¿Por qué USA y Canadá enfrentan la
mayor tasa de muertos por sobredosis de toda su historia? Seguramente
la mayoría de lectores conocían este hecho, a grandes rasgos, ya
que en la prensa, radio y TV se trata este asunto. Pero para quien no
haya oído nada al respecto, vamos a explicar -telegráficamente-
cómo es que en un área del doble de tamaño que Europa, y con un
nivel de vida económicamente superior a la media de nuestro
continente, si tienes menos de 50 años de edad tienes más
probabilidades de morir de sobredosis que de accidente de tráfico,
arma de fuego, cáncer o SIDA.
Las distintas dosis letales de la heroína, el fentanilo, y su análogo más potente: el carfentanil.
¿Cómo y cuándo comenzó este
problema? El inicio de lo que -ahora- ha devenido en la peor epidemia
de sobredosis de la historia, lo podemos situar en torno a los años
90; hace casi 30 años. En aquella época, el tratamiento
farmacológico del dolor (crónico, agudo o terminal) dejaba bastante
que desear, para los pacientes que lo sufrían. Esto se debía a que
la práctica médica, de aquellos años, entendía que sustancias
como la morfina o la heroína, eran drogas que creaban “adicción”
y que, por lo tanto, no se podían utilizar salvo en casos extremos y
se reservaban para tratamiento hospitalario -de cirugía y
post-operatorio- y cuidados paliativos en enfermos terminales. Esta
forma de emplear los mejores analgésicos que la naturaleza puso en
manos del hombre, surgía también de la mentalidad judeo-cristiana,
por la que el dolor es parte de nuestro personal purgatorio, y buscar
alivio para el mismo era de débiles de espíritu. La frase “el
dolor le es grato a Dios” y el hecho de no dar opiáceos u
opioides, salvo a moribundos, resume bien la mentalidad de una gran
mayoría de la población – tanto médica como paciente- de esa
época.
Esas breves líneas escritas como carta al editor, fueron la excusa usada por los nuevos vendedores salvajes de opioides como justificación de que la adicción era un mito, omitiendo cuestiones esenciales.
Unos años antes, en la década de los
80, un par de doctores hicieron una revisión -basada en datos
objetivos- sobre si era cierto que los “narcóticos” (que era
como se denominaba genéricamente a los opiáceos y opioides)
causaban adicción con la facilidad y rapidez con que se había hecho
creer a la gente que eso ocurría, dentro de las campañas de
desinformación farmacológica que acompañan siempre a la pedagogía
social de la “guerra contra las drogas”. Lo que estos doctores
encontraron fue curioso y sorprendente: era falso que el hecho de
tomar narcóticos crease adicción como se había contado. De hecho,
los datos mostraban cómo los pacientes tratados con “narcóticos”
por dolor -bajo control del hospital siempre- no tenían apenas tasas
de adicción, si no existían problemas de adicción previos.
Escribieron una carta a una prestigiosa revista médica, “New
England Journal of Medicine”, contando cómo entre más de 11.000
pacientes a quienes se les habían administrado narcóticos -en
contexto hospitalario o de cuidados dirigidos por un hospital- sólo
4 de ellos habían desarrollado un trastorno adictivo, que pudiera
ser documentado claramente en su inicio. Sólo 1 de cada 2750
personas se convertía en “adicta”, con todo lo que eso
implicaba: ¿era justo estar negándole una correcta medicación
contra el dolor al 99'9% de los pacientes por algo que ocurría a
menos de un 0'1% de casos?
Sin embargo, su bienintencionada carta
fue usada -10 años más tarde- de forma distorsionada para lanzar la
más grande campaña de ventas de fármacos opioides de la historia
de la humanidad. Uno de sus dos autores, ha dicho que “sabiendo lo
que sabe hoy, y la forma en que su texto fue intencionalmente mal
usado, no escribiría esa carta”. Y no es para menos, ya que fue
citada 608 veces en otras tantas publicaciones, el 72% de las
ocasiones para apoyar la afirmación de que “los opioides raramente
provocaban el inicio de una adicción” y en el 80% de los casos,
escondiendo la variable clave: dicho estudio se refería sólo a
pacientes en entorno de control hospitalario. Se omitió ese dato en
4 de cada 5 menciones, y se indujo a creer a los médicos que la
prescripción de opioides, para cualquier tratamiento de dolor, no
derivaba casi nunca en problemas adictivos.
Oxycontin, el producto estrella que desató la peor crisis de sobredosis de la historia: de Purdue Pharma.
La empresa farmacéutica -su exponente
más visible fue Purdue Pharma- entraba en acción con una brutal
campaña de ventas, donde miles de “visitadores farmacéuticos”
fueron entrenados para hacer creer a los médicos que la tasa de
problemas de adicción con los opioides era inferior al 1%, sin más
contexto ni variables. Muchos médicos -animados a recetar un fármaco
que funcionaba bien y, además, te aseguraba la dependencia del
paciente/cliente- no se hicieron de rogar y aceptaron encantados el
flujo de dinero que la prescripción de narcóticos opioides les
proporcionaban; se desdibujaba el límite entre lo que es un médico
prescribiendo, y lo que es un vendedor de droga con capacidad de
surtirse en el mercado legal.
Purdue Pharma, gracias a su producto
estrella “OxyContin” pasó de recibir “unos pocos miles de
millones de dólares” a facturar 31.000 millones de dólares en el
año 2016, y a aumentar aún la facturación en el año 2017 con
35.000 millones de dólares: sus beneficios han crecido al ritmo que
los muertos de sobredosis. Su “OxyContin” presumía de ser eficaz
con el dolor, a lo largo de 12 horas por su liberación prolongada y
patentable, y de contar con una formulación que prevenía el abuso
del fármaco: esto también era falso, ya que para “hackear” su
sistema anti-abuso, bastaba con machacar o romper el comprimido.
Purdue Pharma supo -desde el principio-
que estaba convirtiendo en yonquis a un gran porcentaje de la
población. Ya en el año 2001 fue demandada por el fiscal general de
Connecticut, debido a las altísimas tasas de adicción que estaba
generando el “OxyContin”. Y esa fue sólo la primera de un montón
de demandas, que la compañía siempre se encargaba de solucionar
pagando dinero y firmando un acuerdo de confidencialidad. Hasta que
en 2007 la compañía se declaró culpable, en un acuerdo que incluía
el pago de 600 millones de dólares. Por desgracia, el total de las
cantidades pagadas -entre todas las demandas de varios años- no
alcanza los mil millones de dólares, mientras que la compañía
factura 35 veces más cada ejercicio: tan inútil como intentar parar
una bala de cañón soplando en su contra.
Primera reacción, primer error.
Cuando en la década del 2000 se empezó
a ver claramente que la dispensación “casi descontrolada” de
opioides -en una sociedad donde no puedes beber alcohol hasta los 21
años- causaba serios daños a algunas personas, la primera reacción
fue reducir fuertemente las prescripciones de estas sustancias, en
muchas de las patologías más leves y en los casos menos necesarios.
Pero esto se hizo sin tener un plan para todas esas personas que ya
estaban enganchadas a consumir una sustancia farmacéuticamente
controlada, y a quienes iban a cortar -de golpe- el suministro de esa
sustancia a la que ya eran dependientes (fueran adictos o no). Esa
acción provocó que un gran número de los pacientes a quienes se
los retiraban, no viéndose capaces de enfrentar una desintoxicación
“a pelo” o muy dura, saltaron al mercado negro.
El entorno en que esto sucede, tiene
leyes y realidades distintas a las de España, y resultan clave para
entender todo lo que ocurrió después. A diferencia de nuestro país,
donde puedes conseguir metadona legalmente y sin coste -además de
tratamiento- en menos de 1 semana, allí no existe un sistema público
de atención sanitaria que trate a todo el que lo necesite. Para más
INRI, el hecho de consumir una droga en nuestro país es un derecho
del individuo, mientras que en USA y Canadá el simple hecho de
consumir -aunque sea en tu propia casa- es un delito que te puede
dejar preso. Incluso si estabas tomando drogas con otra persona y
llamas para evitar que muera de una sobredosis: puedes verte
penalmente perseguido.
