Matar
con una libélula.
Hace
unos días, en una charla de un grupo de amigos, no recuerdo cómo
salió el tema de qué forma elegiríamos su tuviéramos que matar a
alguien.
Era una pregunta sin propósito específico, en la que los presentes ponían pegas a las respuestas que los demás
daban. Llegado mi turno, yo dije que si tuviera que matar, mataría
con alguna sustancia en una dosis suficientemente letal. Y los demás
inmediatamente me pusieron como pega que si le hacían la autopsia al
cadáver, inmediatamente saldría la sustancia responsable y eso
podría llevar a la policía hasta mí.
Yo repliqué que en parte era
cierto, pero que había cientos de sustancias que se podían usar con
el fin de matar a alguien, y que no aparecerían en la autopsia ni en
los análisis de un forense, ya que sólo se encuentra lo que se
busca, y muchas de las sustancias a las que yo (y cualquiera que se
lo curre un poco en Internet) tienen acceso -de forma legal- son
indetectables porque son tan nuevas que ni sospechando el uso de una
sustancia, era nada fácil que dieran con ellas.
Esto
les sorprendió. Todos asumían que con un simple análisis de sangre
de una autopsia, aparecían las sustancias que había en el cuerpo y
que podían hacer causado algún efecto, que no existían sustancias
que no se pudieran encontrar (como si algo así fuera sólo propio de
algún veneno secreto ruso) y que, si era como yo decía, todo el
mundo mataría con alguna de esas sustancias que se podían comprar
legalmente por Internet.
Y
les conté a los que no tenían conocimiento del tema, lo que eran
los research chemicals y cómo funcionaba el asunto: cómo primero
aparecían en el mercado, y en muchos casos, eran sustancias
derivadas de otras conocidas pero no “existían” en las bases de
datos que detectaban las sustancias que había en una muestra de
sangre, porque eran demasiado nuevas y desconocidas. De hecho, por
eso hablamos de research chemicals: sustancia químicas de (o en)
investigación. De hecho todo lo que tomamos ha sido un research
chemical hasta que ha dejado de serlo, pero hace décadas ya que se
convirtió en un eufemismo al mismo tiempo para referirse a drogas
psicoactivas legales, porque no habían sido todavía prohibidas (en
la mayoría de los casos).
A
algunos de los presentes les sonaba demasiado a película todo eso,
incluso el que existieran drogas que eran legales y que se podían
comprar por Internet, así que les mostré algunas webs y sus
catálogos. Y en ello andaba cuando recordé una excepcional charla
que tuve con una persona hace casi una década: una persona que había
usado una de esas sustancias para matar (más bien diría para
ejecutar), y cómo me lo contó cuando nos conocimos. Y les conté la
historia.
El
sujeto, un joven de unos 30 años que pululaba por los foros de
drogas más avanzados y que usaba como nick “Libélula”.
En esos
foros, sus integrantes nos conocemos perfectamente, porque somos
pocos y especialmente los que tenemos un conocimiento exhaustivo de
esos asuntos (normalmente porque además, somos los que asumimos los
riesgos de probar esas drogas “sin apenas historial de uso humano”
y compartimos la información, ya que es nuestra mayor protección al
exponernos a un comportamiento de riesgo semejante). Y resultó que
el sujeto, era de una ciudad cercana a la mía, otra capital de
provincia de tamaño pequeño, donde no existen círculos sociales de
personas que anden metidas en estos temas.
Así que eso hizo que
hiciéramos algo de trato, compartiéramos alguna cosa y
mantuviéramos comunicación vía email. Pero además, por motivos
personales, ese chico -Libélula, le llamaremos, aunque también nos
presentamos, llegado el momento, por nuestros nombres reales- tenía
que pasar por mi ciudad y me ofreció quedar para tomar un café y
charlar un rato cara a cara. Algo que siendo “Drogoteca” me ha
pasado muchas veces, pero normalmente he rechazado el asunto porque
valoro mi privacidad y porque los proponentes no resultaban
suficientemente interesantes, sino que simplemente les apetecía
conocerme (y no me mola nada ser “la mujer barbuda” en el circo
de la vida y las drogas).
