosas así, se inventó la inyección letal. No tiene sentido hacer sufrir a un ser vivo si el objetivo es -simplemente- matarle. Así, la inyección letal se acabó convirtiendo en el método habitual de ejecución en USA, aunque no se dejaron de usar los demás totalmente. Y cuando en Europa abolimos la pena de muerte, decidimos que los demás tenían que hacerlo también, así que nos pusimos a luchar contra la pena de muerte en USA. ¿Cómo? Pues luchando contra el fármaco que se usa para matar a los presos.
¿Suena estúpido? Lo es, mucho. 

Equivale a querer detener a los asesinos que usan armas de fuego, insultando a los fabricantes de balas y a los productores de plomo. Así de estúpido es lo que se hizo. Y el resultado fue catastrófico: los laboratorios farmacéuticos, conscientes de que suministrar los barbitúricos para matar les hacía salir feos en la foto -ya se negaron en 1924 a facilitar el veneno para la cámara de gas por la misma razón- y viéndose presionados, empezaron a presionar ellos. Se negaron en muchos casos a suministrar barbitúricos para ese fin, a pesar de ser medicamentos que existen en cualquier hospital con quirófano.
Cada estado -en USA- reaccionó como pudo. Algunos decidieron sintetizar ellos mismos la droga para las ejecuciones (incluso la vendieron a otros estados). Pero otros pasaron a probar con otros fármacos: una mezcla de benzodiacepinas y opioides, que es una buena forma de encarar una suave eutanasia pero una mala forma de enfrentar una “rápida y limpia ejecución”. No funcionan igual de bien que los barbitúricos, que para matar parecen tener pocos rivales (son las sustancias más buscadas para fines suicidas en los mercados de Internet).
Algunos presos y sus abogados, decidieron explorar esta vía como defensa legal ante la pena de muerte impuesta, argumentando que “era una forma de castigo cruel e injusta [morir así]”. Y el estado volvió a reaccionar como pudo y supo: “¿no queréis que os ejecutemos con drogas? OK, como vosotros prefiráis”. 

De esta manera llegamos hasta la noticia que ha provocado este texto: cansados de lidiar con presos sentenciados que no se dejan matar, los estados están re-adoptando “viejas formas de matar”. Y están activando planes B por si se quedan sin drogas (debido al activismo y la presión contra los laboratorios) o por si algún reo se queja de que matar con una inyección es inhumano.
Hay 2 cosas que todo juez debería ser obligado a presenciar: la muerte de cada uno de sus condenados a morir y la muerte de aquellos a los que les negó el acceso a una muerte digna. 

No podemos olvidar que todo esto, silla eléctrica, cámara de gas, ahorcamiento o fusilamiento -y la compasiva inyección letal- son la respuesta que como sociedad damos a ciertos problemas, mientras no tenemos problema en negarle el acceso a una muerte elegida a ciudadanos que no han causado daño a nadie.

Paradójica justicia.
...y justicia para todos”.



* Recomiendo para los interesados en los datos sobre la pena de muerte en USA, la página de http://www.deathpenaltyinfo.org/ con su recopilación de casos y su buscador específico.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Falsa Marihuana

Este texto fue publicado en la Revista Yerba.
Esperamos que os guste.

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Falsa marihuana



¿Qué tienen en común la cafeína, la morfina, la cocaína, la mescalina y la psilocibina de los hongos mágicos pero no tiene el THC del cannabis? Todas son sustancias naturales, todas ellas son psicoactivas aunque cada una tiene efectos distintos. Algunas son legales en unos lugares y otras no, pero eso tampoco separa al THC de las demás.

¿Qué es entonces? El THC no tiene nitrógeno en su molécula. Parece una simple curiosidad química, pero no es así. Este hecho está -en parte- en el origen de que algunas de las drogas más nuevas -y peligrosas- que nos encontramos en el mercado legal sean los cannabinoides sintéticos o falsa marihuana.

Molécula de THC.


Cuando la ciencia se dio cuenta de que podía extraer los principios activos de las plantas, formularlos químicamente y reproducirlos o mejorarlos, lo hizo partiendo del primer compuesto de este tipo que estudió: el opio. Del opio sacó la morfina, y de la morfina y su carácter ligeramente alcalino al ser un base débil surgió el término alcaloide

La morfina era un alcaloide, porque cumplía ciertas normas químicas y contenía nitrógeno. Ese tipo de formato, el del alcaloide, a la hora de buscar el resto de principios activos en las plantas funcionó muy bien: la mayoría de los principios activos, especialmente los que afectaban al sistema nervioso central, eran sustancias que contenían nitrógeno.