Todos esos pacientes que se empezaron a
abastecer, a precios muy superiores, en el mercado negro (una
pastilla de “OxyContin” de 80 mg. se pagaba a 80 dólares: 1
dólar por miligramo, 1000 dólares un gramo) eran personas que, en
su mayoría, venían de un mundo respetuoso con la ley. Hasta finales
de los 90, el estereotipo del consumidor -en el mercado negro- no
correspondía con gente que en su mayoría eran blancos, de clase
media socio-económicamente hablando, y sin apenas experiencia como
“yonquis”. La mayoría habían comenzado gracias a su médico,
que se los recetó a ellos -o a un familiar a quien le quitaban
pastillas- pero no tenían experiencia con el lado ilegal de ese
mundo y, por eso, eran el actor más débil dentro de dicha cadena.
Ya no se trataba de jóvenes de color enganchados al crack en barrios
marginales, sino que era todo un nicho nuevo de mercado con padres,
madres e hijos blancos y de clase acomodada. A diferencia del antiguo
estereotipo del “yonqui”, el factor común de este nuevo grupo
era haber contado con seguro médico, y ese era el vector de enganche
a estas sustancias.
Pastillas reales y falsificadas de Oxyconting en el mercado negro, prácticamente indistinguibles.
Cuando fueron arrojados al mercado
negro, quienes pudieran permitirse pagar los elevadísimos precios
para conseguir las mismas pastillas que te daban antes en una
farmacia, seguirían tomando el fármaco de su elección, pero sin
seguridad alguna al respecto (las pastillas más populares se
“clonan” para vender en el mercado negro pero con otros
compuestos desconocidos). Otros vieron desde el principio que,
puestos a mantener una dependencia de opioides, les resultaba más
barato utilizar heroína que cualquier otro compuesto existente, y
saltaron a la heroína del mercado negro. Primero esnifada y
finalmente inyectada, ya que la heroína que mayoritariamente había
en USA es “clorhidrato de heroína”, que se descompone al
intentar fumarse y por ello dicha forma de consumo (a pesar de ser la
más segura) es la menos usada allí.
Los actores no esperados.
La heroína en USA procede mayormente
del denominado “triángulo asiático”, pero desde hacía ya años
en México -cuyo clima sólo permite cultivar cannabis y opio, pero
no coca- se estaba produciendo una heroína rudimentaria con la
amapola cultivada allí. Esta heroína llegaba en dos formas al
mercado de USA, como una tosca goma negra (“black tar”) o como un
polvo marrón (“brown sugar”, o heroína en base libre). Sin
embargo la cantidad producida no es grande, y el producto no es de
alta calidad, por lo que para competir empezaron a añadir fentanilo
a la heroína, aumentando su potencia pero multiplicando enormemente
el riesgo al consumirla, especialmente esnifada o inyectada.
El fentanilo es un opioide sintético
-creado en los años 50 por el grupo del químico Paul Janssen- de
fácil producción y coste mínimo, cuya potencia es 100 veces mayor
que la de la morfina: 10 gramos de fentanilo equivalen a 1 kilo de
morfina. Es el compuesto que hay en los mal-llamados “parches de
morfina”, y su dosis letal para un humano es de tan solo 2 ó 3
miligramos. Mezclando un compuesto de esa potencia con heroína, de
forma artesanal y no controlada farmacéuticamente, las imprecisiones
son mortales y eso es lo ocurrió: el número de sobredosis, que
llevaba años aumentando ya, se disparó hacia arriba como nunca
antes se había visto.
Solo la dosis hace al veneno: dosis letal de heroína vs. fentanilo.
¿Y los que no saltaron a la heroína,
se libraron? Pues tampoco. El fentanilo no era el peor de los
monstruos que iban a aparecer. Otros derivados de la misma molécula,
como era el carfentanilo, tenían 100 veces más potencia: era 10.000
veces más potente que la morfina. Un solo gramo de ese compuesto,
equivalía a 10 kilos de morfina y 5 de heroína, y se vendía
legalmente por menos de 4000 euros cada kilo. Se sintetizaba -bajo
demanda y de forma legal- en China, y te lo enviaban por paquetería
postal. En un paquete de 1 kilo de carfentanilo tienes la potencia
narcótica de 5 toneladas de heroína; lo pagas con tu tarjeta y lo
recibes en tu casa discretamente. Si a eso se añade que una maquina
de troquelar pastillas vale menos de 1000 dólares, cualquier
desaprensivo podía elaborar -en su propia casa- decenas de miles de
pastillas falsificadas. Al precio que se estaban pagando en la calle
y con un número de clientes -en el mercado negro- cada día mayor,
porque sus médicos ya no les atendían, el escenario para la
catástrofe estaba montado.
El ejemplo más icónico de esa
colisión, entre un montón de pacientes entregados al mercado negro
y una serie de nuevas drogas tan increíblemente potentes como
peligrosas y baratas, fue Prince. El músico era dependiente de
opioides, y cuando no los pudo comprar en la farmacia porque su
médico dejó de recetárselos, los compró en la calle. Murió en un
ascensor tirado y solo; allí mismo certificaron el “exitus”. La
autopsia y el registro de su vivienda revelaron que su muerte se
debió a una sobredosis provocada por el fentanilo y/o otros
compuestos análogos, que el cantante ingirió al tomar una pastilla
falsa de “Percocet”, comprada en el mercado negro. Posteriormente
se supo que Prince era dependiente de opioides desde el año 2010,
cuando se sometió a una dolorosa cirugía de la cadera. Si su médico
le hubiera seguido recetando, Prince hoy estaría vivo.
Contad los muertos.
Las muertes por sobredosis en USA han
escalado desde poco más de 6.100 muerte anuales -año 1980- a ser 3
veces más -18.000- en el año 2000, hasta lograr superar cada año
el récord anterior de muertos, acabando con 64.000 personas en 2016
y con 73.000 más en 2017, último año del que hay datos. No se
prevé que la tendencia vaya a modificarse, ya que las medidas que se
están tomando (como recortar aún más las prescripciones legales de
opioides) están provocando que el flujo de pacientes, regalados al
mercado negro más peligroso jamás imaginado, no sólo no cese sino
que aumente.
Las últimas víctimas de estas atroces
políticas de drogas en USA, son los enfermos de dolor crónico
no-oncológico. Estos enfermos -incluyen a la mayoría de veteranos
del ejército de USA con heridas graves o mutilaciones- han visto
cómo sus médicos se niegan repentinamente a recetarles la
medicación que les quitaba el dolor, y que les había estado
recetando durante años y años sin problema. Pasan de eso a
lanzarles -por la fuerza- a una deshabituación no deseada (pasando
por un síndrome de abstinencia) que destroza su calidad de vida,
además de devolverles a un mundo de tremendos dolores por su estado
físico. Muchos de estos enfermos, que además son el tipo de
pacientes que no ofrecen duda sobre el uso que darán al medicamento
(deformidades degenerativas, mutilaciones, tetraplejias por trauma,
etc.), se han visto incapaces de enfrentar la nueva situación y la
retirada forzosa -sin criterio médico que lo justifique- de los
fármacos que estaban siendo efectivos, pero no han acudido al
mercado negro a por heroína: muchos se están suicidando por no
poder hacer frente al dolor.
Para alegría de quienes han
implementado estas nuevas directrices, estas muertes -desesperadas
consecuencias derivadas de la nueva situación- no harán que
aumenten las cifras oficiales por sobredosis de drogas; podrán
sentirse satisfechos de que -estos cadáveres- los vayan a apuntar en
otra lista.
Hubo una época en que las únicas
drogas disponibles para humanos (y animales, porque también se
drogan) salían de plantas y -como mucho- de ciertas fermentaciones,
naturales o preparadas. Se tardaron unos cuantos miles de años -tras
conocer el vino y alcohol de uva- en aprender a hacer “destilados”,
en purificar el espíritu que había en el vino para hacerlo más
concentrado, incluso hasta llegar a su pureza práctica. Tuvo que
llegar el alambique (un invento árabe) para poder dar ese salto y,
desde entonces hasta la aparición de la química aplicada a los
productos naturales, parece que no hubo grandes momentos en lo que a
creación y refinado de drogas se refiere.