Pero
en su caso, y dado el nivel de conocimiento que tenía en diversos
campos, de la farmacología, la fisiología, la química y otros
relacionados con las drogas y los asuntos que nos habían “unido”,
acepté quedar en un bar cerca de mi casa para conocernos y charlar.
Sabía que si el personaje no me gustaba o que si era alguien con
intereses raros, me valía con poner una excusa y desaparecer. Pero
no fue así.
Quedamos y, a la tarde, tras comer, nos conocimos en una
cafetería y nos sentamos a charlar. No recuerdo la charla en sí,
entiendo que iría en general sobre drogas y todo su complejo mundo.
No la recuerdo, porque llegó un momento en que la charla entró en
un tema que superaba con creces todo lo que podía esperar.
Entró
en el bar el típico tío mayor de 65 años, físicamente mal
cuidado, bravucón y faltón, chillón... Vamos, uno de esos que si
lo tienes al lado, te vas. Y yo le vi el gesto de desprecio que se le
puso en la cara al ver al tipo. Por un lado no me sorprendió, porque
era despreciable, pero por otro me extrañó, ya que él no vivía en
esta ciudad y no era posible que le volviera a ver (y por supuesto,
ni se le ocurrió venir a molestarnos a nosotros).
Le
pregunté qué pasaba, y ahí comenzó la conversación que no
olvidaré.
La
voy a relatar de la forma más fiel que recuerdo, aunque como digo,
hacen unos 10 años de ella.
-Yo:
¿Qué te pasa?
-Libélula:
Nada. Que ese payaso me ha recordado a alguien de quien prefiero no
acordarme.
Al
decir eso, no pudo evitar mirar para abajo y disimular una breve
sonrisa con cierto punto de satisfacción.
-Y:¿Por
qué sonríes? ¿Qué te ha hecho gracia de eso que te ha recordado?
-L:Es
una historia un poco fuerte. No sé si me apetece hablar de ella
realmente...
-Y:No
creo que me vaya a asustar a estas alturas de mi vida. Pero no quiero
forzarte a entrar en temas que te puedan hacer sentir incómodo.
Hemos venido a disfrutar de un café, así que olvida la pregunta.
-L:No,
no es que me haga sentir incómodo. Simplemente, no es algo que haya
compartido con nadie, salvo con mi pareja, porque aparte de que me
podría ir la vida en ello, creo que muy poca gente entendería lo
que hice, y me considerarían algo que no soy. No tengo claro si tú
podrías entenderme -aunque no busco aprobación- pero de nada vale
hablar de un tema así con ciertas mentes que, de entrada, están
cerradas a entender que alguien dé ciertos pasos que entran muy
dentro de lo ilegal, y no hablo de crímenes sin víctimas como
serían las cuestiones de drogas.
-Y:¿Me
hablas de un crimen con víctima? No será para tanto, hombre...
Dije
yo intentando quitar hierro al asunto.
-L:Te
hablo de verte moralmente obligado a matar a una persona, y actuar en
consecuencia....
Se
hizo un silencio extraño, no incómodo, curioso en cuanto a que era
eso de “verse obligado moralmente a matar a una persona”. Y me
pudo absolutamente la curiosidad. Debo decir que de entrada no me
podía esperar algo así del tipo que tenía delante: para nada era
alguien con matices violentos o agresivos, ni en el lenguaje ni en
sus maneras. Era alguien educado y agradable, considerado, que sabía
manejar las formas y los tiempos. ¿Matar? No pude evitarlo....
-Y:
Cuéntamelo. Te doy mi palabra de que no saldrá de este lugar y de
que no te voy a juzgar ni a emitir opiniones sobre lo que me digas si
no las pides. Pero ahora, no me puedes dejar así....
Libélula
juntó las manos, ligeramente escondió su cabeza tras ellas, y desde
esa posición me miró a los ojos. Se quedó callado mirándome
fijamente durante unos largos segundos, que podría ser medio minuto
tal vez, y entonces dijo:
-L:Muy
bien. Voy a hacer una excepción y espero no arrepentirme de ello.