Diversos alcaloides, nitrogenados.


Así la ciencia fue encontrando los principios activos de las plantas, como la cocaína o los cactus como la mescalina. Y todos eran alcaloides, hasta el punto que todavía hoy son muchas personas que asimilan la palabra alcaloide al concepto de principio activo, y no todos los principios activos son alcaloides ni tienen nitrógeno, y como ejemplo vale el mismo alcohol del vino.

Sin embargo había una planta que se resistía a entregar sus secretos a los químicos: el cannabis. No existía duda alguna sobre la psicoactividad del cannabis y sobre muchos de sus efectos beneficiosos, pero por más que los químicos se empeñaban en buscar no daban con el aislamiento del responsable principal de sus efectos. Hasta el año 1964 que en una universidad israelí, Raphael Mechoulam, un químico orgánico y profesor de química medicinal dilucidó el asunto con el aislamiento y la síntesis parcial -lo que dejaba clara la estructura- del principal constituyente activo del hashís derivado del cannabis: el responsable de los efectos era el THC o Tetrahidrocannabinol. Y no contenía nitrógeno.


Raphael Mechoulam, de tú a tú con la planta. 


Tras el descubrimiento y caracterización del principio psicoactivo esencial del cannabis, venía lo lógico: encontrar su receptor. Todas las drogas que tienen un efecto sobre el cuerpo humano, desde la cafeína a la morfina, de la mescalina al THC, funcionan porque imitan otras sustancias que el cuerpo humano produce y para las que tiene un sistema de receptores.

El siguiente paso por tanto era encontrar el receptor y su ligando endógeno: la sustancia que creaba nuestro cuerpo para activar esos mismos receptores. Con esto no sólo se estudiaban los efectos de una droga, sino que se aprendía sobre los sistemas que regulan el cuerpo humano afectados por esa droga, de donde se podían sacar otras compuestos para usar contra dolencias específicas.

Teniendo un compuesto claro con el que trabajar, el THC, actuar sobre los receptores con otros compuestos fue más sencillo. Tanto que se conocían los receptores CB1 y CB2 y se trabaja con nuevos compuestos sobre ellos (con animales o pruebas de laboratorio) pero todavía no se había encontrado qué compuesto producía el cuerpo humano para dichos receptores hasta que apareció, en un equipo guiado por el mismo profesor de química, la anandamida: el ligando endógeno de los receptores no se encontró y determinó su estructura hasta 1992. Y curiosamente, este ligando sí tenía nitrógeno.

Hasta el final del S.XX no tuvimos demasiado claro el esquema aparentemente simple que nos permitía relacionar un receptor con un compuesto y de ahí estudiar las funciones y acciones que tenía sobre el ser humano en el caso del cannabis. El sistema cannabinoide endógeno, el que regulan los receptores CB1 y CB2 (que de momento sepamos) y que es sobre el que actúa el cannabis, es uno de los más desconocidos, porque es de los últimos en ser descubiertos.

Receptores CB1 y CB2.


Se podría inferir erróneamente que al no conocer profundamente el sistema cannabinoide endógeno, no podemos conocer las consecuencias del consumo de cannabis. Es un error, porque el consumo de cannabis tiene miles de años de uso que lo han probado una planta poco o nada tóxica. Tal vez no conociéramos qué teclas pulsaba el humo de los porros en nuestro interior, pero ya conocíamos lo que provocaba, y no era malo. Ni un muerto en toda su historia es un récord notable.


De la ciencia a la leyes y sus consecuencias

No hace falta exponer la vigente e injusta prohibición que sufre el cannabis, pero sí convendría señalar algunos de los peores males que nos ha traído, y tal vez algunos estén por descubrir. 

En los años 80 la farmacéutica Pfizer experimentó con un compuesto sintético llamado 47,497 -entre otros muchos- que resultaba ser agonista de los receptores CB1 y CB2, algunos de esos compuestos con cientos de veces la potencia del THC, y además con la característica importante de ser agonistas totales, y no sólo parciales como los naturales, de dichos receptores. 

También en otro laboratorio, otro químico creaba y daba sus iniciales a los compuestos agonistas de los receptores cannabinoides: se llamaba John William Huffman y de su laboratorio salieron otros dos de los primeros cannabinoides sintéticos detectados en el mercado, el JWH-073 y JWH-018, que fueron creados en el año 1995.

