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sábado, 25 de septiembre de 2021

Javier Marín. In memoriam.

 

Javier Marín. In memoriam.


Este es un texto complejo de escribir, y posiblemente también difícil de entender en sus aristas para quienes lo aborden. Puede parecer que es una cosa cuando pretende ser otra, y eso puede ocurrir en todos los sentidos. No pretende ser una hagiografía de Javier Marín, ni tampoco una afrenta a su memoria. Busca ser honesto en lo que puedo contar de la relación que se dio entre Javier y mi persona, revelando cosas que para la mayoría seguramente serán desconocidas y, es en ese punto, donde se puede malinterpretar las motivaciones de este último rato dedicado a un personaje que (con sus cosas buenas y malas) nunca dejo de ser una pieza extraña, moldeada a golpes por una vida intensa y que albergaba dolores complejos y difíciles de gestionar.


Javier nació en Madrid en pleno franquismo, en el año 1958. Venía de una familia con “posibles” de manera que pudo dedicarse a estudiar Derecho, y no le fue mal a juzgar por sus calificaciones. Pero no se veía trabajando en ese mundo, porque lo suyo era haber nacido para no parar quieto y -menos aún- uniformado con traje y corbata, así que tras terminar la carrera, con un Franco ya muerto y España mudando su piel a “la democracia vía la transición”, se largó del país a vivir como ciudadano el mundo. Con su cámara a cuestas, porque Marín se consideraba sobre todo un fotógrafo, recorrió decenas y decenas de países, nutriéndose de vivencias y experimentando situaciones que la mayoría de nosotros sólo podemos leer en los libros de aventuras y ficción.


Uno de los primeros lugares en los que recayó, fue en Afganistán en plena eclosión del conflicto afgano con la extinta URSS. Llegó hasta allí como la mayoría de occidentales que se decidían a arriesgarse para poder contar lo que allí sucedía: entrando en el país desde el vecino Pakistán. No dejaba de ser un jovencito occidental, lo que le hacía ya una pieza codiciada para un secuestro por el que pedir dinero a cambio de la vida del sujeto, y tuvo que enfrentar una situación de ese calado en su “estancia”. Convivió con los muyahidines, los “luchadores por la libertad” afganos (luego reconvertidos en talibán o “estudiantes de religión” etimológicamente) que se opusieron con sus vidas -y la financiación, armas y asesoramiento estadounidense- a la invasión de su tierra de montañas y valles por parte de los soviéticos, empeñados en convertir Afganistán en otro de sus patios traseros. Eso ocurrió a final de los 70, cuando la monarquía afgana fue expulsada del país (o huyeron, bajo el riesgo de morir) tras la victoria del comunismo en amplias zonas del país. Ver las imágenes de Afganistán, en concreto de Kabul, de aquellos tiempos se antoja como una película de historia-ficción: las mujeres no iban tapadas con un burka, la reína del país aparecía en televisión sin ni siquiera usar un pañuelo para cubrir su pelo, la ciudad estaba surtida de cines y salas de baile y clubs de donde salía el sonido liberador del Jazz. Comparándolo con el momento actual, donde Kabul parece una ciudad propia de la edad media y con las mujeres enterradas en normas religiosas que las hacen esclavas invisibles, es inconcebible que esa libertad reinase en aquel lugar hace 40 años.





Pero el ambiente de libertad y carrera por la modernización que se respiraba en el Kabul de los años 70, no tenía mucho que ver con el resto del país, donde las condiciones de vida eran durísimas y la religión, uno de los grandes pilares sociales. A pesar de esa importante base religiosa, la ola de comunismo de aquellos años tuvo forma de calar en aquella población, con los mismos cuentos que lo ha hecho en otros muchos lugares del mundo aprovechándose de las malas condiciones de vida de sus partidarios, con la promesa del sueño de un mundo “justo” y de hermandad que siempre termina convertida en la pesadilla de un colectivismo forzoso en el que se aplasta la libertad del individuo. Esa diferencia de realidades entre la capital y las grandes ciudades y el 80% de la población afgana que vivía en el campo, fue la pólvora que impulsó el comunismo en el país y desembocó finalmente en la invasión de Afganistán por parte de la URSS.


Y allí estaba Javier Marín, con su cámara de fotos y enviando crónicas a los medios, en la época en que Internet estaba aún por imaginarse, y cuando todavía se pagaba bien el trabajo de aquellos que arriesgaban sus vidas para estar en esos lugares de conflicto. También estuvo en el Líbano, pocos años después, y dejó un estupendo legado de su paso por aquel país y de su producción de cannabis y del mítico hashís “rojo libanés”, que se puede encontrar en el libro “El Barril De Diógenes” (Ediciones Amargord) en el que narra sus aventuras de aquellos años con extremo lujo de detalles.



Javier Marín, Kalashnikov en mano, entre dos muyahidines 

en la guerra de Afganistán y la URSS en los años 80.


En esa línea de peripecias por distintos países, acabó recalando en el sudeste asiático, donde conoció a una de sus compañeras de vida de la que nunca se separó del todo: la heroína. Su relación con esta sustancia en aquellos años, en que no éramos plenamente conscientes de los riesgos que entrañaba su uso y abuso, le granjeó problemas de todo tipo hasta verse convertido en un esclavo por mafias de la droga y que le llegaron a pedir favores sexuales a cambio del estupefaciente, cosa que parece que fue un último revulsivo para pedir ayuda y conseguir salir de esa situación y aquellos países. Para ello, para escapar de aquello, tuvo que contar con la que fue una de las mujeres de su vida, que trabajaba para los servicios de inteligencia españoles, pero con los servicios secretos de ese tipo nunca sale nada gratis y siempre le pedían información a cambio de la ayuda prestada, aunque Javier siempre dijo que no facilitó nada relevante y que no colaboró con ellos.


Tuvo también una relación especial con Vicente Ferrer y su misión humanitaria en la India, quien le acogió y le cuidó aceptándole con sus peculiaridades, lo que produjo una importante marca psicológica en Javier. Vicente había llegado a la India en 1958 como Jesuita, aunque abandonó la orden en 1970 pero siguió con su trabajo humanitario de la misma forma. Se casó con una cooperante británica, Anna, y tuvieron 3 hijos, un niño y dos niñas. De esta relación especial entre Vicente Ferrer y Javier Marín, nació un libro escrito por Javier que se llama “Adiós al monzón”, también publicado por Ediciones Amargord, y un artículo a página completa escrito por Javier y publicado por el diario “El País”, del que Javier se sentía especialmente orgulloso.