Aunque por lo que ahora mismo conozco de ti, creo que si ni hubieras
actuado como yo, no hubiera sido por falta de ganas sino por las
limitaciones morales y éticas que cada persona tiene con respecto a
quitar una vida. Creo que eres de las pocas personas que lo puede
entender, además de por su lado técnico, por su lado ético.
Y
esta fue la narración de aquel acto, complejo de evaluar, al que una
persona que no era un “justiciero” que fuera buscando “malos a
los que castigar”, se vio compelido a ejecutar.
Al
parecer, en su ciudad, frecuentaba un bar hacía la hora de comer ya
que su pareja trabajaba a turno completo y no podían comer juntos,
así que comía con una cerveza y unas tapas en un bar de barrio de
su ciudad, también cerca de su casa. Un día, estando en el borde de
la puerta fumando un cigarro, tras haber comido y con un café en el
mano, se le acercó uno de esos clientes que conoces de vista del bar
pero con quien no tienes el menor interés en relacionarte. Un
cliente que, por lo que me describió, era muy similar al gorila
descerebrado que había entrado momentos antes en donde nos
encontrábamos. Es la socialización que provoca el tabaco, que al
estar prohibido dentro de los bares, todos los fumadores salen a
consumirlo a la misma puerta, y eso genera relaciones casuales,
normalmente intrascendentes, pero en esta ocasión no fue así.
El
tipo en cuestión, un gordo jubilado que había sido camionero toda
su vida según contaba, empezó a desbarrar sobre cualquier cosa: era
un borrachuzo que iba buscando atención de bar en bar y cuya opinión
valía mucho menos que el silencio. La cosa no iba más allá de ser
otro cafre que se metía con los inmigrantes, con los jóvenes, con
los nuevos tiempos en general. Hasta que presenció una situación
que le hizo saltar: una mujer conduciendo, había pitado a un coche
que se le había cruzado de golpe y casi le hace chocar con él.
En
ese momento, el borrachuzo dijo en voz clara y alta: “...otra puta
a que habría que matar!!”, refiriéndose a la conductora que,
justamente, era la víctima de la mala conducción del otro coche y
tenía toda la razón del mundo para pitarle por su acción.
Libélula
no se inmutó ante el comentario, y siguió allí mientras el tipo
iba a por otro botellín de cerveza. Y al volver a la puerta con el
nuevo botellín, fue cuando le hizo la confesión que nunca debió
haber hecho: “A las putas como esa había que prohibirles conducir,
o sacarlas de la carretera a la primera oportunidad. Cuando aún
conducía el camión, hubo una zorra que llegando a la altura de
**ponga el lector aquí el nombre de un pueblo pequeño cercano a su
capital de la provincia** se puso a pitarme porque no conseguía
adelantarme con el camión. ¡¡Una polla le iba a dar paso a una
guarra así!!
Hasta que llegamos a una recta donde se puso a acelerar
y a adelantarme. No me lo pensé dos veces: empecé a echar el camión
contra el otro carril, viendo que no venía nadie ni había nadie
detrás, y la saqué de la carretera. El coche dio más vueltas de
campana que un bombo de lotería, y a tomar por culo la hija de puta.
Una zorra menos.”
En
ese momento Libélula se quedó helado. En primer lugar porque
alguien fuera capaz de hacer algo así a otra persona, simplemente
porque te están adelantando con el coche, En segundo lugar, porque
la ruta que había mencionado el camionero, era la que su mujer
tomaba cada día para ir y venir del trabajo. Libélula me dijo que
en ese momento sintió algo que nunca había sentido jamás: como si
un espíritu no deseado se hubiera metido en su cuerpo, y le
estuviera generando emociones de odio e ira que nunca antes -ni
después- había experimentado.
Libélula
le preguntó al camionero qué le pasó a esa mujer. Y este le
contestó con toda la calma: “Allí murió la marrana. Y me alegro.
Además, el delito ya prescribió, así que no me pueden hacer nada.”
Libélula
se metió para dentro del bar, terminó de un sorbo el café, pagó y
se fue rápidamente. Caminó en cierto estado de shock intentando
asumir lo que acababa de escuchar: el asesinato de una persona por
pura diversión, y el asesino jactándose de ello y de su impunidad
legal por los años transcurridos.
