Javier
Marín. In memoriam.
Este
es un texto complejo de escribir, y posiblemente también difícil de
entender en sus aristas para quienes lo aborden. Puede parecer que es
una cosa cuando pretende ser otra, y eso puede ocurrir en todos los
sentidos. No pretende ser una hagiografía de Javier Marín, ni
tampoco una afrenta a su memoria. Busca ser honesto en lo que puedo
contar de la relación que se dio entre Javier y mi persona,
revelando cosas que para la mayoría seguramente serán desconocidas
y, es en ese punto, donde se puede malinterpretar las motivaciones de
este último rato dedicado a un personaje que (con sus cosas buenas y
malas) nunca dejo de ser una pieza extraña, moldeada a golpes por
una vida intensa y que albergaba dolores complejos y difíciles de
gestionar.
Javier
nació en Madrid en pleno franquismo, en el año 1958. Venía de una
familia con “posibles” de manera que pudo dedicarse a estudiar
Derecho, y no le fue mal a juzgar por sus calificaciones. Pero no se
veía trabajando en ese mundo, porque lo suyo era haber nacido para
no parar quieto y -menos aún- uniformado con traje y corbata, así
que tras terminar la carrera, con un Franco ya muerto y España
mudando su piel a “la democracia vía la transición”, se largó
del país a vivir como ciudadano el mundo. Con su cámara a cuestas,
porque Marín se consideraba sobre todo un fotógrafo, recorrió
decenas y decenas de países, nutriéndose de vivencias y
experimentando situaciones que la mayoría de nosotros sólo podemos
leer en los libros de aventuras y ficción.
Uno
de los primeros lugares en los que recayó, fue en Afganistán en
plena eclosión del conflicto afgano con la extinta URSS. Llegó
hasta allí como la mayoría de occidentales que se decidían a
arriesgarse para poder contar lo que allí sucedía: entrando en el
país desde el vecino Pakistán. No dejaba de ser un jovencito
occidental, lo que le hacía ya una pieza codiciada para un secuestro
por el que pedir dinero a cambio de la vida del sujeto, y tuvo que
enfrentar una situación de ese calado en su “estancia”. Convivió
con los muyahidines, los “luchadores por la libertad” afganos
(luego reconvertidos en talibán o “estudiantes de religión”
etimológicamente) que se opusieron con sus vidas -y la financiación,
armas y asesoramiento estadounidense- a la invasión de su tierra de
montañas y valles por parte de los soviéticos, empeñados en
convertir Afganistán en otro de sus patios traseros. Eso ocurrió a
final de los 70, cuando la monarquía afgana fue expulsada del país
(o huyeron, bajo el riesgo de morir) tras la victoria del comunismo
en amplias zonas del país. Ver las imágenes de Afganistán, en
concreto de Kabul, de aquellos tiempos se antoja como una película
de historia-ficción: las mujeres no iban tapadas con un burka, la
reína del país aparecía en televisión sin ni siquiera usar un
pañuelo para cubrir su pelo, la ciudad estaba surtida de cines y
salas de baile y clubs de donde salía el sonido liberador del Jazz.
Comparándolo con el momento actual, donde Kabul parece una ciudad
propia de la edad media y con las mujeres enterradas en normas
religiosas que las hacen esclavas invisibles, es inconcebible que esa
libertad reinase en aquel lugar hace 40 años.

Pero
el ambiente de libertad y carrera por la modernización que se
respiraba en el Kabul de los años 70, no tenía mucho que ver con el
resto del país, donde las condiciones de vida eran durísimas y la
religión, uno de los grandes pilares sociales. A pesar de esa
importante base religiosa, la ola de comunismo de aquellos años tuvo
forma de calar en aquella población, con los mismos cuentos que lo
ha hecho en otros muchos lugares del mundo aprovechándose de las
malas condiciones de vida de sus partidarios, con la promesa del
sueño de un mundo “justo” y de hermandad que siempre termina
convertida en la pesadilla de un colectivismo forzoso en el que se
aplasta la libertad del individuo. Esa diferencia de realidades entre
la capital y las grandes ciudades y el 80% de la población afgana
que vivía en el campo, fue la pólvora que impulsó el comunismo en
el país y desembocó finalmente en la invasión de Afganistán por
parte de la URSS.
Y
allí estaba Javier Marín, con su cámara de fotos y enviando
crónicas a los medios, en la época en que Internet estaba aún por
imaginarse, y cuando todavía se pagaba bien el trabajo de aquellos
que arriesgaban sus vidas para estar en esos lugares de conflicto.
También estuvo en el Líbano, pocos años después, y dejó un
estupendo legado de su paso por aquel país y de su producción de
cannabis y del mítico hashís “rojo libanés”, que se puede
encontrar en el libro “El Barril De Diógenes” (Ediciones
Amargord) en el que narra sus aventuras de aquellos años con extremo
lujo de detalles.
Javier Marín, Kalashnikov en mano, entre dos muyahidines
en la guerra de Afganistán y la URSS en los años 80.