Estos tres compuestos fueron los que ostentan el dudoso honor de ser los primeros detectados en mezclas herbales que simulaban un producto con propiedades similares al cannabis. Eso ocurría entre el 2008 y el 2009 en Alemania. Era la primera vez que se tenía una respuesta a la pregunta de qué compuesto era responsable de los efectos de la falsa marihuana que se vendía bajo el nombre de Spice o K2.

El padre de las criaturas de la familia JWH.


Hubo una época previa, allá en los años 90, en los que se vendían algunos tipos de “cogollos legales” que eran básicamente una mezcla de algunas plantas con mínima psicoactividad combinada, pero en ningún caso contenían agonistas de los receptores del cannabis ni llevaban añadidos químicos. 

Fue precisamente a esos “cogollos legales” de diversas plantas a los que añadieron estos nuevos -y totalmente desconocidos- productos químicos cuyos efectos imitaban algunos del cannabis pero sus consecuencias negativas iban cientos de veces más lejos. Son de las pocas drogas cuya primera aparición se da en Europa en 2004, en concreto en el Reino Unido, que tiene una de las leyes más represivas contra el cannabis.

Las políticas aplicadas contra el cannabis y sus usuarios, distintas en cada país, pero de momento -salvo honrosas excepciones- todas de tipo represivo crearon un mercado para los productos legales. Nadie en su sano juicio compraría un producto que es imitación de otro, si puede comprar el original. En este caso la diferencia es que el original puede conllevar multas o prisión y el otro, no. Las leyes crean y abren un mercado específicamente para este tipo de sustancias, cuya demanda sería inexistente de poder utilizar las versión segura y natural: el cannabis.

Rápidamente, como se ha hecho con otros compuestos, los legisladores se apresuraron a prohibir dichas drogas, lo que también hace inviable cualquier tipo de estudio con ellas y con seres humanos, pero no imaginaron la respuesta: daba igual qué droga prohibieran porque los vendedores tenían una nueva, sin prohibir, más desconocida y más peligrosa casi siempre esperando para sustituir a la sustancia prohibida. 

Y así sucesivamente. Tú prohíbes, pero la química crea fuera de tu prohibición más y más compuestos. Así ocurrió: tras la prohibición de los primeros cannabinoides, aparecieron otros, mucho más peligrosos y totalmente nuevos con los que los vendedores de esos productos estaban usando de conejillos de indias a sus usuarios, esta vez detectados primero en Japón.

El asunto se estaba mostrando intratable cuando Nueva Zelanda tuvo la ocurrencia de iniciar una regulación legal de las drogas partiendo de las que -todavía- no estaban prohibidas. Para ello primero prohibió cualquier sustancia existente que no estuviera explícitamente permitida y luego aceptó que hubiera un mercado para estos compuestos, en clara desventaja para el cannabis que seguía sufriendo el estigma de la ilegalidad, la persecución y las sanciones económicas. 




Los resultados no se hicieron esperar: la alerta sanitaria provocada por los efectos secundarios de los cannabinoides sintéticos vendidos legalmente y con el permiso del gobierno, hizo que se suspendiera dicho experimento que estuvo mal planificado y alejado de criterios científicos desde el momento de su concepción. Lejos de ayudar, eligieron la peor de las opciones: permitir compuestos sintéticos que no tenían historia de uso sobre el ser humano -afectando además a uno de los sistemas endógenos menos conocidos- frente a la planta de cannabis con su excepcional seguridad histórica.

¿Por qué son tan peligrosos los cannabinoides sintéticos o falsa marihuana?

La primera razón médica es que los compuestos, aunque sean ambos agonistas del receptor CB1 que es el responsable de los efectos psíquicos, actúan de forma diferente sobre esos mismos receptores. Mientras que el natural THC de la planta de cannabis se une al receptor y lo estimula hasta cierto punto al ser un agonista parcial -no lo hace con todos sus efectos ni toda su potencia- la falsa marihuana y sus compuestos son agonistas totales: cuando se unen al receptor lo hacen de una forma que provoca que despliegue todos los efectos que puede desplegar y desconocemos.

Una segunda razón es que, como decía Paracelso, “sólo la dosis hace al veneno” y estos compuestos pueden llegar a ser centenares de veces más potentes que el compuesto original al que pretenden imitar, por lo que con cantidades iguales en peso, se pueden estar consumiendo ciento de veces dosis activas de dichas drogas con un par de caladas de un falso porro.