Cuando
llegó a casa intentó tranquilizarse y pensó que posiblemente la
historia era mentira, que era una fantasmada de un tarado que
pretendía hacerse el gorila ante un desconocido en el bar. Pero la
historia escuchada siguió atormentándole, sobre todo en su cabeza
resonaban las palabras del tipo cuando disfrutando decía “Además,
el delito ya prescribió y no me pueden hacer nada.”.
Intentó
borrar todo aquello de su cabeza y olvidarlo como si fuera todo
mentira. Pero como decía, escuchar aquello, tal y como lo dijo aquel
tipo, hizo que un espíritu se le metiera dentro y no le dejase
descansar, haciendo que la escena se repitiera una y otra vez en su
cabeza. Además, empezó a pensar en su pareja, que precisamente a
esas horas debía estar volviendo a casa, por esa misma carretera. Y
el mero hecho de imaginar que alguien podía hacerle algo así a su
chica, le hacía levantarse nervioso y empezar a moverse de un lado a
otro como si quisiera hacer algo.... sin saber qué hacer.
Así
pasaron unos días, y no había podido quitárselo de la cabeza. De
hecho, había empezado a hacer una búsqueda en Internet y en
periódicos locales sobre los accidentes acaecidos en ese tramo de
carretera, que hubiera ocurrido hace más de 20 años (que sería el
periodo necesario para que un delito de asesinato prescribiera, tal y
como se jactaba el camionero).
La carretera ya no era la misma que
hace 20 años, porque en este tiempo se había desdoblado en una
autovía. Pero esto era así desde hacía poco más de una década.
Anteriormente era una carretera con dos carriles, como la mayoría de
carreteras de la red general en el país. Y era cierto que era una
tramo de carretera que contaba con un alto número de accidentes, por
las curvas que tenía y porque era una ruta usada por conductores
portugueses, que tenían fama merecida de conducir temerariamente y
provocando todo tipo de siniestros.
Y
tras mucho buscar, repasando años de periódicos locales, encontró
2 accidentes en un periodo de 5 años, que podían encajar con lo que
contó el camionero. ¿Todo aquello sería cierto o no era más que
una paranoia que él se había montado a raíz de un comentario de un
borrachuzo? Tenía que saberlo, habiendo dedicado el tiempo que había
dedicado a aquello, no podía quedarse ahí.
Y la única forma de
poder salir de dudas, por desgracia, era volver a tratar con ese tipo
y tirarle de la lengua. La idea le repugnaba, pero mucho más le
alteraba la idea de dejar el asunto en ese punto y tratar de
olvidarlo, sabiendo que no lo conseguiría. Así que, haciendo de
tripas corazón, empezó a coincidir más con el camionero en el bar,
a salir a fumar cuando el otro salía, y a ir labrando cierta
“amistad” en la que se presentaba como un tipo totalmente
diferente a sí mismo: alguien que era afín a la forma de pensar del
borrachuzo. Y poco a poco, en unas semanas y pagando unos cuantos
botellines y alguna tapa, el camionero según le veía en el bar iba
disparado a su lado como su se encontrase con su mejor amigo. Y de
esa forma, dejándole hablar y sacándole ciertos temas casualmente,
varias veces le volvió a contar el asunto (parecía que era de lo
que más orgulloso se sentía en su trayecto vital), y eso le dio pie
a Libélula para meter alguna pregunta que le ayudara a discernir si
la historia era cierta, y de serlo, cuál era el accidente mortal que
había provocado él.
Hasta que en esas conversaciones que parecían
casuales, dio algunos datos que sirvieron para determinar cuál era
el que decía haber causado, como el tramo horario en el que ocurrió,
el modelo de coche y el color, y la edad aproximada de la conductora
que tan grave pecado cometió como para merecer la muerte.
¿Y
ahora qué? Era cierto, y lo había comprobado consultando a la
policía y a un par de abogados amigos, que el delito ya no era
procesable aunque se pudiera demostrar, ni siquiera aunque lo
declarase bajo juramento el propio asesino. Así son las cosas.
Prescripción y se acabó. ¿Dónde quedaba la justicia en algo así?