En
esa línea de peripecias por distintos países, acabó recalando en
el sudeste asiático, donde conoció a una de sus compañeras de vida
de la que nunca se separó del todo: la heroína. Su relación con
esta sustancia en aquellos años, en que no éramos plenamente
conscientes de los riesgos que entrañaba su uso y abuso, le granjeó
problemas de todo tipo hasta verse convertido en un esclavo por
mafias de la droga y que le llegaron a pedir favores sexuales a
cambio del estupefaciente, cosa que parece que fue un último
revulsivo para pedir ayuda y conseguir salir de esa situación y
aquellos países. Para ello, para escapar de aquello, tuvo que contar
con la que fue una de las mujeres de su vida, que trabajaba para los
servicios de inteligencia españoles, pero con los servicios secretos
de ese tipo nunca sale nada gratis y siempre le pedían información
a cambio de la ayuda prestada, aunque Javier siempre dijo que no
facilitó nada relevante y que no colaboró con ellos.
Tuvo
también una relación especial con Vicente Ferrer y su misión
humanitaria en la India, quien le acogió y le cuidó aceptándole
con sus peculiaridades, lo que produjo una importante marca
psicológica en Javier. Vicente había llegado a la India en 1958
como Jesuita, aunque abandonó la orden en 1970 pero siguió con su
trabajo humanitario de la misma forma. Se casó con una cooperante
británica, Anna, y tuvieron 3 hijos, un niño y dos niñas. De esta
relación especial entre Vicente Ferrer y Javier Marín, nació un
libro escrito por Javier que se llama “Adiós al monzón”,
también publicado por Ediciones Amargord, y un artículo a página
completa escrito por Javier y publicado por el diario “El País”,
del que Javier se sentía especialmente orgulloso.
Finalmente,
con el peso de la edad encima y una salud bastante debilitada, Javier
acabó asentándose en España. Vivió lo que fue el fin de la “época
de oro” del papel (referida a lo que se pagaba a los autores que
publicaban textos o fotos en aquellos años) y la llegaba arrasadora
de Internet como un elemento que cambiaría todo. Y eso fue algo a lo
que Javier no supo ya adaptarse: Internet le confundía y le perdía,
no se relacionaba bien con ello. Sin embargo su extenso y nutrido
currículum le permitió seguir ganándose la vida con colaboraciones
con distintas revistas del medio cannábico. Y no ganaba poco en un
principio!! Un amigo común me contó que había un autor que les
sacaba a las revistas cannábicas más de 3000 euros al mes con sus
textos y fotos, pero no me reveló quién era. Tiempo después,
Javier pasó brevemente por la dirección de la revista Yerba cuando
esta -tras un periodo en que había sido “arrendada” al grupo
HempTrading- volvió a manos de Miguel Pedregal (el creador original
de la franquicia). Y es ahí donde Javier y yo coincidimos por
primera vez: él como director y yo como colaborador.

La
verdad es que yo tenía a Javier en un altar, tras haber leído su
libro “El Barril de Diógenes”, por su curtida experiencia vital
y su íntima relación con las drogas, especialmente cannabis y
también la heroína, aunque de esta última renegaba siempre en
público y se presentaba como alguien limpio de cualquier rastro de
dicha sustancia. Como director fue de los peores que conocí, ya que
su capacidad de organizar y coordinar a los diferentes colaboradores
era muy mala. Su gran obsesión -que nunca entendí viviendo en el
mundo en que los ordenadores hacen casi todo con tocar un par de
teclas- era que le entregásemos los textos en determinado formato de
letra y tamaño, algo que se podía cambiar en segundos sin problema
por parte de cualquiera. Y en los primeros números que él dirigió
de la revista Yerba, muchos vimos cómo desaparecían las
colaboraciones que habíamos enviado para el mes, y cómo otros
textos (de su manufactura, firmados o no por él) ocupaban el espacio
que debía ser de otros. ¡Ahí fue cuando entendí que era él quien
le sacaba a las revistas cannábicas más de 3000 euros al mes! Y
finalmente, nuestro amigo común, me lo confirmó.
Duró
poco como director por su falta de capacidad para dicho trabajo, pero
siguió como un colaborador principal de Yerba amén de otras
publicaciones. Se especializó en dar una imagen de hombre totalmente
“naturalista” y alejado de lo químico, en esa extraña
concepción de que lo químico no es natural que se mueve en muchos
ambientes, cannábico incluido. A veces tenía ideas de “bombero
torero” y recomendaba cosas que, aunque a oídos de quien no
tuviera formación podían “colar”, eran auténticos
despropósitos. Por ejemplo, en una ocasión le llamé para
preguntarle “cómo coño recomendaba a la gente disolver arena en
agua y aplicarla a la planta de cannabis con un nebulizador, si el
sílice (la arena) es totalmente insoluble en agua”, y él me
reconocía el sinsentido pero argumentaba cosas como que era
“sabiduría ancestral” o que tal o cual práctica surrealista
venía de alguna civilización antigua.
En
esos momentos, Javier había perdido contacto con gran parte de las
personas y familiares que conformaron su vida y, aunque seguía
vendiendo una imagen de hombre con una apuesta radical por “lo
natural”, era un consumidor (ocasional, cuando el dinero se lo
permitía) de droga como heroína y cocaína, regados por litros de
alcohol barato.
Y
unos meses después de que Javier dejase la dirección de Yerba, yo
volvía de un viaje a Marruecos (en el año 2016) y había dejado el
coche en el puerto de Algeciras. Eso me permitió volver dándome un
largo paseo por la península, visitando lugares y personas que me
apetecía ver y conocer. No sé cómo, Javier se enteró de ello
(creo que fue a través del sobrino de Miguel Pedregal, que también
trabajaba en “la empresa” que era Yerba en ese momento) y se puso
en contacto conmigo para que al pasar por Málaga, donde residía en
aquel momento, pudiéramos vernos. Y yo accedí.