La tercera razón médica de peso es la enorme ubicuidad de los receptores CB1 en todo el cuerpo humano. En el cerebro humano, el receptor cannabinoide CB1 es el “receptor acoplado a proteínas-G” que más tenemos en nuestra base de control del sistema nervioso -como hizo saber el doctor Nichols en una reciente conferencia- sólo superado por el receptor GABA-A que no pertenece a la misma tipología de receptores. Se podría argumentar que la existencia de receptores CB1 en gran número en el cerebro humano plantea el mismo peligro al usar cannabinoides naturales que sintéticos, ya que eso no varía en función de la droga ingerida. Pero esto no es así, ya que no afectan de la misma forma ni en su intensidad ni en sus efectos aunque usen el mismo receptor los compuesto naturales y los sintéticos.


Nichols, otro químico con grandes manos para hacer drogas.


Un ejemplo de este mismo supuesto lo podemos extraer de las diferencias entre dos conocidas familias de compuestos que actúan con efectos “parecidos”: las benzodiacepinas que son fármacos tipo Valium, y los barbitúricos como el Tiopental o el Pentotal, usados en las ejecuciones que seguían el 'Protocolo Chapman' de inyección letal. Tanto una dosis de Valium como una de un barbitúrico cualquiera se unen a los mismos mismos receptores GABA-A de formas diferentes -también el alcohol común- y en lugares del cuerpo diferentes, ya que cada compuestos tiene sus propias rutas farmacocinéticas y metabólicas. Aunque actúan sobre la misma cerradura, no abren exactamente las mismas cosas. Mientras que ambas familias de drogas son sustancias que relajan, sedan e incluso duermen (también como el alcohol), las benzodiacepinas son drogas con un gran margen terapéutico ya que la distancia entre la dosis mínima activa y la dosis mortal es muy amplia.  , y además el uso frecuente no extiende por tolerancia la dosis necesaria para matar. Los cannabinoides sintéticos vendrían a ser frente al natural y seguro THC lo mismo que son los ultrapotentes y mortales barbitúricos frente a sustancias relativamente suaves como el Valium.


Sobredosis por cannabis y 
sobredosis por cannabinoides sintéticos

Todo fumador, e incluso muchos no fumadores, conoce lo que es una sobredosis por cannabis: puede darte un blancazo, pasar un mal rato de ansiedad que suele irse como vino, tener mucha hambre y dormir profundamente. Todos conocemos bien esos síntomas, incluso los médicos que empezaron a atender a personas que, supuestamente, habían consumido cannabis y que no parecían responder de la forma normal, como otros pacientes lo harían a dicho consumo.

Al principio, las urgencias médicas, se vieron desbordadas por la facilidad que tenían los productores de estas drogas de engañar a los test que buscaban sustancias psicoactivas, burlando cualquier posible freno legal y otorgándole a esas drogas una posición de no-prohibidas ni detectables que las hizo competir contra el natural cannabis en ese aspecto: la gente buscaba evitar positivos en pruebas de drogas realizadas en su trabajo -muy común en USA- o al ir a pedir uno nuevo, así como las pruebas que la policía o los médicos pudieran realizar, ya que el simple consumo de cannabis es delito (al menos aún en la mayoría de los estados). La gente prefería consumir una sustancia desconocida de efectos desconocidos antes que enfrentarse a las consecuencias legales del consumo de cannabis, aunque sea de las sustancias más seguras que conoce la humanidad. 

La ley está lanzando a fumadores de marihuana a convertirse en conejillos de indias con sustancias increíblemente potentes y peligrosas, ya que sin esos enfoques represivos nadie tendría que buscar un “legal high” o “colocón legal” arriesgando su vida cuando lo único que quiere sea un poco de inofensivo cannabis.

Los síntomas que mostraban los pacientes en urgencias tenían poco o nada que ver con el cannabis que los médicos conocían, y aún sabiendo posteriormente que se enfrentaban a versiones sintéticas de agonistas cannabinoides, les costaba creer que se pudiera tratar de imitaciones de cannabis natural por lo exagerado de la sintomatología que veían: una hipertensión desbocada, taquicardias de carrera de galgos, infartos de miocardio, nerviosismo extremo, vómitos, alucinaciones, psicosis tóxica, ataques convulsivos y también epilépticos, psicosis permanente e infartos cerebrales que pueden desde matarte a dejarte ciego, sordo y paralizado de por vida en una silla de ruedas, más o menos consciente de que todavía existes.