¿Puede una persona matar a otra de esa forma e ir contándolo como
hecho divertido a los conocidos del barrio con lo que coincidía en
un bar? ¿Nadie podía hacer nada? ¿Era justo?
Libélula
pasó días dando vueltas a esas preguntas en su cabeza, incluso
llegó a soñar con el accidente en sí, y me contó que siempre
despertaba cuando el coche paraba de dar vueltas de campana y los
ojos de la conductora -ya muerta- quedaban mirándole como si él
estuviera presente en aquel lugar. Según me dijo era torturante, e
incluso, aunque la carretera ya era una autovía, el tiempo en el que
su pareja estaba en camino hacia o desde el trabajo, sufría una
ansiedad creciente que sólo controlaba a base de ansiolíticos,
alcohol u otras drogas. Aquello, le estaba pasando una factura que no
sabía cómo manejar.
Hasta
que le planteó la historia a algunos conocidos por Internet, en
forma de dilema moral, para ver qué harían ellos si se vieran en
dicha situación: saber a ciencia cierta que una persona era un
asesino y que la ley no podía hacer nada ya. Me dijo que todos
contestaron como si fueran a hacer algo, desde pegarle una paliza a
empapelar las calles del barrio con carteles con la historia y su
foto, hasta que alguien dijo que la cuestión era simple para él:
“Se merece la muerte.” Y esa persona añadió: “Es más, si no
tuvo problema en matar a una mujer sin motivo alguno... ¿qué impide
que haga daño de otras formas a otras personas que tampoco puedan
defenderse?”
Libélula
estaba de acuerdo con que había que hacer algo, que uno no podía
vivir tranquilo tras haber recibido una información semejante sin
hacer nada. Y aunque lo de darle una paliza o empapelar las calles
con la denuncia pública de lo acontecido, eran ideas que no le
desagradaban...¿era buena idea generarle más odio interno a un
desgraciado de ese tipo? ¿No podría ser el desencadenante de otra
acción de consecuencias imprevistas para una tercera persona?
Quedaba
una opción. Matarle.
En
este punto del relato, Libélula paró. Se quedó callado mirando
hacia abajo, y cuando levantó la mirada, clavó sus ojos en los míos
y me preguntó:
-L:¿Alguna
vez te has planteado, hasta las últimas consecuencias, matar a
alguien?
Me
quedé en silencio. En mi mente busqué ocasiones en que hubiera
deseado matar a alguien, y mentiría si dijera que no las encontré,
pero eran todas personales. Todas respondían a una venganza propia,
y no eran equiparables al supuesto que se me planteaba. Le contesté:
-Y:No
de esa forma. Me lo he planteado pero era satisfacer el deseo de
venganza personal, y no el dilema ante el que me has llevado. Pero
ahora te pregunto yo a ti... ¿cuál era tu ganancia en llevar a cabo
algo así? ¿Qué sacabas tú de todo ello?
No
dudo ni un segundo en contestarme.
-L:Paz.
Que aquello que se me había metido dentro cuando, sin yo elegirlo,
me hicieron poseedor de dicho conocimiento, quedase en paz. No tengo
vocación de justiciero, nunca he empleado la violencia física salvo
para defenderme si me atacaban, y posiblemente eso haya ocurrido 3 o
4 veces en toda mi vida. Es más, si hubiera podido pagar todo lo que
tenía porque nunca me hubieran revelado esa información y hubiera
podido seguir con mi vida normal y mis preocupaciones habituales, lo
hubiera pagado de buen grado. Pero no podía ser ya. Me sentía una
víctima más al conocer esa historia por el estado en el que me
había hecho entrar, pero no hacer nada en absoluto, me hacía
sentirme como cómplice. Y no acepto ser una víctima de los actos de
un miserable que no merece el aire que respira, pero menos aún
acepto sentirme cómplice con mi silencio o mi inacción. Aunque la
ley diga que semejante acto ha prescrito... ¿Qué quiere decir eso
exactamente? ¿Qué sólo Dios puede juzgarlo? No creo en Dios ni en
la justicia divina, no creo en el karma. Pero sí creo en tener
pesadillas con un asesinato, ver al asesino reírse de ello, y en
tener que tupirme a ansiolíticos para que mi cerebro no explote
sabiendo que ese tipo se pasea jactándose mientras una persona ha
muerto y sus familiares experimentan durante décadas un dolor que no
puedo ni imaginar, y son aseteados por preguntas sin respuesta que
nadie va a poder contestarles.