Finalmente, con el peso de la edad encima y una salud bastante debilitada, Javier acabó asentándose en España. Vivió lo que fue el fin de la “época de oro” del papel (referida a lo que se pagaba a los autores que publicaban textos o fotos en aquellos años) y la llegaba arrasadora de Internet como un elemento que cambiaría todo. Y eso fue algo a lo que Javier no supo ya adaptarse: Internet le confundía y le perdía, no se relacionaba bien con ello. Sin embargo su extenso y nutrido currículum le permitió seguir ganándose la vida con colaboraciones con distintas revistas del medio cannábico. Y no ganaba poco en un principio!! Un amigo común me contó que había un autor que les sacaba a las revistas cannábicas más de 3000 euros al mes con sus textos y fotos, pero no me reveló quién era. Tiempo después, Javier pasó brevemente por la dirección de la revista Yerba cuando esta -tras un periodo en que había sido “arrendada” al grupo HempTrading- volvió a manos de Miguel Pedregal (el creador original de la franquicia). Y es ahí donde Javier y yo coincidimos por primera vez: él como director y yo como colaborador.





La verdad es que yo tenía a Javier en un altar, tras haber leído su libro “El Barril de Diógenes”, por su curtida experiencia vital y su íntima relación con las drogas, especialmente cannabis y también la heroína, aunque de esta última renegaba siempre en público y se presentaba como alguien limpio de cualquier rastro de dicha sustancia. Como director fue de los peores que conocí, ya que su capacidad de organizar y coordinar a los diferentes colaboradores era muy mala. Su gran obsesión -que nunca entendí viviendo en el mundo en que los ordenadores hacen casi todo con tocar un par de teclas- era que le entregásemos los textos en determinado formato de letra y tamaño, algo que se podía cambiar en segundos sin problema por parte de cualquiera. Y en los primeros números que él dirigió de la revista Yerba, muchos vimos cómo desaparecían las colaboraciones que habíamos enviado para el mes, y cómo otros textos (de su manufactura, firmados o no por él) ocupaban el espacio que debía ser de otros. ¡Ahí fue cuando entendí que era él quien le sacaba a las revistas cannábicas más de 3000 euros al mes! Y finalmente, nuestro amigo común, me lo confirmó.


Duró poco como director por su falta de capacidad para dicho trabajo, pero siguió como un colaborador principal de Yerba amén de otras publicaciones. Se especializó en dar una imagen de hombre totalmente “naturalista” y alejado de lo químico, en esa extraña concepción de que lo químico no es natural que se mueve en muchos ambientes, cannábico incluido. A veces tenía ideas de “bombero torero” y recomendaba cosas que, aunque a oídos de quien no tuviera formación podían “colar”, eran auténticos despropósitos. Por ejemplo, en una ocasión le llamé para preguntarle “cómo coño recomendaba a la gente disolver arena en agua y aplicarla a la planta de cannabis con un nebulizador, si el sílice (la arena) es totalmente insoluble en agua”, y él me reconocía el sinsentido pero argumentaba cosas como que era “sabiduría ancestral” o que tal o cual práctica surrealista venía de alguna civilización antigua.


En esos momentos, Javier había perdido contacto con gran parte de las personas y familiares que conformaron su vida y, aunque seguía vendiendo una imagen de hombre con una apuesta radical por “lo natural”, era un consumidor (ocasional, cuando el dinero se lo permitía) de droga como heroína y cocaína, regados por litros de alcohol barato.


Y unos meses después de que Javier dejase la dirección de Yerba, yo volvía de un viaje a Marruecos (en el año 2016) y había dejado el coche en el puerto de Algeciras. Eso me permitió volver dándome un largo paseo por la península, visitando lugares y personas que me apetecía ver y conocer. No sé cómo, Javier se enteró de ello (creo que fue a través del sobrino de Miguel Pedregal, que también trabajaba en “la empresa” que era Yerba en ese momento) y se puso en contacto conmigo para que al pasar por Málaga, donde residía en aquel momento, pudiéramos vernos. Y yo accedí.





Al fin nos teníamos cara a cara, tras haber escuchado todo tipo de peripecias el uno del otro por parte de terceros comunes, y teníamos mucho de lo que conversar. Yo apasionado por su historia y él deseoso de actualizarse e intentar adaptarse mejor a la realidad que el huracán de Internet había dejado al barrer el papel y convertir casi todo en publicaciones on-line, por no hablar de las redes sociales en las que Javier se veía incapaz de moverse.


Sin embargo, al cabo de estar unos minutos en mi coche, y preguntar dónde íbamos, Javier me “invitó” sibilinamente a ir a un punto de venta de drogas. Yo accedí, sin problema ya que soy un consumidor que nunca ha escondido dicha condición, y en unos minutos nos vimos en un piso de una barriada periférica de Málaga, comprando base de cocaína y heroína. Me contó que allí tenías que comprar esas cosas antes de la noche, porque después “no servían”. Eso es algo casi imposible, ya que la noche es esencial para esos negocios y es el momento de mayor funcionamiento, pero seguramente ese punto era uno de los pocos a los que a Javier le quedaría acceso, acuciado por deudas de todo tipo contraídas por su difícil gestión de su relación con esas drogas. De hecho, Javier me llevó allí a pillar, pero él no tenía dinero para pagar... así que asumí yo el coste como parte de una invitación algo engañosa, pero que entre yonquis no iba a tenerle en cuenta, dada su situación.


Minutos después estábamos en una escombrera a las afueras de Málaga, por unos caminos de tierra donde nos podíamos sentir más o menos a salvo de la aparición de una patrulla de policía que nos estropease el momento. En el coche, mientras hablábamos y escuchábamos música, consumíamos fumando sobre plata las drogas compradas. Y fue en ese momento cuando Javier empezó a hablar sobre ciertas ideas suicidas y su malestar y dolor en relación a la vida, a verse como se veía en ese punto especialmente si lo comparaba con lo que había sido su vida en otros momentos. Y no le faltaba razón.


Yo no tenía claro si me iba a quedar mucho más en Málaga o si cogería un hostal y saldría a la mañana siguiente hacía otro lugar en mi vuelta lenta a Salamanca. Pero Javier se empeñó en que me quedase “en su casa”, y yo acepté por pasar algo más de tiempo con él y no dejar a medias el asunto que se había abierto en la conversación entre vapores de coca y caballo.