Y esos sólo eran los síntomas de las sobredosis en su fase aguda de la falsa marihuana, ya que poco o nada sabemos de su uso crónico, excepto que sus peligros no son ni remotamente parecidos a los de el original natural. 



Otra de las explicaciones que los especialistas ofrecen a la hora de comparar los desmedidos peligros de los cannabinoides sintéticos con los del cannabis natural, es que la planta incorpora sus propios compuestos “moderadores”: no todos los cannabinoides del cannabis tienen efectos psicoactivos, algunos no tienen e incluso algunos sirven para moderar los efectos que produce el principal compuesto activo o THC

Mientras que la planta tiene esa ayuda natural a que las cosas no se desmadren, el consumir agonistas totales sintéticos sin que esos otros cannabinoides “de freno” -que de forma natural están presentes en la planta- nos deja una situación mucho más problemática a la hora de afrontar sus efectos sobre el cuerpo humano.


La situación legal en España y Europa

Para estas nuevas drogas que vienen escondidas bajo la apariencia de falsa marihuana, el campo en nuestro país está totalmente abierto. Son legales, porque no están prohibidas. La única trampa que le piden al vendedor, es que ni lo venda ni lo publicite para consumo en humanos, lo que se arregla con una nota en el paquete que diga eso mismo: NO PARA CONSUMO HUMANO.

Paradójicamente los dependientes de los lugares que venden estas drogas legales, nos cuentan que una gran parte de su clientela sobre esos productos son policías de diversos cuerpos que quieren tomar drogas pero no quieren perder su trabajo por un análisis que dé positivo. Eso deja claro que a buena parte de la policía que pagamos le interesa más la ley del estado que la propia salud.


Aquí un madero de color (los usan para las fotos)
apoyando una "campaña de salvación del mundo
persiguiendo drogas y usuarios".


Algunos países de Europa iniciaron prohibiciones de diversos de estos compuestos, pero se encontraron con que obtenían la misma respuesta que cuando prohibieron otras drogas: el mercado se encargaba de producir otras nuevas, legales, desconocidas en sus efectos y más peligrosas. El mercado nunca ha quedado desabastecido y, por el contrario, son cada día más las sustancias de este tipo a las que se puede acceder legalmente en una tienda o a través de internet.

Lo último en consumo de cannabinoides sintéticos se ha encontrado en UK, concretamente en la ciudad de Glasgow, donde se ha encontrado que hay tiendas donde se venden los conocidos e-liquid para los e-cigs -dispositivos electrónicos para fumar sin combustión- y al mismo tiempo te ofrecen, de forma legal, si te quieres colocar. Si dices que sí, que quieres colocarte, te venden viales de 10 ml, empaquetados y etiquetados correctamente, con nombres como “Blueberry Bud” o “Magic Mushrooms” que contienen una disolución -para usar con estos dispositivos- de los cannabinoides sintéticos.




Antes, compartir un porro era una señal de socialización que no solía implicar un grave riesgo.
Ahora, fumar de algo que no tienes claro qué es, puede ser lo último que hagas en tu vida.
Los cannabinoides sintéticos tienen una especial capacidad para dañar seriamente e incluso matar.

El cannabis, la planta natural y amiga que todos conocemos, no ha matado nunca a nadie.

Elige salud, siempre.



lunes, 22 de septiembre de 2014

Drogas y pena de muerte: la paradoja del activismo dañino.


Este texto fue publicado por la Revista Yerba.
Espero que os guste. :)

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El gallo de Sócrates.


“Critón, debemos un gallo a Asclepio, no olvides pagar dicha deuda” dijo y después no hablo más.

Así han pasado a la historia las últimas palabras de uno de los condenados a pena de muerte más famoso de todos los tiempos. La interpretación clásica que hace la filosofía de dicho momento es que Sócrates expresaba de esa forma un cierre con su existencia en la que dejaba todos los asuntos zanjados, a la usanza de los testamentos clásicos.

¿Fue así? Hagamos un rápido repaso al asunto. Un “más que chulo” Sócrates se enfrenta con el poder y el poder le somete a juicio, pero cuando quienes le juzgan -por temor a una revuelta popular- le están intentando librar de la condena, el caballero se arranca y les espeta en la cara que “no sabe de qué cominos le tienen que perdonar a él, cuando lo que deberían hacer es darle un premio por sus actos” y listo: condenado a pena de muerte por abrir la boca. 