Al
fin nos teníamos cara a cara, tras haber escuchado todo tipo de
peripecias el uno del otro por parte de terceros comunes, y teníamos
mucho de lo que conversar. Yo apasionado por su historia y él
deseoso de actualizarse e intentar adaptarse mejor a la realidad que
el huracán de Internet había dejado al barrer el papel y convertir
casi todo en publicaciones on-line, por no hablar de las redes
sociales en las que Javier se veía incapaz de moverse.
Sin
embargo, al cabo de estar unos minutos en mi coche, y preguntar dónde
íbamos, Javier me “invitó” sibilinamente a ir a un punto de
venta de drogas. Yo accedí, sin problema ya que soy un consumidor
que nunca ha escondido dicha condición, y en unos minutos nos vimos
en un piso de una barriada periférica de Málaga, comprando base de
cocaína y heroína. Me contó que allí tenías que comprar esas
cosas antes de la noche, porque después “no servían”. Eso es
algo casi imposible, ya que la noche es esencial para esos negocios y
es el momento de mayor funcionamiento, pero seguramente ese punto era
uno de los pocos a los que a Javier le quedaría acceso, acuciado por
deudas de todo tipo contraídas por su difícil gestión de su
relación con esas drogas. De hecho, Javier me llevó allí a pillar,
pero él no tenía dinero para pagar... así que asumí yo el coste
como parte de una invitación algo engañosa, pero que entre yonquis
no iba a tenerle en cuenta, dada su situación.
Minutos
después estábamos en una escombrera a las afueras de Málaga, por
unos caminos de tierra donde nos podíamos sentir más o menos a
salvo de la aparición de una patrulla de policía que nos estropease
el momento. En el coche, mientras hablábamos y escuchábamos música,
consumíamos fumando sobre plata las drogas compradas. Y fue en ese
momento cuando Javier empezó a hablar sobre ciertas ideas suicidas y
su malestar y dolor en relación a la vida, a verse como se veía en
ese punto especialmente si lo comparaba con lo que había sido su
vida en otros momentos. Y no le faltaba razón.
Yo
no tenía claro si me iba a quedar mucho más en Málaga o si cogería
un hostal y saldría a la mañana siguiente hacía otro lugar en mi
vuelta lenta a Salamanca. Pero Javier se empeñó en que me quedase
“en su casa”, y yo acepté por pasar algo más de tiempo con él
y no dejar a medias el asunto que se había abierto en la
conversación entre vapores de coca y caballo.
Llegamos
a su morada, y la imagen fue dolorosamente impactante. El lugar, con
un salón, una habitación, cocina y baño, estaba inhabitable por la
basura y la suciedad acumulada. Cubierto de restos de basura, comida
en mal estado y, sobre todo, cartones de vino y botellas de cerveza y
otros licores. Las ventanas cerradas o prácticamente cerradas,
terminaban de hacer la estampa durísima, sin luz, sin esperanza. Era
como vivir en un sepulcro, muerto en vida en una leonera similar a
las usadas como refugio de yonquis y borrachos sin casa.
No
quise incidir en ese aspecto en aquel momento, y me limité a
-mientras íbamos charlando de distintas cosas- ir limpiando poco a
poco el lugar, al menos para hacerlo habitable para el invitado que
era yo esa noche. Cociné algo, no recuerdo qué, con comida comprada
para subsistir en un supermercado que estaba abierto tras nuestro
rato de intoxicación compartida en aquel vertedero. Y ya en la casa,
terminamos de fumar lo que nos quedaba de la droga comprada,
aderezado con hashís que yo había traído de Marruecos y que hizo
que Javier decidiera retirarse a su habitación y caer dormido. Yo,
insomne como soy, me quedé mucho más tiempo despierto,
reflexionando sobre el shock que había supuesto ver la realidad en
que vivía ese hombre y su estado mental.
La
casa en la que vivía era en realidad propiedad de una señora que
tenía una buena casa al lado de esta construcción, en la misma
parcela. El lugar era idílico, y podías observar el mar y unos
atardeceres impresionantes. Y la construcción donde vivía Javier
era bonita y estaba en buen estado, en lo que al inmueble se refería.
Era Javier el que había convertido aquel lugar, que habría sido el
sueño de muchos, en una pesadilla para cualquier ser vivo.
La
señora, que caritativamente le permitía vivir gratis en ese lugar,
era una mujer de más de 80 años, de religión evangelista y a la
que Javier -como parte del trato o relación que mantenían- la
acompañaba “al culto” y la llevaba y traía con el coche (que
mantenía económicamente la señora) para las cosas que podía
necesitar, ya que la casa se encontraba fuera de un núcleo urbano.
Era una relación hasta cierto punto simbiótica, pero en la que
Javier era un beneficiado en mayor proporción sin lugar a dudas.
La
construcción que aquella buena mujer le había cedido a Javier para
vivir, era un pequeño lujo. Era pequeña, y de haber estado algo
cuidada, se podría decir que era hasta coqueta. Según salías por
la puerta, ante tus ojos -desde un alto- tenías la bahía de Málaga
desde donde se observaban unos atardeceres magníficos. Si el lugar
resultaba inhóspito y poco digno para vivir era por lo que se había
acumulado en su interior, que en cierta forma era el reflejo del
interior de Javier: dejándose morir, rematándose poco a poco.