Llegamos a su morada, y la imagen fue dolorosamente impactante. El lugar, con un salón, una habitación, cocina y baño, estaba inhabitable por la basura y la suciedad acumulada. Cubierto de restos de basura, comida en mal estado y, sobre todo, cartones de vino y botellas de cerveza y otros licores. Las ventanas cerradas o prácticamente cerradas, terminaban de hacer la estampa durísima, sin luz, sin esperanza. Era como vivir en un sepulcro, muerto en vida en una leonera similar a las usadas como refugio de yonquis y borrachos sin casa.


No quise incidir en ese aspecto en aquel momento, y me limité a -mientras íbamos charlando de distintas cosas- ir limpiando poco a poco el lugar, al menos para hacerlo habitable para el invitado que era yo esa noche. Cociné algo, no recuerdo qué, con comida comprada para subsistir en un supermercado que estaba abierto tras nuestro rato de intoxicación compartida en aquel vertedero. Y ya en la casa, terminamos de fumar lo que nos quedaba de la droga comprada, aderezado con hashís que yo había traído de Marruecos y que hizo que Javier decidiera retirarse a su habitación y caer dormido. Yo, insomne como soy, me quedé mucho más tiempo despierto, reflexionando sobre el shock que había supuesto ver la realidad en que vivía ese hombre y su estado mental.


La casa en la que vivía era en realidad propiedad de una señora que tenía una buena casa al lado de esta construcción, en la misma parcela. El lugar era idílico, y podías observar el mar y unos atardeceres impresionantes. Y la construcción donde vivía Javier era bonita y estaba en buen estado, en lo que al inmueble se refería. Era Javier el que había convertido aquel lugar, que habría sido el sueño de muchos, en una pesadilla para cualquier ser vivo.


La señora, que caritativamente le permitía vivir gratis en ese lugar, era una mujer de más de 80 años, de religión evangelista y a la que Javier -como parte del trato o relación que mantenían- la acompañaba “al culto” y la llevaba y traía con el coche (que mantenía económicamente la señora) para las cosas que podía necesitar, ya que la casa se encontraba fuera de un núcleo urbano. Era una relación hasta cierto punto simbiótica, pero en la que Javier era un beneficiado en mayor proporción sin lugar a dudas.


La construcción que aquella buena mujer le había cedido a Javier para vivir, era un pequeño lujo. Era pequeña, y de haber estado algo cuidada, se podría decir que era hasta coqueta. Según salías por la puerta, ante tus ojos -desde un alto- tenías la bahía de Málaga desde donde se observaban unos atardeceres magníficos. Si el lugar resultaba inhóspito y poco digno para vivir era por lo que se había acumulado en su interior, que en cierta forma era el reflejo del interior de Javier: dejándose morir, rematándose poco a poco.


Ya con más tiempo y calma, me contó con más detalle su obsesiva idea de quitarse la vida. Y remató aquel discurso con que “lo único que le preocupaba era dejarle el lugar hecho un asco a la señora” (hecho un asco y con un cadáver con muerte violenta). Mi reacción fue algo dura. Mi gesto cambió y le dije que me parecía estupendo que quisiera quitarse la vida, que era parte de los derechos de cualquiera elegir cuándo y cómo quiere marcharse de este mundo, pero que no tenía ningún derecho a provocarle a la señora que le daba cobijo el daño que le supondría tener que lidiar con un cadáver (que seguramente tendría que descubrir la pobre mujer) y con toda la basura acumulada allí. Le dije que aquello era inmoral e injusto y que -apelando a la dignidad que tenía que quedarle en su interior- eso era algo que convertía un último acto de libertad en un acto de injusticia y falta de gratitud.


Supongo que a Javier le impactó que yo no tuviera nada en contra del suicidio, ni del suyo ni del de nadie (cuando es algo meditado, consciente y elegido en libertad), pero que sí lo tuviera en contra de las formas que planteaba y las consecuencias para terceros. Y desde ahí poco a poco fuimos entrando en materia, explorando las razones que le hacían barajar la idea de matarse de forma tan insistente. Entre aquellas razones estaba su situación económica, que estaba deteriorada seriamente (tenía que cobrar los trabajos que hacía en una cuenta bancaria de una de sus hijas para que Hacienda no le pudiera quitar dinero, de multas o de deudas que hubiera acumulado en su devenir vital).


También le dolía tener que representar la imagen de algo que no era. Me explico. Javier era un hombre que amaba la naturaleza y que tenía una relación especial con la planta del cannabis que se había forjado a lo largo de toda su vida. Eso no tenía nada de falso y era así. Pero al mismo tiempo Javier tenía una relación especialmente íntima con la heroína (y derivada de ella, con la cocaína, que suelen consumirse fumadas juntas ahora que el uso de la vía intravenosa es totalmente residual y marginal) y ello era algo que tenía de ocultar.


¿Por qué?

Javier vivía esencialmente de su relación con el mundo del cannabis español, sus medios escritos y las empresas que dominan el cotarro. Y en ese mundo del cannabis -que al ojo inexperto le puede parecer tolerante y lleno de buen rollito- existe una caterva mayoritaria de ignorantes y talibán cannábicos que afirman estupideces como que el cannabis no es un droga (sino que es una planta “sagrada”, como si fueran asuntos excluyentes), que fumar o consumir cannabis es buenísimo para infinitos males y que carece de daño alguno (cosa falsa en el cannabis e incluso en el agua de manantial: todo tiene efectos secundarios, lados positivos y negativos) y, derivado de esos postulados del ultra-naturalismo más obtuso, que ellos no tienen nada que ver con los “yonquis” que consumen drogas (entendiendo por “drogas” todo lo que no consumen ellos en tu mundo naturaloide cannábico).


Es decir, dentro de ese mundo del cannabis existen centenares de “guardianes de las esencias y la verdad” que se dedican a señalar y a hablar por la espalda de aquellos que, oh pecadores, violan los preceptos de esa religión que han montado en base a una más de las plantas psicoactivas que la vida nos ha regalado. Y en ese contexto, Javier y su antigua pulsión por el consumo de opiáceos, eran algo que no encajaban. Así que, valorando pros y contras, llegó un momento en que Javier ocultó a todo el mundo esa parte de su vida: él era un cannábico de pro, y bajo ningún concepto tomaba otras drogas (estas sí, dañinas para la salud).