Aún así, esperando el momento de su ejecución, Sócrates cuenta con una posibilidad de huida que rechaza, y acaba llegando voluntariamente al momento del gallo tras tomar la cicuta que le mataría momentos después.

Una vez ya tapado en sus últimos instantes esperando la agonía, decide descubrirse, mostrarse a los discípulos que le acompañaban en ese último momento y dejar ese recadito para Asclepio

¿Os suena el simbolito? 
¿Os recuerda a algo, aparte de al Tío la vara?


¿Y quién era Asclepio? Pues Asclepio era el dios griego de la medicina, ni más ni menos. Vale que Sócrates quisiera dejar sus cuentas zanjadas. ¿Nadie ve ahí un cierto sarcasmo en un tipo que podía haberse librado de la pena de muerte -varias veces- pero fue tan chulo que prefirió morir delante de todos? Yo sí. 

Te estás muriendo en aplicación de la pena de muerte y tus últimas palabras son que le ofrezcan un gallo al dios de la medicina. ¿Estaba agradeciendo una buena muerte de forma sincera? Tal vez. Lo cierto es que no tenemos una certeza ni del momento ni de sus exactas intenciones y todo queda a la interpretación de cada cual.





¿Cómo era la muerte 
a la que 
se enfrentó Sócrates?


La muerte por cicuta no es una muerte agradable: fuertes mareos, vómitos y dolores mientras una parálisis va comenzando por extremidades hasta ahogar a la persona -que se va poniendo de color azul-  paralizando todas sus funciones básicas. Por eso a Sócrates se le administró a la vez un paliativo a base de plantas que, casi con toda probabilidad, incluiría opio y puede que solanáceas para ayudar a la persona en el tránsito hacia la muerte, aunque se desconoce el contenido exacto.

Como se pudo notar -más que de sobra- que no era la intención de Sócrates librarse del castigo, se le dejó salir a morir caminando, con sus discípulos más queridos, hasta que tuvo que echarse a un lado del camino porque su organismo colapsaba en un estado de vértigos y ahogo.



Y en ese momento le recuerda a Critón, su querido discípulo, el gallo debido como ofrenda a Asclepio, dios de la medicina o de lo que era lo mismo en aquella época: del uso de plantas para ayudar a vivir y a morir. ¿Ironía? ¿Sarcasmo? ¿Agradecimiento real? 



De la Grecia clásica 
al Texas de 1977 
en los USA.


En este salto de muchos siglos, la pena de muerte es algo que nunca se ha dejado de aplicar, prácticamente en todos los países del mundo. Los métodos que el ser humano ha usado para dar muerte a sus semejantes condenados han variado desde el desmembramiento por 4 caballos, a ser colgado de un árbol o una grúa, a ser apedreado/a hasta la muerte por traumatismo, al pelotón de fusilamiento o a nuestro hispánico 'Garrote Vil'.


España exportando lo mejor de la tierra.


En ese año de 1977, un examinador médico del estado de Oklahoma, de nombre Jay Chapman, propuso lo que desde entonces es conocido como el 'Protocolo Chapman': una forma menos dolorosa para aplicar una sentencia de muerte basada en los conocimientos médicos y recursos farmacológicos que teníamos. 

Jay Chapman

El protocolo eran las directrices para poner un suero intravenoso en el brazo del reo y, en el momento dispuesto, inyectar una dosis anestésica de un barbitúrico de acción ultra-rápida, seguida de un paralizante muscular que detiene la respiración y de una dosis de cloruro potásico que detiene el corazón.

Las razones que motivaron este cambio eran de tipo humanitario: vamos a matar al reo, pero no hay necesidad de hacerlo de una forma que cause un daño innecesario. Así que el protocolo fue ajustado por un médico anestesista -los que tienen la llave de la vida y la muerte- e impulsado hasta convertirse en ley por un “hombre de Dios” llamado Reverendo Bill Wiseman. 

El Reverendo Bill Wiseman.


Es decir, entre dos médicos y un cura habían creado la inyección letal como “la menos mala de las formas de matar” y fue Texas el primer estado en adoptar la nueva forma ejecutoria en sus disposiciones legales y el primero en aplicarla sobre un ser humano: el 7 de diciembre de 1982 moría el primer reo con la muerte -como castigo- menos cruel que se podía aplicar sobre un ser humano.