La gran química del siglo XIX, que
saltaba lejos de la “irracionalidad alquímica” y buscaba -de
forma sistemática- las leyes que regían las interacciones entre
ciertas materias, llegaba a la farmacopea. Donde antes había ácido
salicílico, sacado de la corteza del sauce, ahora había “Aspirina
(Marca Registrada)”. Y exactamente con el mismo proceso químico
(acetilación) pasábamos de la morfina sacada del opio a la
“Heroína”.
Supongo que “Bayer” -fabricante y vendedor de
ambas sustancias- también registró en 1890 la marca de “Heroin”
o “Heroína”, aunque es de esas cosas que no querrá recordar y
que -seguramente- olvidó renovar la patente allá por los inicios
del siglo XX, para evitar que asocien su buen nombre a algo con tan
mala prensa como la heroína, que ellos crearon y vendieron como
remedio “heroico” por sus grandes virtudes.
Poco después, comenzaron los tratados
internacionales contra las drogas en los que USA dictaba y los demás
copiaban y adaptaban a sus corpus legales (muy en la línea de lo que
se sigue haciendo, en realidad, a día de hoy). Pero con la “Guerra
contra las drogas”, en los 70 de Nixon y 80 de Reagan, llegó el
gran problema: la subvención directa del tráfico de drogas en una
guerra que se sabía imposible de ganar. Si hasta entonces subir un
kilo de cocaína de un país productor a USA (el gran consumidor de
cocaína del planeta) costaba 10x, con los fondos destinados a luchar
contra las drogas (y que eran una excusa para el intervencionismo en
terceros países, atacando la oferta externa en lugar de la demanda
interna), costaba 1000x. Esos precios se repercutían posteriormente
al consumidor, en calidad y coste. Si USA destruía plantaciones de
cocaína, sólo conseguía que los cultivadores (gente pobre que
planta lo que le compren) migrasen a otras zonas y -como mucho- una
imperceptible escasez puntual en el mercado.
Pero el incentivo de las desmedidas
ganancias moviendo drogas, ya estaba ahí. Para aquella generación y
las que vinieron después, ya que la cosa no mejoró sino que
empeoró. Lejos de plantearse que, sus acciones de guerra contra las
drogas, sólo conseguían hacer al narco más rico y poderoso,
decidieron insistir y perseverar en la misma estrategia: aumentar los
castigos hasta hacerlos surrealistas, sin darse cuenta que eso ni
disminuía la demanda, ni rebajaba los precios sino todo lo contrario
(esos costes se reflejaban en el precio y la demanda los ignoraba).
Creo que no hace falta hacer leña mostrando el brutal crecimiento
del consumo de drogas -en todo el planeta- desde el inicio de la
“opción militar” a final de los 70 contra las drogas, sus
usuarios, y sus mercaderes. Esto último, lo de castigar mercaderes y
grandes narcos, sólo lo hacían si no les eran de utilidad, en cuyo
caso la consideración cambiaba como cambió con Noriega (hasta que
se negó a obedecer) y otros sátrapas o dictadores de la
latino-América de aquellos años, guerrillas y demás actores que,
ahora vamos sabiendo, recibían parte de sus fondos del tráfico y
venta de drogas: narcopolítica.
No sólo no habían conseguido los
objetivos que se suponía debían conseguir con esa guerra contra las
drogas sino que, a pesar de que el experimento de la prohibición de
las drogas demostraba que provocaba resultados peores que los que se
perseguía evitar, se producía una paradoja por la que ante los nefastos resultados se esgrimía el argumento de “la falta de recursos”
frente al narco, con lo que una enorme masa de funcionariado y
policía (en todo el planeta) recibía más y más dinero
presupuestario, ya que “tenían que luchar en una guerra en la que
el enemigo les superaba en todo”. Y esto era cierto, porque con las
draconianas medidas contra las drogas, habían aumentado el riesgo de
moverlas o venderlas, aumentando el precio y -de esa forma- sus
beneficios.
Quienes al final iban al talego, casi nunca
eran grandes capos, sino pobres desesperados consumidores que daban
el salto al trapicheo para poder pagarse el vicio y mantener el ritmo
de vida. Y los narcos tenían los mejores medios que el dinero puede
pagar (porque literalmente no sabían qué hacer con tanta pasta como
acumulaban), los mejores hombres incluso los entrenados por el
estado; en México llegaron a colocar carteles ofreciendo trabajar para "el narco" frente a los centros de
reclutamiento estatales y ante las mejores unidades militares de
países con intensa implicación en el tráfico de drogas, con un
número de teléfono como reclamo. Todos los soldados o policías que
lo veían, sabían que con una llamada a ese número, ganarían mil
veces más que su sueldo de ese mes: no se puede combatir contra
semejante desventaja.
Colombia lo supo bien, de la mano de
Pablo Escobar. A mi juicio, no fue el terrorismo casi indiscriminado de los
atentados con explosivos lo que le enseñó el rostro del miedo a Colombia. Fue
el precio a la cabeza de los policías molestos, o no molestos
incluso; en ciertos momentos de dicha época, se pagaba directamente
según el grado militar o policial del muerto, en caso del que el
finado no tuviera una bolsa o prima mayor. El precio a la cabeza de
cualquiera que osase cruzarle, era el precio del miedo de todo un
país usado como rehén y, a la vez, como mano ejecutora.
¿Por qué? Coño, porque podían.
Podían enterrarte a ti y tu familia en plata o en plomo, y se podían
permitir el lujo de darte a elegir si querías seguir vivo: ¿por qué
matar a alguien que -una vez manchado- puede sernos útil? Y podían
pagar ejércitos, armas, aviones, sicarios, barcos, islas privadas y
lo que quisieran o imaginaran.
Un solo hombre era capaz de pagar la
deuda externa de Colombia, y así se mantuvieron negociaciones con un
monto económico en juego equiparable (la cifra exacta ofrecida por
Escobar nunca se ha confirmado oficialmente) como me reconoció -en
conversación privada- Ernesto Samper (entonces ya expresidente de
Colombia) que fue quien llevó personalmente el control de dichas
conversaciones, que no tuvieron el final deseado para el narco, ya
que finalmente Colombia desbloqueó legalmente las extradiciones .
Pocos años después, Samper, se hacía presidente de Colombia.
Los narcos podían, porque las
consecuencias (imprevistas o no) de “la guerra contra las drogas”
les habían hecho inmensamente ricos. De hecho, es la prohibición la
que crea la figura del “narco” tal y como lo conocemos hoy. Y no
tenía pinta de acabarse la orgía, de dinero y poder, que las drogas
(prohibidas como nunca nada se había prohibido y perseguido, hasta
ese momento) moverían en el futuro inmediato. Todo gracias a la
subvención directa de sus precios y costes, mediante una prohibición
que ellos franqueaban -sin demasiados problemas ni escrúpulos- a
base de cuerpos muertos o de presos encarcelados: la conocida “carne
de cañón” de la miseria.
La era de la química moderna.
Hasta esa parte de la historia, las
drogas “ilegales” como la heroína o la cocaína, se movían en
el rango de los miligramos en sus dosis humanas. Incluso la mescalina
que fue el primer enteógeno caracterizado y sintetizado químicamente
-tras su aislamiento en el cactus Peyote- era activa sólo tomando
cientos de miligramos y no menos. La anfetamina y sus variantes
simples como la metanfetamina, también son activas en ese rango de
dosis (miligramos) y de la misma forma las anfetaminas de anillo
sustituido, como pueden ser la MDMA (producto de síntesis química
que tiene más de 1 siglo de vida ya), se encuentran también en ese
tipo de dosificación expresada en miligramos. ¿Qué importancia
tiene que algo esté expresado en miligramos?
Normalmente expresamos y estimamos en
la unidad de medida más manejable por nuestro cerebro, podemos decir
medio kilo de carne o 500 gramos de carne, pero nadie pedirá “medio
millón de miligramos” de carne, aunque sea técnicamente correcto.