Los pocos que sabíamos de su uso de heroína y cocaína, éramos (un pequeñísimo puñadito de personas) aquellos que somos consumidores “públicos”, no por hacer exhibición de nuestro consumo sino por tratarlo como un hecho más y sin mostrar miedo alguno a revelarlo. Yo consumo heroína (y cocaína y una ristra interminable de drogas diversas) cuando me da la gana, y me la trae absolutamente floja lo que de ello piensen los demás. Me importa una mierda como un castillo que me califiquen de yonqui o de santo místico, y vivo estupendamente así: fuera del armario de lo “drogófilamente correcto”.


Como yo hay algunas otras personas conocidas en España, que aceptan sus distintos consumos sin problema alguno y sin plantearlos como algo “excepcional” o como algo “que ocurrió en el pasado por falta de información”, pero vivir una vida acorde a esa elección (la de no meterse en ningún armario por lo que decidamos consumir) a veces trae inconvenientes cuando topas con los talibán del cannabis. Resulta especialmente doloroso que sean los cannábico (o una buena parte de ellos) los que presentan esas actitudes menos comprensivas y más intransigentes con los consumos de los demás. ¿Por qué? Porque duramente muchas décadas el consumo de cannabis era tan incomprendido y vilipendiado como el consumo de otras sustancias, y ese hecho solía provocar en quienes eran integrantes de la “cofradía del papelillo y el mechero” una empática solidaridad con otros que también sufrían por el hecho de ejercer su libertad y elegir consumir tal o cual sustancia. La única norma implícita en aquellas relaciones de tolerancia absoluta (que se vivió durante décadas en España) era la de que lo que tú hicieras no revirtiera en daño para otras personas.


Pero como digo, aquello mutó bajo el neo-paradigma del ultra-naturalismo y acabó siendo una especie de religión excluyente en la que quienes comulgan con tu mismo sacramento son aceptados, y los que se salen de la ortodoxia del nuevo pensamiento, son herejes que “no deberían estar entre los puros”.


Y Javier sufrió, durante muchos años, la disonancia cognitiva y vital de tener apetitos farmacológicos que su entorno difícilmente iba a aceptar. Además en su libro “El Barril De Diógenes”, daba por zanjada su relación con las drogas de ese tipo, en algo que era más el querer dar una imagen útil que el hecho de contar honestamente una realidad.


Así que quienes sabíamos de los gustos de Javier, siempre recibíamos el aviso insistente de que “por favor, bajo ningún concepto, dejásemos que esa información se escapase de nuestro fuero”, porque él se veía seriamente amenazado por ello.


Como último punto que recuerdo, en lo relativo a las razones que hacían que Javier no se sintiera en plenitud y sobrada capacidad (como había tenido gran parte de su vida en situaciones que, al resto de mortales, nos habrían superado) era el choque con las nuevas tecnologías. Javier no era tan mayor, pero su mente estaba hecha de letras escritas sobre papel, y no de relaciones establecidas con una conexión de Internet con decenas o centenares de diversos actores. Por supuesto que era capaz de manejarse con asuntos como el correo electrónico, pero todo lo que fuera más allá de ello, eran terrenos en los que Javier se sentía totalmente perdido.


Yo soy de la última generación que nació sin ordenadores. En cierta forma, la última generación “libre” que tiene conceptos arraigados de intimidad y privacidad, en toda su amplitud. Y desde muy pequeño empecé a acercarme a esas máquinas que eran antaño los computadores (cuando valían millonadas al cambio de hoy día) y aprendí a “hablar su idioma”, aprendí a programar en distintos lenguajes y fueron un juguete más de mi infancia-adolescencia, pero uno más: no eran relevantes hasta el punto que lo son hoy día. En ese sentido, podía comprender a Javier. Plantar a un hombre como Javier delante de Facebook o de Twitter, era someterle a una cascada de nuevas ideas, conceptos que necesitan un tiempo de asimilación, y toda una nueva cosmogonía en la que los “nativos digitales” se mueven sin fricción, pero los que somos de generaciones anteriores, no lo tenemos incorporado de forma casi innata.


Aún así, yo era consciente de que Javier necesitaba abrirse al mundo y que la única forma que tenía de hacerlo (que pudiera resultarle pragmáticamente provechosa) pasaba por el acercamiento y manejo -aunque fuera bajo mínimos- de ciertas redes sociales, como podían ser los foros especializados o Twitter en aquel momento.


Así que, procurando aportarle algo a Javier en ese par de días que íbamos a pasar juntos, le enfrenté al asunto. Lo hice con mi ordenador, porque -si la memoria no me falla- él tenía un viejo ordenador que estaba totalmente desactualizado y que no funcionaba en algunas partes esenciales. Le dediqué toda una tarde, delante del mi ordenador yo mientras le iba mostrando aquello que desconocía y le producía inseguridad, y Javier con un cuaderno donde iba apuntando datos, cosas como nombres de usuario y sus correspondientes claves, cómo seguir a otras personas en Twitter, cómo buscar información relevante para él....etc.


Aún con eso, yo era consciente de que nadie puede asimilar tanta información en tan poco tiempo, así que me comprometí a seguir llevándole de la mano en sus primeros pasos en ese otro mundo de lo virtual, desde nuestra conexión telefónica (y por email, cuando tenía acceso). Le dejé como encargo sine qua non poner su ordenador en condiciones de correcto funcionamiento y, a ser posible, conseguir un teléfono que le permitiera manejarse en esas redes también: tenía que hacer que Internet se integrase en su bolsillo, en su quehacer diario, para volver a estar conectado al pulso de los tiempos que nos tocaba vivir.


Aparte, como curiosidad, le expliqué algunas de las ideas de negocio que yo estaba barajando enfrentar (mezclando mi relación con el mundo cannábico y mi conocimiento extenso de Marruecos por las décadas que llevaba viajando al país), y cómo una persona como él -con un bagaje que tumbaría a cualquier aspirante a principiante que se quiere mover entre dos continentes y dos culturas distinta- sería alguien de gran ayuda y que podría aportar mucho a lo que yo por aquel entonces estaba desarrollando. Eso le ilusionó sobremanera: imaginarse útil de nuevo, recorrer otra vez aquellos lugares que recorrió casi 4 décadas atrás (le impresionaban las fotos que yo traía de lugares que él había conocido como pueblitos de pescadores y que ahora parecían Benidorm), y relacionarse de forma directa y activa con nuevas personas dándoles un servicio útil y cobrando dignamente por un buen trabajo.