Obviamente no era el primer humano que moría tras administrarle una inyección mortal: los nazis hicieron todo tipo de pruebas con prisioneros, entre las que se incluían inyecciones de gasolina como experimentos médicos. ¿Repugnante? Sin duda. Pero a USA no le vinieron mal todos los datos extraídos de la experimentación nazi sobre humanos y los usó para propio interés. Sin embargo esa ola de caridad a la hora de matar a un ser humano se extendió pronto por todo el país, hasta el punto de que en el año 2005 todas las ejecuciones realizadas en USA fueron con dicho método.



Causa causatis causa causae 
o “lo que causa la causa 
es la causa de lo causado”.


A la vez que USA desarrollaba un método para matar de forma menos cruenta, sus colegas ingleses rechazaban la idea de matar personas con una inyección, más que nada porque no les parecía ético y que dicha acción violaba los principios médicos que se suponen están enraizados en la propia medicina, como el precepto de “primum non nocere” o “lo primero es no causar daño”.
Ellos preferían seguir haciéndolo de la forma tradicional: con la horca o a tiros.


Método civilizado 
donde la medicina no tiene lugar 
para ayudar a la muerte.


Es cuestionable que dentro de la raíz de la medicina no se encuentre el facilitar la mejor muerte posible a una persona que enfrenta dicho trance, por la razón que sea: la muerte de Sócrates es un buen ejemplo de ello. Pero esa fue la postura inglesa en una Europa que empezaba a asentarse en cauces menos violentos y que progresivamente iba tumbando las leyes sobre pena de muerte. En España se retiró el 'Garrote Vil' y dejamos de matar con la llegada de la democracia aunque la pena de muerte en nuestro país siguió vigente algunos lustros dentro del código penal militar.

En el empeño que tiene el ser humano de hacer que los demás vivan a la manera que a cada uno le es propia, Europa y su activismo enfrentó la pena de muerte en el mundo. Con toda razón: las cifras son terribles y las razones para matar, aún peores. Tenencia de drogas, disidencia ideológica, homosexualidad... un bochorno para todo el ser humano escribir en nuestra historia que matamos por esas razones, entre otras. Y es cierto que Europa lidera muchas de las causas más nobles de derechos humanos que hay en el planeta, pero a veces no lo hace de la mejor manera y esta vez han patinado.

El activismo europeo contra la pena de muerte, hace algunos años eligió como uno de sus objetivos a presionar y atacar a los laboratorios farmacéuticos que fabricaban “las medicinas de la muerte”. Flaco favor le hicieron a muchos seres humanos condenados a morir en USA con dicha acción.



A los laboratorios farmacéuticos pronto les llegó la noticia de que intencionadamente se pretendía asociar sus nombres con la muerte, de manera que se les perjudicase económicamente. Dicha acción pronto contó con una reacción: los laboratorios se empezaron a distanciar del asunto.

¿Por qué si las farmacéuticas no tienen escrúpulos decidieron retirarse? Porque no son tontas y matar no da dinero. El principal objetivo de los grupos activistas fueron los productores de barbitúricos, que a día de hoy son fármacos con muy poco uso fuera del entorno hospitalario porque fueron superados por las benzodiacepinas en el manejo de la ansiedad y los trastornos de corte neurótico, incluidos los trastornos del sueño. 



Hace falta más cantidad de droga para una operación quirúrgica larga que para matar a una persona, y se hacen muchas más operaciones de todo tipo en los quirófanos del mundo que en las salas de ejecución. Los barbitúricos, que son drogas que tienen la “virtud” de matar con facilidad, eran la principal vía de suicidio para muchas personas que no encuentran el apoyo legal para poder morir de una forma digna en tiempo y modo. 

Países como Bélgica que son punteros en la aplicación de la eutanasia (buena muerte) tienen al barbitúrico y al resto de drogas usadas prácticamente igual que las de una sala de ejecución, pero la realizan en un entorno más adecuado.



Acción y reacción.


Cuando los laboratorios farmacéuticos -que son los mismos en USA que en Europa- vieron que la mala prensa les podía causar pérdidas, poco les importó la calidad de la atención al reo: se volvieron muy reticentes a darle al gobierno drogas que fuera a usar para matar aunque las mismas se las seguían dando a hospitales porque tienen idéntica necesidad en su uso. 

El gobierno USA se vio en un momento corto de suministros y decidió probar con otras formas de matar, siguiendo la linea de la inyección letal. Existen cientos de fármacos que pueden causar la muerte, y se puede hacer durmiendo a la persona primero, lo que en esencia era la idea humanitaria del 'Protocolo Chapman'.