Hasta entonces, las drogas de uso lúdico (las que tenían una
demanda que se suplía con el mercado negro perseguido con esa nueva
guerra) se podían estimar “a ojo”. Los usuarios de drogas
estaban acostumbrados a manejar sustancias similares y a tantear
incluso cuando no conocían la potencia y efecto de una sustancia, ya
que salvo una excepción como eran la LSD y alguno de sus parientes químicos, ninguna sustancia era
psicoactiva en el ser humano en dosis de milésimas de miligramo o
microgramos. De hecho,
estos compuestos lisérgicos han mantenido esa “excepcionalidad”
durante muchas décadas de creación y descubrimiento de nuevos
compuestos psicoactivos, nacidos con el avance de la química.
En el mercado recreativo, salvo algunas
drogas de síntesis que venían ya distribuidas en blotters (tripis),
micropuntos o cápsulas, que permitían manejar las dosis
adecuadamente, el resto eran compuestos que se vendían sin un
formato de dosificación predeterminado como el de los cartones de la dietilamida del ácido lisérgico. El resto de drogas, cannabis aparte, eran
básicamente la cocaína y la heroína cuyo denominador común es que
necesitan del cultivo previo de materia vegetal.
No es que no se pueda hacer cocaína
100% sintética, morfina o heroína 100% sintética: se puede. Pero
sale mucho más caro que dejar que la naturaleza (sol y agua)
sintetice por nosotros un precursor casi directo de la droga que
buscamos, como ocurre con la base de cocaína en la planta de coca y
con la morfina en la adormidera del opio. Comercialmente sintetizar
-desde cero- cocaína o heroína, es un sinsentido que a día de hoy
nadie ha intentado de forma seria y creíble (más allá del mero
experimento).
La dependencia necesaria de los
cultivos de opio para la producción de morfina, heroína y otros
opiáceos necesarios para usos legítimos (médicos), hizo por
ejemplo que Alemania durante la II Guerra Mundial buscase compuestos
totalmente sintéticos que pudieran reemplazar a los opiáceos que
-hasta el momento- se conocían, y diera con uno que aunque
funcionaba (era un potente agonista de los receptores opioides) y era
de fácil producción, prefirió no usar con su población porque
consideró que los riesgos eran superiores a los beneficios; se
llamaba “Metadona” y fue parte del botín de guerra científico
que los USAnos se llevaron de su excursión europea en la guerra.
Luego esa misma metadona, un doctor llamado Avram Goldstein que era uno de los descubridores de las endorfinas, la “vendió” a Nixon como droga anti-adicción,
y así es como la metadona llegó hasta nuestros días y nuestras
calles.
El mito de que el nombre dado a la
metadona en Alemania se debía a “Adolf Hitler”, es no comprender
nada de latín ni tener interés por la verdad. Aún hay escritores,
como el propio Antonio
Escohotado, que han dado por bueno el mito de que su nombre
inicial-“Dolofina”- provenía de un halago al dictador, cuando en
realidad fue un fármaco desechado y cuyo nombre sólo evoca “poner
fin al dolor”.
La metadona fue uno de esos compuestos
sintéticos que surgieron de la necesidad de no depender de cultivos
o de suministros extranjeros variables, pero no fue el único. Y al
abrir esa puerta de la búsqueda de remedios de síntesis, en los
años 50, un notable químico llamado Paul Janssen, dio con el fentanilo. En una sencilla síntesis química
-de un puñado de pasos y bajo coste- había creado un analgésico
opioide que era unas 100 veces más potente en relación al peso que
la morfina o heroína: el fentanilo.
Los miligramos quedaban fuera de juego, salvo
para anotar las dosis letales: 3 miligramos de fentanilo se estiman
como dosis letal para una persona sin tolerancia. ¿Sabes cuánto son
3 miligramos de algo? ¿Sabes siquiera si se ven a simple vista? Pues
lo que sí está claro es que las dosis activas de estas nuevas
drogas como el fentanilo, medidas en microgramos (millonésimas de
gramo) no están hechas para que puedan ser “estimadas” o
manejadas por el simple ojo humano.
Diez gramos de fentanilo puro
equivalían a un kilo de morfina pura -en cuanto a potencia
analgésica- y sus efectos, si bien no eran exactamente los mismos,
eran bastante parecidos ya que ambos compuestos activan los mismos
receptores, como llaves que abren las mismas cerraduras. Y además
-drogas con tanta potencia en relación a su peso- cumplían bien con
el precepto farmacológico por el que en caso de tener que optar
entre dos remedios que nos van a aportar lo mismo, siempre es
preferible el que tenga un menor coste orgánico y metabólico: casi
siempre será el compuesto de menor peso a dosis activa equivalente.
Acababa de nacer un best-seller.
La boda del mercado negro y la familia del fentanilo.
Este increíble salto cuantitativo -en
la potencia de un compuesto como el fentanilo y sus derivados- hacía
posible por un lado prescindir de las fuentes naturales para
sintetizar opioides funcionales, y por otro lado vender como heroína un producto
que realmente se había sintetizado con un coste infinitamente menor.
A la vez que el fentanilo, otros derivados más potentes aún se
habían descubierto. Entre ellos están el remifentanilo -que tiene 2
veces la potencia que el fentanilo- y el sufentanilo que tiene 5
veces la potencia del compuesto padre. Dos gramos de sufentanilo
vienen a “equivaler” a un kilo de morfina en cuanto a potencia.
No son compuestos difíciles de sintetizar y todavía los había más
potentes, como veremos.
En 1978 y en 1988, en California y
Pensilvania, tuvieron algunos muertos por un compuesto llamado
3-metil-fentanil (varios cientos de veces más potente que la
morfina) que posteriormente fue conocido como “China White” y que
quedó como denominación genérica de los derivados del fentanilo
vendidos como si fueran heroína. En 1991, en la costa este de Nueva
York y New Jersey, conocimos a “Tango & Cash”. El nombre, esta nueva droga lo tomó del envoltorio
(“stamp bags”) en el que había sido vendida y, presumiblemente,
este a su vez de la película homónima. El compuesto era alfa-metil-fentanil, y las noticias en su día hablaban de una
droga “600 veces más adictiva que la heroína” (como si eso
pudiera medirse universalmente) a la hora de referirse a la potencia
del compuesto.
Pero en todos esos casos no sumaban en
total medio centenar de muertos, y son los 3 brotes más destacables
en el tema de los derivados de fentanilo. Sin embargo en el año
2005, el tema del fentanilo y sus derivados irrumpió en el mercado negro como problema a
nivel nacional, contabilizando en 2 años más de 1000 muertes. ¿Por
qué eso no ocurrió en los años anteriores? ¿Por qué entonces?
La abundancia y ubicuidad repentina
de los opioides de farmacia -junto con la extrema facilidad que
existía en aquel momento para conseguirlos- hacía que muchas de las
personas que en otras circunstancias hubieran buscado esas drogas en
el mercado negro, las buscaban en las consultas médicas. E incluso a
quienes no las buscaban, les eran ofrecidas -desde la “mano amiga”
de su médico- para casi cualquier condición que conllevase dolor
(como una simple lumbalgia). No había necesidad -para una gran parte
de la población- de exponerse al mercado negro, tener que entrar en
contacto con ese entorno y arriesgarse a tomar algo sin control
alguno, cuando podía recibirlo de su médico con toda clase de
controles de seguridad, asociadas al mercado regulado de fármacos.
No había necesidad, en aquel momento... pero el panorama cambió
radicalmente en pocos años.
La química había creado los
compuestos, buscando no depender de plantas ni recursos ajenos. Lejos
de ser algo negativo, el fentanilo fue un salto que permitió avanzar
en distintas áreas que iban desde la anestesia a los paliativos y
que, a día de hoy, existe en cualquier hospital. Aunque esos mismos
compuestos en el mercado negro, dada su potencia y su parecido en
efectos a los de la heroína, ya habían tenido breves incursiones,
ninguna cuajó en realidad: el equilibrio era frágil y era sencillo
equivocarse en una mezcla y cargarse a los clientes, haciendo poco
viable el negocio. Además, la huella química de esos fentanilos y
derivados, su huella de síntesis (lo que el producto final nos dice
sobre cómo se ha elaborado) era fácil de rastrear por ser única
-en un mercado abastecido de forma tradicional- y eso presentaba un
problema extra que, a la larga, acabaría llevando a la cárcel a los químicos
que lo sintetizaban. Y de 1978 al año 2005, la presencia de
fentanilo y análogos (medida en muertos causados) fue casi anecdótica.