Se
relajó, se reclinó en la silla, me miró y me preguntó:
-L:
¿Si un día tu pareja, tu hermana o tu madre, mientras conducen
tocan el claxon a un coche, y el conductor se baja y le mete una
paliza a tu familiar... qué harías?
-Y:
Lo buscaría sin cesar hasta encontrarlo y posiblemente lo mataría
sin pensarlo demasiado. Y sin importarme las consecuencias.
-L:
¿Y si en vez de una paliza, lo que hiciera fuera matarlas....
entonces qué harías?
Me
quedé callado. Como si me hubieran atrapado con un razonamiento cuya
conclusión es inevitable por mucho que no te acabe de gustar. La
respuesta hubiera sido la misma que a la pregunta anterior, lo cual
adolecía de cierta lógica por ser distinto el daño y por ende, la
proporción en el castigo. Pero sabía que era así. Por primera vez
en toda la tarde, sentí un odio intenso, seguramente similar al que
atormentó durante un tiempo a Libélula. Por primera vez, no pude
pensar, sino sólo sentir... y desear la muerte a aquel desconocido
camionero del que me habían contado la historia. Es más, la muerte
no me parecía ya un castigo suficiente. La muerte se me hacía
pequeña comparado con el dolor que su acción debió causar a toda
su familia, su gente, sus amigos.... todo por tocar el claxon a un
psicópata mientras conducía. No contesté a su pregunta. Ya sólo
quería saber qué había pasado. Realmente, lo que quería saber era
que lo había matado.
-Y:¿Qué
hiciste? ¿Lo hiciste? ¿Y si lo hiciste, cómo lo hiciste para
evitarte las consecuencias?
Su
rostro ya había perdido toda la tensión que había ido acumulando
mientras me contaba la historia. Tenía la expresión plácida,
contenida y elegantemente alegre de un jugador de ajedrez que ha
conseguido darle la vuelta a una partida que iba perdiendo y que
había terminado por encontrarle la forma de ganarla.
-L:
¿Qué iba a hacer? No tenía otra opción. Había llegado a un punto
en que todas las opciones eran complicadas y podían tener
consecuencias, algunas terribles. Pero la peor de todas, era no hacer
nada. Yo no sé si hubiera podido vivir con eso el resto de mi vida.
Verle pasear por mi barrio de bar en bar y por la noche despertarme
empapado, temblando viendo los ojos muertos de alguien que, aunque no
fuera de mi familia, podía haberlo sido. Podía haber sido
cualquiera. Ese era el problema. Ese tipo no era un loco vengativo,
no era alguien peligroso con quien más vale no meterse. Ese tipo era
un cobarde que nunca se hubiera atrevido a plantar cara a nadie, pero
que seguía experimentando placer sabiendo que había asesinado a
alguien que ni conocía, por puro placer... o si lo quieres ver de
otra forma, por el “terrible pecado” de que le hubieran tocado el
claxon mientras conducía. Yo no quería saber nada de aquello, me lo
volcó encima sin preguntar: me introdujo en esa historia sin
permiso, y también sin saber las consecuencias que eso iba a
generarle. No me gusta la violencia, me repele. Pero menos aún me
gusta la injusticia. Y lo siento mucho, señor juez, pero si para la
ley ha prescrito, que sea la ley la que lidie con todo lo que me
provocó. Nadie podía hacer nada, nadie podía ayudarme. Nadie,
excepto yo mismo. No tuve elección si quería recuperar mi vida, que
aunque suene poético, es totalmente prosaico. Tuve que tomar la
medicina que contrarrestase el virus infernal que había entrado
aquel día por mis oídos. Y por supuesto que lo hice. No siento
orgullo por ello, ni placer por haber quitado del mundo a una escoria
semejante. No siento nada con respecto a ello. Como mucho, siento que
hice lo único que podía hacer. Y no me arrepiento de haberlo hecho.