Ya
con más tiempo y calma, me contó con más detalle su obsesiva idea
de quitarse la vida. Y remató aquel discurso con que “lo único
que le preocupaba era dejarle el lugar hecho un asco a la señora”
(hecho un asco y con un cadáver con muerte violenta). Mi reacción
fue algo dura. Mi gesto cambió y le dije que me parecía estupendo
que quisiera quitarse la vida, que era parte de los derechos de
cualquiera elegir cuándo y cómo quiere marcharse de este mundo,
pero que no tenía ningún derecho a provocarle a la señora que le
daba cobijo el daño que le supondría tener que lidiar con un
cadáver (que seguramente tendría que descubrir la pobre mujer) y
con toda la basura acumulada allí. Le dije que aquello era inmoral e
injusto y que -apelando a la dignidad que tenía que quedarle en su
interior- eso era algo que convertía un último acto de libertad en
un acto de injusticia y falta de gratitud.
Supongo
que a Javier le impactó que yo no tuviera nada en contra del
suicidio, ni del suyo ni del de nadie (cuando es algo meditado,
consciente y elegido en libertad), pero que sí lo tuviera en contra
de las formas que planteaba y las consecuencias para terceros. Y
desde ahí poco a poco fuimos entrando en materia, explorando las
razones que le hacían barajar la idea de matarse de forma tan
insistente. Entre aquellas razones estaba su situación económica,
que estaba deteriorada seriamente (tenía que cobrar los trabajos que
hacía en una cuenta bancaria de una de sus hijas para que Hacienda
no le pudiera quitar dinero, de multas o de deudas que hubiera
acumulado en su devenir vital).
También
le dolía tener que representar la imagen de algo que no era. Me
explico. Javier era un hombre que amaba la naturaleza y que tenía
una relación especial con la planta del cannabis que se había
forjado a lo largo de toda su vida. Eso no tenía nada de falso y era
así. Pero al mismo tiempo Javier tenía una relación especialmente
íntima con la heroína (y derivada de ella, con la cocaína, que
suelen consumirse fumadas juntas ahora que el uso de la vía
intravenosa es totalmente residual y marginal) y ello era algo que
tenía de ocultar.
¿Por
qué?
Javier
vivía esencialmente de su relación con el mundo del cannabis
español, sus medios escritos y las empresas que dominan el cotarro.
Y en ese mundo del cannabis -que al ojo inexperto le puede parecer
tolerante y lleno de buen rollito- existe una caterva mayoritaria de
ignorantes y talibán cannábicos que afirman estupideces como que el
cannabis no es un droga (sino que es una planta “sagrada”, como
si fueran asuntos excluyentes), que fumar o consumir cannabis es
buenísimo para infinitos males y que carece de daño alguno (cosa
falsa en el cannabis e incluso en el agua de manantial: todo tiene
efectos secundarios, lados positivos y negativos) y, derivado de esos
postulados del ultra-naturalismo más obtuso, que ellos no tienen
nada que ver con los “yonquis” que consumen drogas (entendiendo
por “drogas” todo lo que no consumen ellos en tu mundo
naturaloide cannábico).
Es
decir, dentro de ese mundo del cannabis existen centenares de
“guardianes de las esencias y la verdad” que se dedican a señalar
y a hablar por la espalda de aquellos que, oh pecadores, violan los
preceptos de esa religión que han montado en base a una más de las
plantas psicoactivas que la vida nos ha regalado. Y en ese contexto,
Javier y su antigua pulsión por el consumo de opiáceos, eran algo
que no encajaban. Así que, valorando pros y contras, llegó un
momento en que Javier ocultó a todo el mundo esa parte de su vida:
él era un cannábico de pro, y bajo ningún concepto tomaba otras
drogas (estas sí, dañinas para la salud).
Los
pocos que sabíamos de su uso de heroína y cocaína, éramos (un
pequeñísimo puñadito de personas) aquellos que somos consumidores
“públicos”, no por hacer exhibición de nuestro consumo sino por
tratarlo como un hecho más y sin mostrar miedo alguno a revelarlo.
Yo consumo heroína (y cocaína y una ristra interminable de drogas
diversas) cuando me da la gana, y me la trae absolutamente floja lo
que de ello piensen los demás. Me importa una mierda como un
castillo que me califiquen de yonqui o de santo místico, y vivo
estupendamente así: fuera del armario de lo “drogófilamente
correcto”.
Como
yo hay algunas otras personas conocidas en España, que aceptan sus
distintos consumos sin problema alguno y sin plantearlos como algo
“excepcional” o como algo “que ocurrió en el pasado por falta
de información”, pero vivir una vida acorde a esa elección (la de
no meterse en ningún armario por lo que decidamos consumir) a veces
trae inconvenientes cuando topas con los talibán del cannabis.
Resulta especialmente doloroso que sean los cannábico (o una buena
parte de ellos) los que presentan esas actitudes menos comprensivas y
más intransigentes con los consumos de los demás. ¿Por qué?