La tormenta perfecta.
Pero en alrededor del ese año, 2005,
se dio la unión de dos vectores que complicaron la situación
tremendamente. Por un lado, la prescripción desaforada de opioides
por parte de los médicos en USA, había empezado a dejar muestras
evidentes del daño que ese modelo estaba causando en la población.
Las muertes
debidas a opioides legales, aumentaron dada la facilidad con la
que se prescribían a personas que realmente no los necesitaban, generando un sobrante que iba al mercado negro. Ese
fue el primer reflejo de lo que la compañía Purdue -y otras
farmacéuticas- habían conseguido con sus campañas agresivas de
venta de opioides, toleradas por gobierno y legisladores.
La reacción a esos primeros datos que
apuntaban que estaba empezando a verse afectados, por sobredosis de
opioides, usuarios con un perfil que hasta ahora no era común y que
no tenía que ver con el uso “ilegal” de drogas, fue cerrar
parcialmente el grifo de las recetas y hacer un poco más difícil el
que fueran recetadas para cualquier cosa. Los primeros pacientes a
quienes les retiraron -forzadamente y sin ningún plan serio de
tratamiento sustitutivo o seguimiento- de los opioides que les daba
su propio médico, eran aquellos que no tenían patologías que
realmente justificasen su uso. Era muy común que gente que había
tenido un accidente o una cirugía y que necesitaban opioides unos
días para controlar el dolor, se veían consumiendo opioides durante
mucho más tiempo del necesario, porque valía con pedírselos al
médico, quien solícitamente se los prescribía de nuevo.
Todo ese primer grupo de personas
que estaban siendo abastecidas legalmente de opioides y que, debido a
la circunstancias, iban a ver su acceso a los opioides de farmacia
cortado de golpe, se encontraron en un nuevo y desconocido escenario. Tuvieron sólo dos opciones: dejar de consumir
opioides “a pelo”, o pasar al mercado negro a comprar... lo que pudieran comprar.
De ahí vino el primer vector: un
montón de nuevos clientes en el mercado negro, reclamando opiáceos
u opioides para calmar lo que antes calmaban con pastillas de
farmacia recetadas por su médico. Fue un enorme regalo al mercado
negro: gente sin experiencia previa con “las drogas y lo ilegal”
saltando de un mercado perfectamente regulado a nivel farmacéutico a
uno como el actual mercado negro, en que en la mayoría de las
ocasiones resulta imposible saber lo que se está consumiendo
realmente -el régimen de ilegalidad sólo beneficia a quien vende
las drogas- con el riesgo que eso conlleva.
El segundo vector fuela entrada del “fentanilo mexicano”en la heroína que se vendía
en USA. ¿Cómo ocurrió eso? México es un país con un papel clave
en el tráfico de drogas hacía USA y el tráfico de armas en
dirección contraria. Pero excepto por algo de marihuana, México
nunca fue un productor de drogas como lo eran otros países de la
zona: en las condiciones climáticas de México no se puede cultivar
la planta de la coca. Con ese panorama, México estaba condenado a
ser un mero intermediario pero atendiendo a sus posibilidades y la
demanda de USA, empezaron a plantar opio y a producir heroína, para
vender a USA.
Producir heroína desde el opio, exige
cosechar la planta mediante un trabajo específico sobre cada uno de
los ejemplares, recolectar el latex -segregado en gotitas por cada
amapola- y con el opio obtenido, extraer posteriormente la morfina,
para acetilarla y convertirla en di-acetil-morfina o heroína. Y
luego, si se desea llegar a producir heroína pura en forma de sal
clorhídrica, quedaría un proceso de purificación que no suele
abordarse en ciertas áreas de producción -como Afganistán o
México- por la escasez y el alto coste de los materiales necesarios,
así que se deja en forma de “base libre de heroína” de una
pureza que no suele superar el 55% en origen. Heroína marrón, que
le dicen coloquialmente.
México llevaba ya unos años
introduciendo heroína de producción propia en USA – que hasta ese
momento tenía una demanda baja en el mercado negro, porque estaba bien abastecida por el mercado blanco- pero cuando los usuarios (que
habían pasado de la consulta del médico que les recetaba, a la del
camello que les vendía las mismas pastillas a unos precios
desorbitados) vieron que no podían seguir pagando 80 dólares por
una pastilla de 80 miligramos de OxyContin, y que la heroína era al
menos 10 veces más barata, el camino estaba hecho: poco a poco esos
usuarios acabaron rompiendo sus propios tabús y estigmas relativos a
la heroína, y accedieron a su consumo.
Como la mayoría de esta nueva hornada
de consumidores no venían de un entorno marginal, donde las drogas y
su uso fueran algo habitual, carecían del aprendizaje que un yonqui
ha realizado con respecto a esas sustancias; eran los más débiles
de todo el mercado. Muchos eran niños de papá que comenzaron
robando opioides en el botiquín de sus casas, pasando más adelante
a ser recetados por un médico con cualquier excusa para verse (tras
meses o años de consumo, sostenido por sus galenos) arrojados al
mercado mas descontrolado de drogas que ha existido jamás. Otros
eran adultos cuando comenzaron, pero que tampoco venía del mundo de
las drogas, sino que venían de otros mundos que nada tenían que ver
(como los veteranos del ejército de USA, muchos de ellos con heridas
graves y serios problemas de dolor). Echad
un vistazo a este vídeo y haceos una idea del nuevo perfil....
;)
Al principio, una gran parte de los
usuarios que fueron abandonados por sus médicos -tras haberles
convertido en dependientes de opioides, dando rienda suelta a
patrones de en ellos que denotaban adicción y abuso al fármaco-
cuando tuvieron que aceptar el pase a la heroína, lo hicieron
esnifándola. La heroína, como casi todos los opiáceos y opioides,
puede ser esnifada, inyectada, fumada (como base libre), consumida
oralmente o analmente. La mayoría comenzaron esnifándola, ya que es
la forma de consumo más habitual allí y con menor estigma asociado
ya que es poco visible la marca de su consumo. Luego, cuando vieron
que para mantener el hábito, esnifar la heroína (o el opioide que
consumieran preferentemente) no bastaba sin comprar y usar grandes
cantidades, empezaron a pasarse a la aguja porque el efecto es mayor
con menor dosis y bajo coste; pero también es mayor el grado de
dependencia, el comportamiento adictivo descontrolado -porque el
efecto de recompensa es mayor y más intenso- y las marcas de
consumo, imposibles de esconder en dichos estadios de abuso
intravenoso.
La mayoría de las personas -que no han
probado una dosis de heroína o de otro opioide equivalente- creen
que, tras sus efectos, existe un mundo de enormes placeres que hacen
que la persona subordine toda su vida a la obtención repetida de ese
“subidón”: eso es falso. En los opiáceos y opioides, lo que se
denomina “euforia” (como efecto secundario placentero), se da
solamente en las épocas iniciales de consumo y desaparece
relativamente pronto con el consumo cronificado. La realidad es que
la inmensa mayoría de las personas que presentan un patrón de
búsqueda de opioides u opiáceos, buscan alivio para un sufrimiento
físico, psíquico o de ambos tipos. No existe placer en ser un
consumidor crónico de opiáceos, como mucho podréis encontrar
analgesia y ansiolisis.
Todo esos “nuevos consumidores” -de
perfil totalmente distinto al habitual hasta ese momento- que
saltaron a la aguja con la heroína y/o con otros opioides
disponibles, fueron las primeras víctimas del fentanilo mexicano cuando hizo su
aparición en el mercado. Por un lado, el fentanilo es sencillo de
sintetizar y, en un entorno en el que la demanda de heroína por
parte de USA estaba siendo artificialmente incrementada, al volcar al
mercado negro lo que antes eran “pacientes médicamente
abastecidos” hubo que competir en condiciones más duras, y el
fentanilo añadido a la heroína (de no mucha calidad) que se
producía en México, fue el camino por el que llegó en principio.