Pero me estaría arrepintiendo para siempre de haber sido un cómplice
en el silencio.
-Y:¿Cómo
lo hiciste? Si es que puedes contestarme, porque entiendo que no lo
hagas: asumiste la posibilidad de unas consecuencias brutales para tu
vida si te hubieran cogido, y aún estás en riesgo legal. Tu acto no
ha prescrito para la ley...
-L:Te
lo voy a decir. Primero porque me ha quedado claro que has entendido
todos los matices de la historia, y segundo porque tengo la sensación
de que si hubieras sido tú el que hubiera recibido ese veneno,
seguramente también hubieras acabado tomando una opción radical.
Se
tomó unos segundos, inspiró, expiró. Miró hacia los lados y se
acercó hacía mí con los codos sobre la mesa, y con un volumen de
voz más bajo me preguntó:
-L:¿Cuál
es mi nick en el foro donde nos conocimos?
-Y:
Libélula... ¿no?
-L:No
siempre fue ese. Antes usaba otro. Pero lo había “quemado”
buscando información sobre research chemicals que fueran
potencialmente mortales a dosis muy bajas, de menos de 25 mgs. Y tú
sí sabes lo que significa “Libélula”, aparte de un insecto...
¿verdad?
Me
dijo con cierto aire malicioso, como si su mayor secreto fuera algo
que siempre había estado a la vista.
-Y:
Creo que sí sé a qué te refieres. Es el sobrenombre traducido al
castellano del compuesto Bromo-Dragonfly... ¿te lo cargaste con una
sobredosis de Bromo-Dragonfly?
-L:
Con el tiempo que me tocó pasar con él hasta que tuve claro qué
accidente era el que cometió, sabía todo lo que bebía y lo que
comía en el bar. Echarlo en una bebida, aunque fuera disuelto, me
parecía una mala idea, porque me parecía que era más sencillo para
que no se notase demasiado su sabor que fuera disuelto en una salsa.
El día anterior, me llevé a casa una ración de las albóndigas con
salsa que el tipo devoraba cada vez que iba a ese bar. Retiré una
pequeña cantidad de la salsa, la calenté y disolví el producto. Lo
guardé en una jeringuilla que congelé hasta el día siguiente a la
hora de ir al bar. El resto fue sentarme en el lugar apropiado antes
de que él llegase, y tener la suerte de que todo fuera como un día
normal. Y lo fue. Se sentó a mi lado derecho, pidió bebida y su
tapa de albóndigas, y cuando se giró a mirar la televisión, apreté
la jeringuilla que llevaba en la mano en la salsa de su tapa. Pensé
que notaría el sabor metálico que dicen que tiene, pero no pareció
darse cuenta. Lo tragó como cualquier otro día, e incluso rebañó
bien con pan. Luego el camarero, metió el plato con el resto de
vajilla y vasos en el lavavajillas y todo resto desapareció.
-Y:
¿Y después qué pasó? Ese compuesto tarda más de una hora en
hacer efecto...¿no?
-L:
Después había que tragar saliva, y comportarse como cualquier otro
día. No sabía si funcionaría, aunque tenía la esperanza de que al
ser un tipo viejo con un montón de patologías pre-existentes,
aquello fuera más que suficiente. Pedí un café, salí a tomarlo
fumando mi cigarro a la puerta. Él salió como los demás días a
que le hicieran caso, y yo estaba tan nervioso que no recuerdo ni de
qué hablamos. Sólo recuerdo que me costaba no sonreír con alegría.
Entré, pagué y como otros días, me fui. Sólo pensaba en ir hasta
un callejón que hay a unos 50 metros del bar, que discurre entre una
tapia de una escuela y las ventanas traseras de un viejo edificio, y
en el que hay una alcantarilla donde podía deshacerme de la
jeringuilla. Y así lo hice. Luego seguí hasta mi casa y me lavé
bien las manos por si algo me había salpicado. Me cambié de camisa,
la metí a lavar con el resto de la ropa. Habían pasado unos 45
minutos, y la tensión del momento no me dejaba estar quieto. Así
que me bajé a la calle a dar un paseo, por la zona de los siguientes
bares que visitaba, ya que este tipo hacía la misma ruta cada día,
esperando ver o escuchar algo, un ambulancia, gritos, alboroto....
algo!!