Todo aquello fue como un soplo de aire vital en unos pulmones asfixiándose, que le hizo -al menos por una época- imaginar un futuro mejor y en una actividad que le resultase satisfactoria, lo cual -para alguien que lidiaba a diario con el pensamiento de quitarse la vida- era algo de un valor superior a cualquiera de las cosas que quedaban ante su visión de la vida en esos momentos.


Llegaba el momento de mi partida, de seguir viajando hacía arriba en la península y, poco antes de despedirnos, Javier buscó entre sus cosas y sacó un ejemplar nuevo de “El Barril de Diógenes”. En ese momento le recordé que ya tenía un ejemplar, pero me dijo que ese iba a ser especial. Cogió un bolígrafo y, de espaldas a mí, escribió una dedicatoria en el libro, firmó y me lo entregó.


Yo lo abrí inmediatamente y leí la dedicatoria: “Para Al. Gracias por todo lo que tú y yo sabemos. Hasta siempre.”





Y ya que no compartíamos ningún secreto especial -salvo lo hablado en esos días- comprendí, con el acento grave que su rostro daba a la situación, que me agradecía haberle llevado una nueva perspectiva a su posición vital agotada y de rendición, que estimaba el tiempo que dispuse para escucharle -en esos temas relativos a la muerte elegida- y a analizar con él las razones que le llevaban a ese punto, y a haber dedicado un tiempo a enseñarle que había nuevos caminos y formas de hacer las cosas a las que tenía que acostumbrarse si quería seguir en “el juego”.


Eso sería el “todo lo que tú y yo sabemos”, aunque según me fui alejando en mi coche me invadió una cierta sensación de que había “rescatado” a alguien de una decisión sin retorno en el último momento. Posiblemente sus cavilaciones sobre el suicidio estaban ya maduras y tal vez sólo le hubiera hecho falta el momento puntual de esa mezcla de fuerza y desesperación que sirve para poder afrontar el hecho de renunciar a seguir respirando.


De todas formas, al mismo tiempo, era consciente de que por un lado las cuestiones que expresó Javier en nuestros días de charlas, iban más allá de lo circunstancial y puntual, y que en cierta forma eran un sumatorio de miles de pequeños (y no tan pequeños) dolores en forma de decepciones y de justificada misantropía. Era consciente de que lo que Javier planteaba, al expresar con iluminada lucidez que ya había tenido suficiente dosis de una vida que no le llenaba, era algo que había calado hasta el hueso de su existencia. Cambiar y mejorar su entorno, su rutina y sus perspectivas, podrían darle un mayor peso al lado de la balanza que sopesaba lo positivo de seguir viviendo, pero no iban a eliminar el posicionamiento filosófico al que había llegado y que le empujaba a dejar de vivir como forma de huir del sufrimiento íntimo que arrastraba.


Recuerdo que antes de irme de Málaga, comenté la situación con un amigo íntimo (que también era un fan de Javier Marín tras haber leído el libro con sus increíbles peripecias) y le expresé tanto mi preocupación por lo que había visto como el hecho de que -si se agarraba a un cambio positivo como el que parecía haber vislumbrado con lo que yo compartí con él- también existía la posibilidad de “salir de ese agujero mental” y volver a tener una vida que disfrutar en lugar de sólo sufrir. Mi amigo me preguntó, en un ofrecimiento claro de ayuda para Javier, si el problema en general se podía mejorar o solventar con dinero (que él estaba dispuesto a donar desinteresadamente). Y no tuve otra opción que decirle la verdad: no era algo que el dinero pudiera arreglar, y que incluso en la situación en la que estaba, el dinero podía tener el efecto de regar con gasolina un incendio hasta llevarlo a la catástrofe. El dinero hubiera sido útil más adelante, cuando se hubieran dado pasos propios que denotasen una intención sólida de cambiar los aspectos más dañinos de una vida que buscaba claudicar.


Ya de regreso en Salamanca, incrustrado en la rutina habitual, empecé a hacerle un cierto seguimiento a Javier en el que hablábamos ocasionalmente por teléfono y yo le seguía pidiendo que diera pasos claros en el tema de Internet y las redes sociales, ya que necesitaba -a mi juicio- volver a ser visible en un mundo que se movía ya en esas otras coordenadas.


Consiguió poner a funcionar su ordenador, con tiempo (esto no era algo que en los ritmos de Javier fuera de un día a otro) y llegó a abrirse una primera cuenta en Twitter. Sin embargo, no era capaz de entender el concepto y el funcionamiento de las redes sociales, que chocaba con la mente de un hombre que era de otra época. Hubo un día en el que recibí una llamada de Javier, preguntándome por qué no le contestaba los mensajes que me había enviado por Twitter. Yo le dije que no tenía ningún mensaje suyo, y él me insistía en que los había enviado. Finalmente, tirando del hilo, llegué a ver qué era lo que había hecho. Simplemente había abierto una cuenta en dicha red social, y nada más abrirla había escrito un tuit que decía “Mu buenas Al!”. Y poco después, otro en que decía “Hola Al. Me recibes?”. Pero claro, esos tuits los había lanzado al aire, con la esperanza de que por algún mecanismo mágico que él no alcanzaba a comprender -pero que creía funcional por la idea que había destilado del tiempo que dediqué a mostrarle un poco el mecanismo de Twitter- llegasen a mi persona, yo los leyera y lógicamente se los contestase. Aquello era la confirmación de que ayudarle, aunque sólo fuera en los aspectos técnicos más básicos del asunto, iba a requerir mucha paciencia y mucho tiempo.





Y poco a poco con otra cuenta -porque al cabo de un par de días perdió la clave de esa primera que abrió y no supo recuperarla- se fue instalando en el mundillo de las redes sociales. Aprendió a contestar correctamente (a nivel técnico) a los usuarios, a tener una “bio” gráficamente interesante (que al menos tuviera una foto suya), y a subir contenidos con cierta regularidad, para lo que eran sus tiempos y ritmos.


En aquel momento yo ya escribía para la web de la empresa que había tenido arrendada la Revista Yerba, y que habían pasado a tener sólo presencia en el mundo digital. No recuerdo qué había sucedido entre Javier y ellos pero “algo no positivo” había ocurrido en su relación, y Marín no estaba entre quienes les suministrábamos contenidos. Pero recuerdo que en un intento de echarle una mano, hablé con la directora de la web (la mujer del jefe de la empresa, a la que él “se quitaba de encima” ocupándola en “dirigir” la página, aunque era incapaz de escribir correctamente en castellano) y conseguí que le dieran una nueva oportunidad, ya que aunque fuera simplemente contando las peripecias de su vida resultaba una fuente inagotable de textos que tenían la capacidad de enganchar al lector.