Porque duramente muchas décadas el consumo de cannabis era tan
incomprendido y vilipendiado como el consumo de otras sustancias, y
ese hecho solía provocar en quienes eran integrantes de la “cofradía
del papelillo y el mechero” una empática solidaridad con otros que
también sufrían por el hecho de ejercer su libertad y elegir
consumir tal o cual sustancia. La única norma implícita en aquellas
relaciones de tolerancia absoluta (que se vivió durante décadas en
España) era la de que lo que tú hicieras no revirtiera en daño
para otras personas.
Pero
como digo, aquello mutó bajo el neo-paradigma del ultra-naturalismo
y acabó siendo una especie de religión excluyente en la que quienes
comulgan con tu mismo sacramento son aceptados, y los que se salen de
la ortodoxia del nuevo pensamiento, son herejes que “no deberían
estar entre los puros”.
Y
Javier sufrió, durante muchos años, la disonancia cognitiva y vital
de tener apetitos farmacológicos que su entorno difícilmente iba a
aceptar. Además en su libro “El Barril De Diógenes”, daba por
zanjada su relación con las drogas de ese tipo, en algo que era más
el querer dar una imagen útil que el hecho de contar honestamente
una realidad.
Así
que quienes sabíamos de los gustos de Javier, siempre recibíamos el
aviso insistente de que “por favor, bajo ningún concepto,
dejásemos que esa información se escapase de nuestro fuero”,
porque él se veía seriamente amenazado por ello.
Como
último punto que recuerdo, en lo relativo a las razones que hacían
que Javier no se sintiera en plenitud y sobrada capacidad (como había
tenido gran parte de su vida en situaciones que, al resto de
mortales, nos habrían superado) era el choque con las nuevas
tecnologías. Javier no era tan mayor, pero su mente estaba hecha de
letras escritas sobre papel, y no de relaciones establecidas con una
conexión de Internet con decenas o centenares de diversos actores.
Por supuesto que era capaz de manejarse con asuntos como el correo
electrónico, pero todo lo que fuera más allá de ello, eran
terrenos en los que Javier se sentía totalmente perdido.
Yo
soy de la última generación que nació sin ordenadores. En cierta
forma, la última generación “libre” que tiene conceptos
arraigados de intimidad y privacidad, en toda su amplitud. Y desde
muy pequeño empecé a acercarme a esas máquinas que eran antaño
los computadores (cuando valían millonadas al cambio de hoy día) y
aprendí a “hablar su idioma”, aprendí a programar en distintos
lenguajes y fueron un juguete más de mi infancia-adolescencia, pero
uno más: no eran relevantes hasta el punto que lo son hoy día. En
ese sentido, podía comprender a Javier. Plantar a un hombre como
Javier delante de Facebook o de Twitter, era someterle a una cascada
de nuevas ideas, conceptos que necesitan un tiempo de asimilación, y
toda una nueva cosmogonía en la que los “nativos digitales” se
mueven sin fricción, pero los que somos de generaciones anteriores,
no lo tenemos incorporado de forma casi innata.
Aún
así, yo era consciente de que Javier necesitaba abrirse al mundo y
que la única forma que tenía de hacerlo (que pudiera resultarle
pragmáticamente provechosa) pasaba por el acercamiento y manejo
-aunque fuera bajo mínimos- de ciertas redes sociales, como podían
ser los foros especializados o Twitter en aquel momento.
Así
que, procurando aportarle algo a Javier en ese par de días que
íbamos a pasar juntos, le enfrenté al asunto. Lo hice con mi
ordenador, porque -si la memoria no me falla- él tenía un viejo
ordenador que estaba totalmente desactualizado y que no funcionaba en
algunas partes esenciales. Le dediqué toda una tarde, delante del mi
ordenador yo mientras le iba mostrando aquello que desconocía y le
producía inseguridad, y Javier con un cuaderno donde iba apuntando
datos, cosas como nombres de usuario y sus correspondientes claves,
cómo seguir a otras personas en Twitter, cómo buscar información
relevante para él....etc.
Aún
con eso, yo era consciente de que nadie puede asimilar tanta
información en tan poco tiempo, así que me comprometí a seguir
llevándole de la mano en sus primeros pasos en ese otro mundo de lo
virtual, desde nuestra conexión telefónica (y por email, cuando
tenía acceso). Le dejé como encargo sine qua non poner su ordenador
en condiciones de correcto funcionamiento y, a ser posible, conseguir
un teléfono que le permitiera manejarse en esas redes también:
tenía que hacer que Internet se integrase en su bolsillo, en su
quehacer diario, para volver a estar conectado al pulso de los
tiempos que nos tocaba vivir.
Aparte,
como curiosidad, le expliqué algunas de las ideas de negocio que yo
estaba barajando enfrentar (mezclando mi relación con el mundo
cannábico y mi conocimiento extenso de Marruecos por las décadas
que llevaba viajando al país), y cómo una persona como él -con un
bagaje que tumbaría a cualquier aspirante a principiante que se
quiere mover entre dos continentes y dos culturas distinta- sería
alguien de gran ayuda y que podría aportar mucho a lo que yo por
aquel entonces estaba desarrollando. Eso le ilusionó sobremanera:
imaginarse útil de nuevo, recorrer otra vez aquellos lugares que
recorrió casi 4 décadas atrás (le impresionaban las fotos que yo
traía de lugares que él había conocido como pueblitos de
pescadores y que ahora parecían Benidorm), y relacionarse de forma
directa y activa con nuevas personas dándoles un servicio útil y
cobrando dignamente por un buen trabajo.