-Y:
¿Y qué pasó?
-L:
Pues lo que tenía que pasar. En el siguiente bar al que el tipo
solía ir, tras pedir un botellín y sentarse, en un momento dado
parece ser que cayó a plomo. No estaba muerto, pero al caer se había
golpeado brutalmente en la cabeza, dado su peso y que parece ser que
ni reaccionó intentando parar el golpe con las manos. Al parecer
instantes antes había hecho algunos comentarios sin sentido para los
presentes, y tras la caída y el golpe, empezó a echar espuma por la
boca. Pensaron inicialmente que era un ictus o un derrame cerebral.
La ambulancia se escuchaba llegar casi al mismo tiempo que yo me
acercaba al bar. Cuando entraron estaba en parada, y le intentaron
hacer la RCP para resucitarlo. La calle se llenó de gente que miraba
desde la otra acera. Al cabo de menos de media hora, detuvieron las
maniobras de resucitación y le taparon con una manta térmica de
esas. Game over. Ahora sí había prescrito.
-Y:
¿Y le hicieron autopsia?
-L:
Lo dudo mucho. Al día siguiente, los bares de la zona y el portal de
la casa donde vivían tenían su esquela puesta. Dada la edad y su
estado, más la ostia en la cabeza, lo darían por muerte natural. La
historia había terminado, nunca más volví a saber nada del tipo.
Nos
quedamos en silencio los dos, mirándonos y con una sonrisa que se
dibujaba en la cara. No puedo saber qué sentía él, pero yo tenía
la extraña sensación de que con un envenenamiento intencional se
había hecho justicia a un crimen que la ley ya no podía ni juzgar.
No me atrevería a decir que estaba bien, pero tenía la profunda
impresión de que no estaba mal. Por último le pregunté:
-Y:¿Cómo
te sentiste? ¿Conseguiste la paz que buscabas?
-L:
Si te soy sincero, primero me sentí aliviado. Durante todo el asunto
me había centrado en el proceso en sí mismo y había obviado las
posibles consecuencias para mí. Pero una vez hecho, esa fue mi mayor
tensión durante los momentos siguientes. Y una vez que fui
consciente de que todo había pasado y que nadie iba a mover ni un
dedo en dicho asunto, porque no había motivos para ello, me invadió
una extrema sensación de paz y cierta felicidad, similar a la que
tienes cuando terminas un trabajo que te ha implicado mucho tiempo y
por fin se ha terminado satisfactoriamente. En cuanto a mis
pesadillas, desaparecieron desde el primer día. Dormí como un niño,
y en poco tiempo dejé de usar ansiolíticos. Aunque de todo esto sí
me ha quedado algo de miedo a la carretera, da igual en ciudad que
fuera: hay mucho psicópata que sólo necesitan del volante para dar
salida al monstruo que llevan dentro. ¿No has visto el otro día lo de un guardia civil que por un accidente de tráfico ha ejecutado con 5 balazos en la cabeza al otro conductor, un marroquí que intentó
huir corriendo cuando le vio con el arma? Un primer balazo en la
cabeza y otros 4 estando ya en el suelo.... ¿Cuántos psicópatas
hay que van con un volante en las manos en las carreteras?

La
conversación se desvió ya por otros derroteros a partir de ese
punto, y poco después habíamos llegado al límite de tiempo que
teníamos para ese café. Nos despedimos amistosamente, y reconozco que disfruté conociendo al tipo y esa historia. Nunca más volvimos a vernos aunque alguna vez más cruzamos algún email, pero hace ya años que no tengo noticias de él. Espero que esté bien, y sobre todo, que siga en paz.
Y que esa paz nunca prescriba.
PS: Esto es una historia de ficción, y cualquier parecido con la realidad en las situaciones o los personajes, es fruto de la mera casualidad. No hay que buscarle más pies al gato, la moraleja es la que es en cada historia, sea fábula o hecho histórico.