A nivel médico, no es necesario contar con barbitúricos para provocar una muerte, sino que existen otros protocolos que sirven. La fórmula de la 'sedación paliativa' (con cierta carga como eufemismo) se basa en usar una benzodiacepina, de acción hipnótica como el midazolam, seguido de una dosis de opioides que va sumiendo a la persona en un sueño cada vez más profundo hasta que muere. 



Es un gran método para dar una eutanasia asistida en un hospital, pero muy poco acertado para una sala de ejecución por la razón de los tiempos de acción de esas drogas en las distintas personas con distintas tolerancias. Eso no ocurre con los barbitúricos, ya que la dosis letal no aumenta al tener tolerancia y es uno de sus principales peligros en el uso médico, además de la razón de la muerte de Jimi Hendrix.

El concepto de eutanasia choca con el de la ejecución rápida, en la que el estado representado por las autoridades, parte del jurado, testigos, familia y hasta prensa se encuentran reunidos para matar, en un acto que cuanto más rápido sea mejor, y eso es lo que importa. 




Así que aunque el gobierno USA abrió la vía legal para matar a los reos con lo que sería similar a una sobredosis de heroína (legal) con benzodiacepinas para ayudar se topó con que pocas cosas son tan rápidas para matar como su antigua fórmula y que la nueva fórmula de inyección letal funcionaba muy bien en algunos casos, como el primero en el que fue aplicada en el año 2009 en el que terminó con la vida de la persona en 10 minutos, y tremendamente mal en otros. 


Del gallo socrático 
al último sarcasmo letal.

Clayton Derrell Lockett no parecía un buen tipo. Condenado a morir en el año 2000 por violación, sodomía, secuestro, asesinato con ensañamiento y enterramiento ilegal, fue alargando su vida a base de apelaciones y recursos como el resto de condenados que esperan en un ala de una cárcel para ser ejecutados. Le llegó su día el 29 de abril de este año. 

El reo ejecutado en la paradigmática carnicería.


Los activistas europeos contra la pena de muerte habían conseguido la retirada total del barbitúrico de las salas de ejecución, con apoyo de la presión en USA contra la pena de muerte. Pero lo que no habían conseguido eliminar, era la propia pena de muerte: a Clayton no le hicieron un favor con su lucha.

En lo que ha pasado a ser el paradigma de una ejecución totalmente chapucera este fue el relato de lo acontecido. Llevan al reo a la sala y se le pone en la camilla, se le ata con correas de cuero de manera que no pueda moverse, o lo haga lo menos posible.



Se atraviesa su piel con una aguja directa a su vena. Se le inyecta una dosis mortal de midazolam e hidromorfona. Un problema en la elección de la vía (vena) acaba con una situación en la que las drogas inyectadas se ven incapaces de alcanzar un nivel adecuado en sangre por un bloqueo. El reo es declarado inconsciente. A pesar de ello, el reo se retuerce, gruñe e incluso habla durante todo el proceso intentando librarse de las correas de cuero en su enfrentamiento con la muerte.

Tras más de media hora, el proceso de ejecución se detiene por orden del médico responsable. Una vez detenida la ejecución del reo, las drogas y el esfuerzo vivido provocan al reo un paro cardíaco que lo mata. El reo no era buena persona pero, como sociedad, no parece que sus asesinos fueran mucho mejores.

El escándalo que provocó la carnicería que montaron para matar a Clayton ha tenido consecuencias importantes para la pena de muerte en USA. No se alegre todavía, no es lo que lo que piensa: a final de mayo de este año el estado de Tennessee adopta una ley que permite volver a ejecutar a los reos mediante la silla eléctrica y otros estados dan pasos para volver a introducir los pelotones de fusilamiento. 



La silla eléctrica se presenta como la mejor solución en USA solución a la falta de drogas, artificialmente creada por el activismo desde Europa, para matar adecuadamente. 




Sí: las drogas sirven para matar tanto como para curar. El activismo mal planteado en Europa ha conseguido que los reos no puedan morir de forma rápida y bajo anestesia, regalándoles la doble condena de saber que morirán con miles de voltios atravesando su cráneo, cerebro y con todos los músculos de su cuerpo en agónicos espasmos hasta quemarles por dentro. 

¿Era esta respuesta la que buscaban? 

Hay más humanidad en 
el 'Protocolo Chapman'.