El efecto del fentanilo y el de la
heroína, para alguien que no esté acostumbrado a reconocerlos
individualmente, se parecen pero no son los mismos. No lo son en su intensidad, en su
mecanismo de acción (el fentanilo induce a redosificar con
frecuencia, porque actúa sobre la liberación de dopamina además de sobre los
receptores opioides), en sus riesgos y en lo extremadamente fácil
que es “pasarse”.
Resultaba curioso, al principio de esta
epidemia de muertos por fentanilo, ver a familiares directos de las
personas que habían muerto por esta droga, abogar por el fin de la
prohibición de las drogas con el aplastante argumento de que, de
haber sido legales, sus seres queridos hubieran consumido oxicodona,
morfina o heroína, pero no fentanilo. Y de haber consumido heroína
en lugar de fentanilo, ahora las probabilidades de que estuvieran
vivos (atendiendo a sus riesgos) serían enormes. Ese mismo enfoque
es el que ha mantenido desde hace años la madre de una quinceañera que murió por sobredosis de MDMA: su
hija y sus amigos sólo querían divertirse, y de haber sido legal la
MDMA, hubieran podido hacerlo sabiendo la pureza de lo que tomaban y
la dosis adecuada. Su hija murió porque, siendo la primera vez que
consumía MDMA, ingirió una cantidad que ella estimó correcta pero
era claramente excesiva, y la mató. Paradójico: padres y madres
dándose cuenta (demasiado tarde) de que la falta de educación sobre
drogas, y el oscurantismo con que hasta el momento se tratan esos
temas, es peor que los efectos negativos de las propias drogas de las
que pretenden protegernos.
De la misma forma, todo tipo de
personas de distintos grupos y extractos sociales, se empezaron a ver
afectadas por el fentanilo que estaba entrando con la heroína
mexicana y que convertía una sustancia que ya de por sí es
peligrosa y compleja de usar, en algo mucho más tóxico y que no
daba aviso alguno al respecto (la dosis en proporción es tan baja
que no notas un cambio en sus cualidades organolépticas y la única
forma de detectarlo es el test químico). De repente, esa heroína o
esa droga que habían comprado en el mercado negro, que ellos esperaban que tuviera una potencia X, resultaba ser 10X más potentede lo que esperaban... con lo que iban directos a la sobredosis por opioides, que por cómo transcurre (te quedas dormido, dejas de
respirar, mueres) si no había alguien al lado que pudiera
administrarte el antídoto (naloxona) o que pudiera avisar a los
servicios de emergencia, era una muerte casi segura.
Lo de “alguien que pueda avisar a los
servicios de emergencia” no es cosa menor. En USA, el mero consumo
de drogas es un delito (no como en España, por ejemplo, que es una
mera falta administrativa la posesión en lugar público, pero el
derecho a consumir la droga que quieras es tuyo) y consumir drogas
conjuntamente, es cometer un delito conjuntamente. Con esa carga
penal sobre el consumo de drogas, te arriesgabas a que si llamabas al
servicio de emergencias para salvar la vida de esa otra persona, te
veías perseguido criminalmente después.
Ante ese panorama punitivo, muchos no
llamaban aunque estuvieran viendo morir a otra persona, porque
hacerlo equivalía a salvar una vida ajena pero entregar la suya a la
destrucción programada por el sistema en USA. Hasta tal punto
llegaba este sinsentido humano, que se tuvieron que promulgar leyes
por las que “no serías perseguido por haber consumido drogas si
eso era conocido porque hubieras llamado al 911 para salvar una
vida”, conocidas como “Good Samaritan 911 Laws”.
Todo el escenario, sus actores, el
aprendizaje alrededor de la situación de las drogas en el mercado y
las leyes que regulaban las interacciones, parecían estar puestas a
medida para que quienes se vieran afectados por una sobredosis, fuera
de lo que fuera, no recibiera ayuda y además resultasen ser un
problema a explicar para quienes se encontrasen a su lado. Parecía
que todo estaba colocado para dejar morir a miles y miles de
personas, y así ocurrió con el fentanilo y sus derivados, que en
poco tiempo pasaron a ser las drogas que mataban a una mayor cantidad
de personas: decenas de veces por encima de los muertos por el
consumo tradicional de heroína, en cualquier tiempo de la historia.
El nuevo narco vive en China y Canadá.
El fentanilo mexicano, no fue el peor
de los males que teníamos que ver aún. Al menos, la el compuesto
que usaban era el compuesto padre, y no uno de sus primos más
brutos. Sus primos llegaron, y lo hicieron por donde menos se podían
esperar: de la vía legal y de un país como China. Así irrumpió el carfentanil, que tiene una potencia de 100 veces la del propio fentanilo: 1 gramo de carfentanil (creado también por Paul
Janssen) equivale a potencia narcótica de 10 kilos de morfina o 5-7
de heroína. Y el carfentanil lo comprabas directamente a China, a una de las 100 empresas que te lo sintetizaban y te lo enviaban de forma discreta, por unos 3000 euros el kilo de carfentanil, que
equivale a 10 toneladas de morfina. Sí, el equivalente narcótico a
10 toneladas de morfina, o 100 toneladas de opio, metidos en un
paquete de 1 kilo y por un precio ridículo.
¿Y cómo podía ser esto? Pues simple:
las leyes sobre drogas no son iguales en todo el mundo ni evolucionan
a la misma velocidad, y en China esos compuestos no estaba
fiscalizados. Eran compuestos que no tenían una prohibición
nacional en China, o internacional, que impidiera su comercio. Dicho de
otra forma, hasta mediados del año 2017 cuando es prohibido en China
junto con otros cuantos compuestos similares, el carfentanil era un“legal high” que estaba atrayendo el interés de un mercado negro
azuzado por la demanda extra de consumidores que querían opioides en
USA. Y se podía comprar sin moverse de la pantalla de cualquier
ordenador con una tarjeta de crédito...
De esta facilidad para conseguir
compuestos de una potencia inimaginable, con un mercado que demandaba
mayoritariamente drogas narcóticas, nacieron muchos “nuevos
emprendedores” que pensaron matemáticamente: si un kilo de
carfentanil me cuesta 3000 euros, pero equivale a 10 toneladas de
morfina o a 5 de heroína.... ¿cuánta ganancia puedo sacar usando
esa sustancia (muy rebajada y diluida por su altísima potencia)
preparándola y vendiéndola como si fuera alguno de los opioides
demandados en el mercado? Con 1 euro de carfentanil, obtenías
cantidad equivalente a 1 kilo de heroína o compuestos con el mismo
rango de dosis en miligramos (oxicodona, hidrocodona, morfina,
desomorfina, hidrocodona, etc.) y si 1 gramo de heroína lo vendo por
50 euros (casi la mitad del precio de mercado habitual en USA), con 1
euro de inversión se podían obtener 50.000 euros de beneficios.
Jamás se habían visto semejantes márgenes de ganancia teórica, en
ninguna droga ni en nada que se pudiera traficar con semejante
sencillez: por paquetería postal.
Así que no tardaron en aparecer
pastillas que simulaban ser algunas de las más buscadas (como la
OxyContin de 80 mgs), que estaban producidas localmente (USA y
Canadá) con los fármacos que se compraban por Internet a otros
países, como el brutal carfentanil. Se podían elaborar en cualquier
sitio -con un molde y una máquina de prensar pastillas, inversión
mínima- pero no contenían nada de lo que se suponía que debían
contener con respecto a la apariencia que les daban.
Fue una muerte anunciada, ya que días
antes, el avión en que viajaba tuvo que hacer una parada de
emergencia y llevar a Prince a un hospital. En principio, los mánager
del cantante, dijeron que era por deshidratación pero posteriormente
se supo que habían tenido que aterrizar de emergencia para administrarle naloxona y revertir una sobredosis que estaba sufriendo en pleno vuelo. Prince ya era
un consumidor de opiáceos u opioides, y la mejor opción -para él o
para cualquiera que esté en esa situación- es que tenga un
suministro controlado por un médico de los opioides que necesite
-hasta estabilizar su estado, como se hace en España con la
metadona, por ejemplo- y no entregarle los pacientes al mercado
negro.