Todo
aquello fue como un soplo de aire vital en unos pulmones
asfixiándose, que le hizo -al menos por una época- imaginar un
futuro mejor y en una actividad que le resultase satisfactoria, lo
cual -para alguien que lidiaba a diario con el pensamiento de
quitarse la vida- era algo de un valor superior a cualquiera de las
cosas que quedaban ante su visión de la vida en esos momentos.
Llegaba
el momento de mi partida, de seguir viajando hacía arriba en la
península y, poco antes de despedirnos, Javier buscó entre sus
cosas y sacó un ejemplar nuevo de “El Barril de Diógenes”. En
ese momento le recordé que ya tenía un ejemplar, pero me dijo que
ese iba a ser especial. Cogió un bolígrafo y, de espaldas a mí,
escribió una dedicatoria en el libro, firmó y me lo entregó.
Yo
lo abrí inmediatamente y leí la dedicatoria: “Para Al. Gracias
por todo lo que tú y yo sabemos. Hasta siempre.”
Y
ya que no compartíamos ningún secreto especial -salvo lo hablado en
esos días- comprendí, con el acento grave que su rostro daba a la
situación, que me agradecía haberle llevado una nueva perspectiva a
su posición vital agotada y de rendición, que estimaba el tiempo
que dispuse para escucharle -en esos temas relativos a la muerte
elegida- y a analizar con él las razones que le llevaban a ese
punto, y a haber dedicado un tiempo a enseñarle que había nuevos
caminos y formas de hacer las cosas a las que tenía que
acostumbrarse si quería seguir en “el juego”.
Eso
sería el “todo lo que tú y yo sabemos”, aunque según me fui
alejando en mi coche me invadió una cierta sensación de que había
“rescatado” a alguien de una decisión sin retorno en el último
momento. Posiblemente sus cavilaciones sobre el suicidio estaban ya
maduras y tal vez sólo le hubiera hecho falta el momento puntual de
esa mezcla de fuerza y desesperación que sirve para poder afrontar
el hecho de renunciar a seguir respirando.
De
todas formas, al mismo tiempo, era consciente de que por un lado las
cuestiones que expresó Javier en nuestros días de charlas, iban más
allá de lo circunstancial y puntual, y que en cierta forma eran un
sumatorio de miles de pequeños (y no tan pequeños) dolores en forma
de decepciones y de justificada misantropía. Era consciente de que
lo que Javier planteaba, al expresar con iluminada lucidez que ya
había tenido suficiente dosis de una vida que no le llenaba, era
algo que había calado hasta el hueso de su existencia. Cambiar y
mejorar su entorno, su rutina y sus perspectivas, podrían darle un
mayor peso al lado de la balanza que sopesaba lo positivo de seguir
viviendo, pero no iban a eliminar el posicionamiento filosófico al
que había llegado y que le empujaba a dejar de vivir como forma de
huir del sufrimiento íntimo que arrastraba.
Recuerdo
que antes de irme de Málaga, comenté la situación con un amigo
íntimo (que también era un fan de Javier Marín tras haber leído
el libro con sus increíbles peripecias) y le expresé tanto mi
preocupación por lo que había visto como el hecho de que -si se
agarraba a un cambio positivo como el que parecía haber vislumbrado
con lo que yo compartí con él- también existía la posibilidad de
“salir de ese agujero mental” y volver a tener una vida que
disfrutar en lugar de sólo sufrir. Mi amigo me preguntó, en un
ofrecimiento claro de ayuda para Javier, si el problema en general se
podía mejorar o solventar con dinero (que él estaba dispuesto a
donar desinteresadamente). Y no tuve otra opción que decirle la
verdad: no era algo que el dinero pudiera arreglar, y que incluso en
la situación en la que estaba, el dinero podía tener el efecto de
regar con gasolina un incendio hasta llevarlo a la catástrofe. El
dinero hubiera sido útil más adelante, cuando se hubieran dado
pasos propios que denotasen una intención sólida de cambiar los
aspectos más dañinos de una vida que buscaba claudicar.
Ya
de regreso en Salamanca, incrustrado en la rutina habitual, empecé a
hacerle un cierto seguimiento a Javier en el que hablábamos
ocasionalmente por teléfono y yo le seguía pidiendo que diera pasos
claros en el tema de Internet y las redes sociales, ya que necesitaba
-a mi juicio- volver a ser visible en un mundo que se movía ya en
esas otras coordenadas.
Consiguió
poner a funcionar su ordenador, con tiempo (esto no era algo que en
los ritmos de Javier fuera de un día a otro) y llegó a abrirse una
primera cuenta en Twitter. Sin embargo, no era capaz de entender el
concepto y el funcionamiento de las redes sociales, que chocaba con
la mente de un hombre que era de otra época. Hubo un día en el que
recibí una llamada de Javier, preguntándome por qué no le
contestaba los mensajes que me había enviado por Twitter. Yo le dije
que no tenía ningún mensaje suyo, y él me insistía en que los
había enviado. Finalmente, tirando del hilo, llegué a ver qué era
lo que había hecho. Simplemente había abierto una cuenta en dicha
red social, y nada más abrirla había escrito un tuit que decía “Mu
buenas Al!”. Y poco después, otro en que decía “Hola Al. Me
recibes?”. Pero claro, esos tuits los había lanzado al aire, con
la esperanza de que por algún mecanismo mágico que él no alcanzaba
a comprender -pero que creía funcional por la idea que había
destilado del tiempo que dediqué a mostrarle un poco el mecanismo de
Twitter- llegasen a mi persona, yo los leyera y lógicamente se los
contestase. Aquello era la confirmación de que ayudarle, aunque sólo
fuera en los aspectos técnicos más básicos del asunto, iba a
requerir mucha paciencia y mucho tiempo.