Y escribió al menos uno, no sé si dos. Pero por alguna razón la cosa no terminó de cuajar y no sacó más provecho del asunto. Sin embargo él siguió en redes sociales, hasta que tuvo la “mala idea” de expresar una opinión en un conflicto que se había generado a raíz de un texto que yo escribí (a petición del director de un conocido medio cannábico gratuito que se repartía en los Grow-shops, y con el permiso expreso de la directora de la web donde se publicaban los contenidos). El texto en sí era una forma de contarle al público cannábico las estafas y timos que un falso activista, de nombre Paco, había ido realizando durante años. Por supuesto, para evitar problemas legales, su apellido se había modificado aunque todo el mundo sabía de quién se estaba hablando. Y en ese texto, de forma accesoria aparecía un personaje que era pura ficción y que sólo servía para mantener una conversación telefónica con la protagonista, que era la excusa para hacer un repaso de los engaños acometidos por este estafador del mundo del cannabis.


Pues resultó que una ex-trabajadora de la empresa, que buscaba notoriedad y montar jaleo (ya que la habían despedido por su falta de capacidad) dijo que se sentía representada en ese personaje, y decidió montar el pollo en Twitter. No tenía sentido alguno, pero la tipa en cuestión no tenía nada que perder y quería vengarse de alguna forma de la empresa que no quiso seguir manteniendo a una ladilla, por muy mona que fuera.


Javier tuvo la honestidad de escribir un tuit opinando sobre el asunto y calificando de “niñata” a esta mala bicha, lo que provocó que ella aprovechase para lanzarse también a por Javier, consiguiendo su teléfono y haciéndole varias llamadas que grabó y con las que posteriormente se dedicó a chantajearle (haciendo incluso que tuviera que eliminar su cuenta de Twitter). Y es que Javier, cuando soltaba la lengua o cuando quería salir de un jardín en el que se había metido, no tenía reparos en “recolocar, modificar o inventar” los hechos necesarios para conseguir el objetivo. Y unas grabaciones telefónicas del pobre Javier, en las que debió de decir todo tipo de invenciones para justificarse, guiadas por una tipeja acostumbrada a manipular su entorno para obtener beneficios, seguramente contenían todo tipo de afirmaciones que, en un cara a cara con quien hubiera mencionado, le hubieran dejado en un lugar terrible y vergonzante.


De hecho, desde ese momento, Javier no se atrevió a volver a contactar conmigo (aunque yo no había escuchado las grabaciones). Finalmente supuse que prefería evitar tener que dar la cara ante mí, y explicar lo que hubiera podido inventar en esa trampa telefónica que le hicieron, aunque eso le supusiera perder lo que de positivo tenía para él todo el tiempo que le dedicaba -desinteresadamente- a ayudarle con las nuevas tecnologías, y de forma colateral en otros aspectos.


Y yo no quise insistir. Somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios, y ahí quedó nuestro último contacto directo. Al poco tiempo, meses después, supe que Javier había conseguido contactar y hacer algunas pequeñas cosas para una marca de semillas hispana. Por terceras personas supe que pululaba por algunos eventos cannábicos, buscándose las castañas. Incluso hubo quien le dio trabajo de nuevo en el ámbito de los textos y las fotos, aún a sabiendas de que en muchas ocasiones reutilizaba las mismas fotografías que ya había vendido o que los textos no pasaban de ser refritos de otros escritos anteriormente.


Lo último que supe de él, es que una empresa de semillas catalana le había contratado de forma digna y le había dado un trabajo que, en teoría, tenía que haber sido un placer para él. No sólo tenía un contrato a jornada completa, sino que vivía en el campo (sin pagar alojamiento) y que la empresa cubría todos los gastos (incluido el seguro de su coche o las reparaciones que iba necesitando) además del sueldo que le pagaba religiosamente. Se suponía que era un punto en el que Javier había salido del hoyo vital en el que se encontraba, viviendo a salto de mata y sin poder cobrar él mismo los trabajos que realizaba (y que tenía que cobrar a través de una cuenta de una hija suya en la que él figuraba como autorizado, para evitar que las deudas y multas que arrastraba pudieran ejecutarse mediante embargo de sus activos). Escuchando lo que Javier decía querer, era razón suficiente para pensar que había llegado a un punto en el que debería sentirse feliz, al menos en lo laboral y en lo referente al entorno en el que vivía: en plena naturaleza y al cuidado de unas plantaciones de cannabis.


Pero a pesar de todo esto, Javier debía seguir enfrentándose a una vida que no apreciaba. El día 21 de abril desperté con la noticia de que Javier Marín había muerto el día antes. En principio las noticias llegaban con cuentagotas y ninguna de las fuentes abordaba la pregunta más natural: ¿cómo había muerto?


Al ver que un dato así se estaba “ocultando”, no tardé mucho en suponer que finalmente Javier se había quitado la vida. Sin embargo, pasaron bastantes semanas hasta que tuve la confirmación del hecho. Al parecer, y por los datos que me dieron sobre las circunstancias que rodearon a su muerte, Javier debía llevar tiempo preparando el suicidio. Para empezar, los sucesos ocurrieron el día 20 de abril, 4/20 en el formato inglés, y que resulta ser el “Día Internacional de la Marihuana”. No se puede estar 100% seguro de que hubiera elegido este día para provocarse la muerte, pero teniendo en cuenta su íntima relación con el cannabis a lo largo de toda su vida, es harto improbable que esto no fuera algo que tuvo en cuenta.


El método utilizado para terminar con su vida, fue una sobredosis de pastillas, posiblemente de buprenorfina. El compuesto exacto no me lo han podido confirmar, pero sí me confirmaron que usó que las pastillas que le daban como tratamiento de mantenimiento en el contexto de su conflictiva relación con los opiáceos y la heroína. Sólo se utilizan en España dos fármacos en la terapia de mantenimiento por consumo de opiáceos u opioides, y son la metadona y la buprenorfina. La metadona normalmente se administra y entrega a los usuarios disuelta en agua, en dosis preparadas de antemano, en un botecito de plástico con un número identificativo. Y la buprenorfina se entrega en pastillas. Dependiendo del usuario, de su historial y de qué fármaco se adapte mejor a sus circunstancias, se utiliza uno u otro.