En USA han llegado -como consecuencia
de sus sucesivas acciones, que casi parecen coordinadas para crear
estos resultados- a encontrarse con el peor escenario imaginable: un
montón de “civiles” que van a comprar sus medicinas a un mercado
que, al carecer de cualquier control, les engaña con compuestos que
no son los que esperan sino muchísimo más potentes y peligrosos. De
esta forma, se ha generado la mayor ola de muertos por drogas de toda
su historia, multiplicando por más de 10 los peores registros del
consumo de heroína, antes de que el monstruo del fentanilo
encontrase su hueco para expandirse -y seguir manteniendo
absolutamente enganchados- a millones de personas.
A día de hoy, morir de sobredosis de
opiáceos es la 1ª causa de muerte en USA para menores de 50 años
de ambos sexos, por delante del cáncer, de los accidentes del
tráfico o de las muertes por armas de fuego. Y por cómo siguen
manejando el asunto allí, no podemos esperar que vayamos a ir a
mejor, sino que la falta de ayuda para quienes se encuentran con una
adicción de este tipo junto con las nuevas medidas restrictivas
contra los opioides de farmacia (precisamente los que no están
matando de sobredosis a la gente) y seguir generando una mayor masa
de personas que se ven desatendidas en su medicación -y abandonadas
a una kafkiana situación, por los mismos médicos que antes les
recetaban alegremente opioides- sólo puede rendir más beneficios
para los narcos del mercado negro y más muertos para la sociedad de
USA.
Mientras, los muertos por sobredosis,
han pasado de ser menos de 17.000 en 1999 a ser más de 70.000 en el año 2017. Y puede que lo peor aún esté por
venir.
A final de los años 90, el tratamiento
del dolor -en todas sus faceta clínicas- se enfrentaba a los
primeros cambios aperturistas (a nivel mundial) tras las duras
restricciones derivadas de la guerra contra las drogas, iniciada
décadas atrás. En aquellos años oscuros, el tratamiento del dolor,
tanto agudo como crónico, asumía que el paciente debía hacer
frente al dolor con las mínimas ayudas farmacológicas, ya que el
dolor era una condición “normal” ante los avatares de la vida.
Se colaban en el tratamiento médico las concepciones morales del
doctor de turno, derivadas de nuestra cultura judeo-cristiana por la
que -como narra Antonio Escohotado- te encontrabas a médicos que
ante la petición de cuidados paliativos para un moribundo, te
contestaban cosas como “el dolor le es grato a Dios” y casi de forma habitual se negaban a
prescribir analgésicos de forma racional o, lo que es igual,
atendiendo a variables únicamente médicas.
Ante esas posturas, arrastradas por los
galenos desde el inicio de la cruzada farmacológica contra las
drogas, la propia Organización Mundial de la Salud animaba a los
países a mejorar la atención al dolor (en todas sus formas) y les
animaba a perder el miedo a recetar opiáceos u opioides. Aquel miedo
tenía su base en la desinformación sobre drogas, que acompañó a
la fiscalización de las mismas en el siglo XX, y que predicaba
invenciones como que te bastaba con probar la morfina o la heroína
para caer en la espiral destructiva de la adicción descontrolada.
Por supuesto, esta mentira mil veces repetida, no era la realidad:
para engancharse hace falta tiempo y cronicidad en el uso. Esto era
aún menos cierto en el caso del tratamiento del dolor, donde las
motivaciones para el uso de la sustancia, son diferentes y el
contexto -médico y clínico- muy distinto. Pero hasta ese momento,
los mórficos y opioides sólo se aplicaban en situaciones terminales
o muy puntuales, donde el hipotético problema de una adicción
destructiva fuera materialmente imposible (como en alguien moribundo
en una cama de hospital).
Los datos mostraban cómo los pacientes
tratados en contexto médico por dolor (en hospital o en sus casas)
no tenían apenas tasas de adicción, si no existían problemas de
adicción previos. Esto era cierto (sigue siendo así en esencia), y
una carta publicada en la prestigiosa revista “NewEngland Journal of Medicine” en el año 1980 y enviada por
investigadores médicos de reconocido prestigio, explicaba que entre
más de 11.000 pacientes, a quienes se les habían administrado
narcóticos en contexto hospitalario o de cuidados dirigidos por un
hospital, sólo 4 de ellos habían desarrollado una adicción que
pudiera ser documentada claramente. En aquel momento, años 80, estos
doctores eran lo más puntero intentando revertir la creencia de que
los opiáceos conducían a la adicción de forma casi inexorable. E
hicieron bien en escribir dicha carta, que colaboró a que las
frecuencias de prescripción de analgésicos narcóticos se
suavizaran y abarcasen a pacientes con dolor crónico, fuera del
espectro de los cuidado terminales.
Sin embargo, su bienintencionada carta
a la prestigiosa revista médica, fue usada de forma distorsionada
para lanzar la más grande campaña de ventas de fármacos opioides,
en la historia de la humanidad. A día de hoy, uno de sus dos
autores, ha llegado a decir que “sabiendo lo que sabe hoy y la
forma en que su texto fue intencionalmente mal usado, no escribiría
esa carta” y no es para menos, ya que fue citada 608 veces en otras
publicaciones, en un 72% de las ocasiones para apoyar la afirmación
de que “los opioides raramente provocaban el inicio de una
adicción” y en el 80% de los casos, esa cita se hacía sin dar el
dato de que dicho estudio se refería a pacientes en entorno de
control hospitalario. Se omitió ese dato en 4 de cada 5 menciones y
se indujo a creer a los médicos que la prescripción de opioides no
derivaba casi nunca en problemas adictivos, independientemente del
contexto clínico. Es el texto de origen médico más relevante en el
desarrollo del problema que hoy enfrenta USA con respecto a estos
fármacos.
Aquí cabe hacer especial hincapié en
que en USA, carecía (aún carece) de un sistema general de salud
público que atienda a todos los ciudadanos, por lo que la consulta
médica se hace en el contexto de la competencia de los médicos por
captar clientes: el médico cobra de forma directa en función del
número de pacientes que atienda, aparte de las primas económicas
que los laboratorios daban (y dan) por recetar sus productos frente a
los de la competencia. Esta variable, es esencial para entender buena
parte de todo este asunto.
La cabeza más visible del monstruo, la
farmacéutica, entraba en acción con una brutal campaña de ventas,
en las que miles de “visitadores farmacéuticos” fueron
entrenados para hacer creer a los médicos que la tasa de problemas
de adicción con los opioides era inferior al 1%, sin importar un
montón de variables más en ese cálculo. Los médicos, animados a
recetar un fármaco que no sólo funcionaba sino que te aseguraba la
dependencia del cliente, no se hicieron de rogar y aceptaron
encantados en su mayoría el flujo de dinero que les empezó a
llegar, gracias a prescribir narcóticos; se desdibujaba en muchos
casos el límite entre lo que es un médico prescribiendo y lo que es
un vendedor de droga con capacidad de surtirse legalmente.
Fue la compañía Purdue Pharma la que arrancó dichas campañas, en
unos esfuerzos que le rindieron cuantiosos beneficios, haciendo pasar
su producto estrella a ser el mayor “best-seller”: el “OxyContin”
u oxicodona. Purdue Pharma pasó de recibir “unos pocos miles de
millones de dólares” a facturar 31.000 millones de dólares en el
año 2016 y a aumentar aún la facturación en el año 2017 con
35.000 millones de dólares. ¿Cuánto se embolsarán este año 2018?
Purdue Pharma no sólo produce
oxicodona para el OxyContin. También produce hidrocodona, codeína,
hidromorfona, fentanilo y morfina. De hecho, esta compañía
desarrolló “Contin”, que era un sistema de liberación de la
droga en larga duración. Eso ocurrió en 1972, pero hasta 1984 no
aplicaron el concepto a la morfina creando el “MSContin” (Morphine Sulphate Contin) que les permite cobrar estos fármacos -todos fuera de patente hace años- como recién patentados en base a la novedad de la liberación lenta. Este
mismo desarrollo fue aplicado a la oxicodona, creando el “OxyContin”
en 1995 y que ha sido calificada como la espoleta de la bomba que se
estaba arrojando contra la población y que ha causado la mayor
epidemia de muertes por consumo de drogas de la historia.