Y
poco a poco con otra cuenta -porque al cabo de un par de días perdió
la clave de esa primera que abrió y no supo recuperarla- se fue
instalando en el mundillo de las redes sociales. Aprendió a
contestar correctamente (a nivel técnico) a los usuarios, a tener
una “bio” gráficamente interesante (que al menos tuviera una
foto suya), y a subir contenidos con cierta regularidad, para lo que
eran sus tiempos y ritmos.
En
aquel momento yo ya escribía para la web de la empresa que había
tenido arrendada la Revista Yerba, y que habían pasado a tener sólo
presencia en el mundo digital. No recuerdo qué había sucedido entre
Javier y ellos pero “algo no positivo” había ocurrido en su
relación, y Marín no estaba entre quienes les suministrábamos
contenidos. Pero recuerdo que en un intento de echarle una mano,
hablé con la directora de la web (la mujer del jefe de la empresa, a
la que él “se quitaba de encima” ocupándola en “dirigir” la
página, aunque era incapaz de escribir correctamente en castellano)
y conseguí que le dieran una nueva oportunidad, ya que aunque fuera
simplemente contando las peripecias de su vida resultaba una fuente
inagotable de textos que tenían la capacidad de enganchar al lector.
Y
escribió al menos uno, no sé si dos. Pero por alguna razón la cosa
no terminó de cuajar y no sacó más provecho del asunto. Sin
embargo él siguió en redes sociales, hasta que tuvo la “mala
idea” de expresar una opinión en un conflicto que se había
generado a raíz de un texto que yo escribí (a petición del
director de un conocido medio cannábico gratuito que se repartía en
los Grow-shops, y con el permiso expreso de la directora de la web
donde se publicaban los contenidos). El texto en sí era una forma de
contarle al público cannábico las estafas y timos que un falso
activista, de nombre Paco, había ido realizando durante años. Por
supuesto, para evitar problemas legales, su apellido se había
modificado aunque todo el mundo sabía de quién se estaba hablando.
Y en ese texto, de forma accesoria aparecía un personaje que era
pura ficción y que sólo servía para mantener una conversación
telefónica con la protagonista, que era la excusa para hacer un
repaso de los engaños acometidos por este estafador del mundo del
cannabis.
Pues
resultó que una ex-trabajadora de la empresa, que buscaba notoriedad
y montar jaleo (ya que la habían despedido por su falta de
capacidad) dijo que se sentía representada en ese personaje, y
decidió montar el pollo en Twitter. No tenía sentido alguno, pero
la tipa en cuestión no tenía nada que perder y quería vengarse de
alguna forma de la empresa que no quiso seguir manteniendo a una
ladilla, por muy mona que fuera.
Javier
tuvo la honestidad de escribir un tuit opinando sobre el asunto y
calificando de “niñata” a esta mala bicha, lo que provocó que
ella aprovechase para lanzarse también a por Javier, consiguiendo su
teléfono y haciéndole varias llamadas que grabó y con las que
posteriormente se dedicó a chantajearle (haciendo incluso que
tuviera que eliminar su cuenta de Twitter). Y es que Javier, cuando
soltaba la lengua o cuando quería salir de un jardín en el que se
había metido, no tenía reparos en “recolocar, modificar o
inventar” los hechos necesarios para conseguir el objetivo. Y unas
grabaciones telefónicas del pobre Javier, en las que debió de decir
todo tipo de invenciones para justificarse, guiadas por una tipeja
acostumbrada a manipular su entorno para obtener beneficios,
seguramente contenían todo tipo de afirmaciones que, en un cara a
cara con quien hubiera mencionado, le hubieran dejado en un lugar
terrible y vergonzante.
De
hecho, desde ese momento, Javier no se atrevió a volver a contactar
conmigo (aunque yo no había escuchado las grabaciones). Finalmente
supuse que prefería evitar tener que dar la cara ante mí, y
explicar lo que hubiera podido inventar en esa trampa telefónica que
le hicieron, aunque eso le supusiera perder lo que de positivo tenía
para él todo el tiempo que le dedicaba -desinteresadamente- a
ayudarle con las nuevas tecnologías, y de forma colateral en otros
aspectos.
Y
yo no quise insistir. Somos esclavos de nuestras palabras y dueños
de nuestros silencios, y ahí quedó nuestro último contacto
directo. Al poco tiempo, meses después, supe que Javier había
conseguido contactar y hacer algunas pequeñas cosas para una marca
de semillas hispana. Por terceras personas supe que pululaba por
algunos eventos cannábicos, buscándose las castañas. Incluso hubo
quien le dio trabajo de nuevo en el ámbito de los textos y las
fotos, aún a sabiendas de que en muchas ocasiones reutilizaba las
mismas fotografías que ya había vendido o que los textos no pasaban
de ser refritos de otros escritos anteriormente.