Javier había estado guardando, durante un largo periodo, las pastillas que debía haber consumido a diario. Necesitó suficientes para asegurarse que funcionarían a la hora de provocarle la muerte, a pesar de la tolerancia que pudiera tener a estos fármacos. Cuando consideró que tenía suficientes y que había llegado el momento, ejecutó la última parte de su plan.


Tuvo la decencia de no llevarlo a cabo donde estaba viviendo, ya que eso habría sido un problema para la persona (el dueño de la empresa que le tenía contratado) que mejor se había portado con él en los últimos años. Encontrar un cadáver con sobredosis de esos fármacos, en un lugar donde existían plantaciones de cannabis (aunque fueran destinadas a producir semilla o a seleccionar y probar variedades), habría sido un marrón extra para esa persona.


Así que en sus últimos momentos cogió el coche, y se fue a un lugar alejado, en el campo, donde no le pudieran vincular con nadie y que lo su suicidio no dañase de forma extraordinaria a nadie. Y una vez allí, tomó una cantidad suficiente de esas pastillas como para provocarse la muerte por sobredosis. En el caso de estos fármacos, la muerte llega cuando vas quedando dormido, inconsciente y progresivamente tu respiración se hace más y más débil, hasta que dejas de respirar. Y ahí acabó todo, en la soledad de la madrugada...


Siempre tuve la sensación de que la inclinación de Javier hacia el suicidio no era debida a las circunstancias que puntualmente le afectaban, sino que era algo que llevaba muy dentro. Pero no era más que una sensación y siempre la equilibré con la esperanza de equivocarme. Aunque en todo caso, siempre respeté su opción en ese aspecto y -aunque sea doloroso- creo que es un derecho que es inherente a la vida. Uno no puede estar obligado a vivir, y menos aún cuando por la razón que sea uno esta sufriendo y no desea seguir experimentando la vida como una condena.


Y hasta aquí la historia que puedo contar de un tipo que, a pesar de la distancia que nos separó en los últimos años, era alguien digno de conocer y de escuchar por el increíble recorrido que fue su vida en los 63 años que pasó entre nosotros.


Estés donde estés, Javier, que el tiempo te sea leve.


Drogoteca.


lunes, 14 de mayo de 2018

Karkubi, otra droga-fake inventada por la prensa.

Este texto fue publicado en Cannabis.es hace ya como un año.

Lo escribí en respuesta a otro de esos textos inventados escritos por el mayor cuentacuentos que escribe en ElMundo, Lucas de la Cal. No sé si el nombre viene de lo que esnifa porque el cerebro no lo conserva en buen estado, pero bueno, tan pronto se inventa una droga llamada "karkubi" hecha con hash y colorante rojo con pastillas machacadas, que NADIE HA VISTO JAMÁS, como te que escribe el relato más emotivo de lo de la pelea en el bar de Alsasua, por supuesto poniendo como héroes a los guardias civiles y sus señoras. Un mercenario todo-terreno de la pluma, este Lucas.




Hace unos días he visto que volvía a salir en la tele (incluso en RTVE) informaciones de una banda que falsificaba recetas de benzodiacepinas para venderlas en Marruecos, pero no existe ninguna drogas que cause ningún efecto distinto al del Valium que se toma tu madre para relajarse y dormir.

Todo falso, pero eso cuando se trata de drogas o de expandir la drogofobia, a la prensa nunca le ha importado. Y la dignidad de quien escribe, se compra con dinero en este caso.

No creáis nada de lo que leáis sobre el "karkubi" (pastilla en dialecto dariya en Marruecos), porque sólo podréis encontrar periodistas mintiendo o periodistas dando por buenos -como fuentes- a otros periodistas. Todos colegas apoyando la misma versión, porque vende mucho.

Lo dicho, han dejado su dignidad en el mismo lugar en el que abandonaron la verdad.

Esperamos que os guste y os sirva en este montón de mierda informativa.

Drogoteca.

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Karkubi.

Acabo de llegar de Marruecos (menos de una semana) y según estoy aún aposentando mi culo, me envían el enlace del nuevo despropósito informativo -conjunto de hechos ficticios mezclados con algunos reales y aderezado con las invenciones del autor- del inefable y desgraciadamente ya conocido por los mismos motivos, Lucas de la Cal.

El autor -por llamarle algo- es un cuentacuentos que trabaja para el grupo ElMundo, y que ha escrito páginas tan memorables (para el humor y/o la vergüenza periodística) como aquellas en las que decía haber contactado con “los camellos de la Burgundanga” a pesar de que jamás han existido semejantes entes, ni existe dicho mercado. Luego continuó con el falso relato de “su noche tomando burundanga con una amiga (¿médico?) que le controlaba” y que es un canto al despropósito absoluto, empezando por la imagen con la que quiere dar cierto cuerpo de veracidad a la sarta de mentiras inventadas que vomita: una foto en la que dice mostrar en su mano una “dosis de menos de 5 miligramos de escopolamina”, pero donde cualquier ojo entrenado (en cantidades y pesos a ese nivel) puede observar que hay casi un cuarto de gramo, 250 miligramos.


Esto son "menos de 5 miligramos" 
para dicho cuenta-cuentos de ElMundo, 
Lucas "el de la Cal".


Y la nueva entrega, de los cuentos fantásticos sobre drogas y terrores nocturnos varios de Lucas de la Cal, es “Karkubi, la pastilla roja española que excita a los marroquíes”. Nótese el intencional uso de las nacionalidades en el título, que tanto excita a la gente de ElMundo.

El cuento.

En esta ocasión, volvemos a tener la mayoría de los elementos típicos en las narraciones sobre drogas de la prensa generalista, donde se incluyen actos inventados y sin prueba alguna que hablan de horribles automutilaciones (un clásico) o agresiones brutales sin motivo alguno. Recuerden aquí el caso en que un enfermo mental arrancó el rostro de un mendigo, y que sirvió para la demonización mediática de las “bath salts” (penoso término que no define nada) en USA: cuando fueron a buscar en la sangre del atacante esa droga que le había convertido en caníbal y en un zombi resistente a las balas, se comprobó que no había droga alguna. Pero la contra-narrativa no suele tener la fuerza de la narrativa inicial, y ese hecho queda relegado al olvido (especialmente de los periodistas que escriben sobre drogas).

Tenemos también un nombre exótico como “karkubi” (que no es creación del cuentacuentos, sino anterior, pero que como no hablamos “Dariya” -el dialecto del árabe marroquí- pues la mayoría no podrá cuestionarlo) que tampoco representa nada en concreto, ya que sería como decir en nuestro idioma “una pastilla” o “una raya”, lo que para nada define la sustancia de la que se pretende hablar. 