De hecho, hasta la morfina que yo y
otros pacientes -de dolor crónico- recibimos en nuestras farmacias,
paga cuantiosos royalties a esa misma compañía y sus filiales, por
su “sistema de liberación lenta Contin” que ellos intentan
vender como un componente esencial para evitar el abuso en estas
drogas de farmacia, pero que para evitar el sistema “Contin” vale
con machacar la pastilla, picarla para esnifarla o disolverla para
inyectarse. Pero por desgracia, su sistema Contin sólo sirve para
contener el abuso de opioides en aquellas personas que no son
precisamente el perfil psicológico del que va a abusar de su uso,
sino el contrario; al abusador le resulta simplemente evidente que si
no quiere que la droga sea liberada de esa lenta forma en su cuerpo,
le vale con no tomarla como le indica el prospecto.
Purdue Pharma lo supo desde el principio, y hace ya 17 años fue
demandada por el fiscal general de Connecticut para que tomara
medidas con respecto a las altísimas tasas de adicción que estaba
provocando su producto estrella, contestando la compañía con gestos
cosméticos y promesas de reformular del producto en el largo plazo.
Eso fue en 2001, y en el año 2004, otro fiscal general (West
Virginia en esta ocasión) demando por “excesivos costes generados”
y la farmacéutica pagó 10 millones de dólares para llegar a un
pacto en el que todas las pruebas quedasen sin ser reveladas bajo un
acuerdo de confidencialidad. En este momento, ya no era especulación
sino que existían datos sólidos de lo que se estaba haciendo y de
lo que su producto estaba causando.
En 2007, la compañía se declaró culpable en un acuerdo que incluía el pago de 600 millones de dólares, en una de las mayores
sanciones a una compañía farmacéutica. Curiosamente, el presidente
de la compañía, el abogado jefe de la misma, y el jefe médico,
tuvieron que pagar unos cuantos millones de dólares extra por los
cargos de “promoción incorrecta” del uso de dicho fármaco. El
total de las multas impuestas, en todas las demandas, no llega a los
mil millones de dólares cuando la compañía factura 35 veces más,
sólo cada año.
Las pastillas de OxiContin en USA se
pagan en el mercado negro a 1 dólar por miligramo, mientras que la
heroína callejera es 10 veces más barata. A día de hoy, con las
actuales restricciones, es casi imposible encontrar pastillas reales
de OxyContin y, lo que circula en las calles, son pastillas que
estéticamente tienen la misma apariencia pero están fabricadas en
el mercado negro y contienen otros compuestos como el fentanilo u
otros derivados: son drogas que pueden ser entre 50 y 1000 veces más
potentes que la heroína, la oxicodona o la morfina. Hasta tal punto
es claro el impacto concreto de ese producto, que la actual epidemia
de muertes por fentanilo viene servida en dicho envase. En el
documental realizado por Vice se puede ver como todo el mundo habla del fentanilo, son conscientes de que es fentanilo lo que compran en
el mercado negro, pero el medio en que se vende, son pastillas falsas
de OxyContin de 80 mgs, las de color verde.
¿Cómo ha podido todo esto llegar a
impactar en el mercado hasta la imitación de las pastillas más
vendidas? De un tiempo a esta parte, la producción de pastillas se
ha ido simplificando considerablemente. Adquirir máquinas de
prensado (más pensadas para prensar golosinas que para prensa
fármacos, por su falta de precisión en muchos casos) se ha vuelto
relativamente sencillo, e igualmente sencillo obtener un opioide
ultra-potente como el fentanilo o sus derivados.
Estos compuestos se pueden considerar
-sin problema- un arma química, y ya fueron usados así ese tipo de
compuestos en el asalto del teatro “Dubrovka” ruso que fue tomado por un grupo
terrorista, causando con su uso y falta de medidas de respuesta
farmacológica posterior (no tenían naloxona, el antídoto, en
suficiente cantidad), el mayor número de muertos de todo el asalto.
El arma química usada entonces se conoció como “Kolokol-1”(campana, en ruso) y se cree que era el compuesto 3-metilfentanilo,
una variante más de esta familia.
La potencia descomunal de estas nuevas
drogas, junto con la facilidad para producir una pastilla con la
imagen de la que era el best-seller del mercado negro (y que retiene
parte de la demanda que produjo) ha traído a este nuevo escenario
actual.
Pero todo esto no hubiera podido pasar
sin lo que se dio en llamar “Pill Mills” o “Clínicas
Pastilleras” (traducción libre). Ya que se había exacerbado la
demanda de opioides de farmacia -de forma artificial- induciendo a
los médicos a prescribirlos prácticamente para cualquier cosa.
Fueron algunos de estos los primeros en sacar partido a la nueva
situación, en que prescribir fármacos que antes estaban fuertemente
controlados, no daba problemas y sí mucho dinero. Se empezaron a
crear esas “Pill Mills” que eran clínicas en las que era muy sencillo conseguir
prescripciones de estos fármacos. En dichos lugares te cobraban
entre 200 y 400 dólares por hacerte las recetas, y llegaban a
atender cerca del centenar de pacientes en una tarde.
Hubo médicos que, manteniendo su
trabajo y área sanitaria en un estado, se desplazaban a otros
estados para “pasar consulta” a enormes filas de clientes que
esperaban para pagarle al “camello legal” las recetas que les
daría. Aún así los beneficios para quienes derivaban estos
fármacos al mercado negro eran muy altos: se llegaba a pagar 1 dólar
por miligramo de sustancia, y en una sola prescripción de 50
pastillas de OxyContin de 80 mgs, hay 4000 dólares a ese precio.
Suficiente de sobra para pagar al médico-camello, a los falsos
pacientes que iban a por recetas, y para sacar una enorme tajada a
esos precios de venta. Negocio para todos los implicados, mientras la
demanda siguiera siendo tan boyante.
A esto se ha de sumar que muchos
médicos en las clínicas, no sólo prescribían y cobraban por
hacerlo, sino que también hacían de servicio de venta de esos
productos que recibían directamente de representantes farmacéuticos.
¿Por qué? Pues porque ese era su
único objetivo: vender y vender. Estas clínicas, no sólo
prescribían a cantidades enormes de pacientes, tras el pago de una
tarifa, sino que de paso les vendían también los fármacos; doble
ganancia. Esto ha sido así hasta hace relativamente poco, ya que en
el año 2015 se cerraron varias de esas “Pill Mills” (250 sólo
en 1 estado como California) con casos tan llamativos como el de un
médico que fue procesado (por 5 homicidios debidos a sobredosis,
entre otros cargos) tras haber prescrito 2'8 millones de pastillas en 19 meses. La oxicodona del OxyContin
(que supuestamente era menos adictivo y así se vendía por parte de
la farmacéutica) pasó a ser conocida como “la heroína del hombre
rico” por su elevado precio, en un guiño al nombre que -en los
años 60 y 70- se le dio a la Datura estramonium, una planta
solanacea muy común que contiene atropina e hiosciamina: “el ácido
(LSD) del hombre pobre”.
Hasta febrero de este año, ya con los
opioides enfrentando draconianas restricciones de nuevo en USA,
Purdue Pharma y sus filiales no han dejado de impulsar y reforzar sus
campañas de marketing para opioides (actualmente están despidiendo
y recolocando a 200 representantes de ventas farmacéuticas). Hasta
el ex-alcalde de New York y ahora abogado de Donald Trump, Rudy Giuliani, se dedicó a evitarle a Purdue cuantiosas multas y que sus directivos acabasen en prisiónmientras seguían enganchando a
todo un país a sus drogas; todos sabían lo que pasaba pero nadie
quería dejar de ganar millonarias cantidades.
Pero la maquina de hacer dinero (de
Purdue y sus satélites) abandona parcialmente USA para embocar una
nueva estrategia de crecimiento, en la que se pasa a apostar por
aumentarlas ventas de “OxyContin” en los llamados mercados emergentes de África y Asia, donde las regulaciones sobre estas drogas no les
molesten y les permitan seguir haciendo miles de millones de dólares,
a costa de gravísimos daños para el conjunto de toda la población,
consumidores o no.