Lo
último que supe de él, es que una empresa de semillas catalana le
había contratado de forma digna y le había dado un trabajo que, en
teoría, tenía que haber sido un placer para él. No sólo tenía un
contrato a jornada completa, sino que vivía en el campo (sin pagar
alojamiento) y que la empresa cubría todos los gastos (incluido el
seguro de su coche o las reparaciones que iba necesitando) además
del sueldo que le pagaba religiosamente. Se suponía que era un punto
en el que Javier había salido del hoyo vital en el que se
encontraba, viviendo a salto de mata y sin poder cobrar él mismo los
trabajos que realizaba (y que tenía que cobrar a través de una
cuenta de una hija suya en la que él figuraba como autorizado, para
evitar que las deudas y multas que arrastraba pudieran ejecutarse
mediante embargo de sus activos). Escuchando lo que Javier decía
querer, era razón suficiente para pensar que había llegado a un
punto en el que debería sentirse feliz, al menos en lo laboral y en
lo referente al entorno en el que vivía: en plena naturaleza y al
cuidado de unas plantaciones de cannabis.
Pero
a pesar de todo esto, Javier debía seguir enfrentándose a una vida
que no apreciaba. El día 21 de abril desperté con la noticia de que
Javier Marín había muerto el día antes. En principio las noticias
llegaban con cuentagotas y ninguna de las fuentes abordaba la
pregunta más natural: ¿cómo había muerto?
Al
ver que un dato así se estaba “ocultando”, no tardé mucho en
suponer que finalmente Javier se había quitado la vida. Sin embargo,
pasaron bastantes semanas hasta que tuve la confirmación del hecho.
Al parecer, y por los datos que me dieron sobre las circunstancias
que rodearon a su muerte, Javier debía llevar tiempo preparando el
suicidio. Para empezar, los sucesos ocurrieron el día 20 de abril,
4/20 en el formato inglés, y que resulta ser el “Día
Internacional de la Marihuana”. No se puede estar 100% seguro de
que hubiera elegido este día para provocarse la muerte, pero
teniendo en cuenta su íntima relación con el cannabis a lo largo de
toda su vida, es harto improbable que esto no fuera algo que tuvo en
cuenta.
El
método utilizado para terminar con su vida, fue una sobredosis de
pastillas, posiblemente de buprenorfina. El compuesto exacto no me lo
han podido confirmar, pero sí me confirmaron que usó que las
pastillas que le daban como tratamiento de mantenimiento en el
contexto de su conflictiva relación con los opiáceos y la heroína.
Sólo se utilizan en España dos fármacos en la terapia de
mantenimiento por consumo de opiáceos u opioides, y son la metadona
y la buprenorfina. La metadona normalmente se administra y entrega a
los usuarios disuelta en agua, en dosis preparadas de antemano, en un
botecito de plástico con un número identificativo. Y la
buprenorfina se entrega en pastillas. Dependiendo del usuario, de su
historial y de qué fármaco se adapte mejor a sus circunstancias, se
utiliza uno u otro.
Javier
había estado guardando, durante un largo periodo, las pastillas que
debía haber consumido a diario. Necesitó suficientes para
asegurarse que funcionarían a la hora de provocarle la muerte, a
pesar de la tolerancia que pudiera tener a estos fármacos. Cuando
consideró que tenía suficientes y que había llegado el momento,
ejecutó la última parte de su plan.
Tuvo
la decencia de no llevarlo a cabo donde estaba viviendo, ya que eso
habría sido un problema para la persona (el dueño de la empresa que
le tenía contratado) que mejor se había portado con él en los
últimos años. Encontrar un cadáver con sobredosis de esos
fármacos, en un lugar donde existían plantaciones de cannabis
(aunque fueran destinadas a producir semilla o a seleccionar y probar
variedades), habría sido un marrón extra para esa persona.
Así
que en sus últimos momentos cogió el coche, y se fue a un lugar
alejado, en el campo, donde no le pudieran vincular con nadie y que
lo su suicidio no dañase de forma extraordinaria a nadie. Y una vez
allí, tomó una cantidad suficiente de esas pastillas como para
provocarse la muerte por sobredosis. En el caso de estos fármacos,
la muerte llega cuando vas quedando dormido, inconsciente y
progresivamente tu respiración se hace más y más débil, hasta que
dejas de respirar. Y ahí acabó todo, en la soledad de la
madrugada...
Siempre
tuve la sensación de que la inclinación de Javier hacia el suicidio
no era debida a las circunstancias que puntualmente le afectaban,
sino que era algo que llevaba muy dentro. Pero no era más que una
sensación y siempre la equilibré con la esperanza de equivocarme.
Aunque en todo caso, siempre respeté su opción en ese aspecto y
-aunque sea doloroso- creo que es un derecho que es inherente a la
vida. Uno no puede estar obligado a vivir, y menos aún cuando por la
razón que sea uno esta sufriendo y no desea seguir experimentando la
vida como una condena.
Y
hasta aquí la historia que puedo contar de un tipo que, a pesar de
la distancia que nos separó en los últimos años, era alguien digno
de conocer y de escuchar por el increíble recorrido que fue su vida
en los 63 años que pasó entre nosotros.
Estés
donde estés, Javier, que el tiempo te sea leve.
Drogoteca.