En este caso, se nos presenta el asunto con un sugerente recordatorio: la pastilla roja, lo que resulta muy “Matrix” y es una invención pura y dura. No existe ninguna “pastilla roja” en circulación en el mercado de drogas de Marruecos (luego explico lo que hay), pero la idea de una pastilla roja resulta mucho más sencilla de retener que el exótico nombre en Dariya.

Y por último, un hecho con cierta base real que pueda ser desfigurado lo suficiente como para que encaje y hacer de dicho “totum revolutum” un cuento que sea pedagógico y educativo CONTRA las drogas: que dé miedo y aporte confusión en lugar de información. 

En este caso, el hecho usado para rescatar el viejo nombre de “karkubi”, pintarlo con colorante rojo e inventarse un falso laboratorio en Fnidek -nombre marroquí de “la ciudad” que cita, a 2 kms de la frontera de Ceuta- dirigido por un niño, es tan sólo que parecen haberse dado cuenta de que hay personas que falsifican recetas, sacan medicamentos financiados por el sistema nacional de salud, y los venden en el mercado negro. No parece nada nuevo, ni un gran descubrimiento, pero con la publicidad e invenciones adecuadas... ¡lo tiene todo!

La realidad.

En Marruecos existe un fuerte mercado de benzodiacepinas, abastecido por su propia farmacia, por la francesa, la argelina, la italiana, la española y todas las que le caigan cerca. Es muy común que haya “mulas” que bajan a por hashís a Marruecos y que, como parte de los bienes con los que realizar el intercambio por el producto deseado, llevan unas cajas de Valium o de Trankimazin. 

¿Por qué cito esas dos marcas en lugar de sus principios activos? Porque en una población que tiene más de un 75% de analfabetismo, la cosa no da para más que para guiarse por el nombre de las marcas y, para no ser engañado en la compra, procurar comprar siempre con el blíster que demuestre que es el compuesto deseado.

Dicho de otra forma: por una caja de Valium puedes fumar hashís una semana entera, pero no les des una caja de “diacepam”. Igualmente ocurre con el “Trankimazin”: mientras que la pastilla de 2 miligramos -el típico “ladrillo blanco”- se paga en el mercado negro a 5 euros o 50 Dirhams (puedes encontrar una pensión cutre donde pasar la noche por ese precio) no les des una caja de “alprazolam”, porque aunque sea lo mismo, no tiene el mismo valor en el mercado ya que la gente no lo reconoce como tal. El precio puede resultar bajo a nuestros ojos, pero no lo es a los ojos de quienes consumen dichas drogas.

Karkubi es el nombre genérico para referirse a los somníferos y ansiolíticos de tipo benzodiacepínico, y no el nombre de ninguna droga nueva, moda, ni pastilla roja existente, y confirmo hace horas la información con 2 marroquíes: el presunto periodista toma el nombre genérico para decir “pastilla para dormir” como si fuera “una preparación en concreto”, e inventa toda una trama alrededor.

Lo más curioso del asunto -a mi juicio- es el apetito que parecen tener los marroquíes por las benzodiacepinas, que si bien son drogas adictivas como otras muchas, su deseo por ellas supera a su deseo por otras drogas clásicas como los opiáceos (disponen de opio y paja de adormidera barata en todas las ciudades) o la baratísima cocaína que está entrando por toneladas en África y que, para llegar a Europa, ha de cruzar desiertos y países provocando hechos como que en Tánger se pueda comprar cocaína -de alta calidad- por menos precio que en España, lo que hace tan solo 5 años era algo impensable. 

Mi hipótesis al respecto de estas farmacófilas preferencias, y atendiendo a las peticiones sobre drogas que me hacen mis conocidos y amigos, es que la restricción que han sufrido sobre el alcohol (de forma cultural y religiosa) hace que los agonistas GABA -como son el etanol y la benzodiacepinas- les resulten especialmente interesantes

Si pregunto a un usuario de drogas marroquí qué querría que le trajera de España, me diría -de hecho, me dicen- que quieren botellas de alcohol, o benzodiacepinas. Ni MDMA, ni anfetamina, ni LSD, ni ninguna otra cosa: alcohol y pastillas.

El fenómeno relacionado con ese consumo, que sí existe pero no es nuevo, es similar al que se pudo ver en los 80 en España, cuando se mezclaban esas mismas drogas (benzodiacepinas) con alcohol en entornos de marginalidad y en asociación con delitos. Y sin embargo, ese mismo “Trankimazin 2 mg Ladrillo Blanco” que se paga a 5 euros en Tánger o Rabat, vale 1 euro en el mercado negro de cualquier ciudad española

De hecho, se suelen vender a ese precio en los puntos de venta de heroína y cocaína, para los fumadores de base de cocaína que no quieren tomar heroína, pero necesitan bajar la atroz ansiedad que produce el consumo de esa droga con algún fármaco que no sea alcohol. Pero en nuestra cultura, parece que no hay interés especial por estas drogas, precisamente porque ya tenemos incorporadas otras drogas que hacen lo mismo: en nuestro caso, el alcohol, que como las benzodiacepinas es un ansiolítico y agonista GABA.

Como digo, no existe ninguna “pastilla roja” en el mercado de drogas de Marruecos y aunque la hubiera, nadie compraría semejante invento: los yonquis de la calle suelen tener bastante más cultura farmacófila que los cuentacuentos de ElMundo. No existe ningún laboratorio en Fnidek, no hay ningún menor mezclando benzos y hashís con colorante rojo, y lo que resulta más evidente: en el pueblo (no llega a ciudad eso, y tengo decenas de amigos allí) más señero del tráfico interfronterizo entre Marruecos y España, donde se encuentran posicionados la mayoría de traficantes de grandes cantidades de hashís (sección transporte a península) nadie tendría una maquina de hacer pastillas, porque eso en Marruecos te supone una problema legal mayor y peor que el que te cogieran en una casa durmiendo sobre una tonelada de hashís (tengo un amigo que cumplió prisión, por ese mismo hecho).

Vamos, que el presunto negocio no renta ni en broma, y solo resulta creíble en el caso de que el lector no tenga conocimientos para cuestionarlo en su veracidad. Por cierto, que no sé si han reparado en ese detalle: nos cuentan como hacen todo el proceso de “la pastilla roja” pero se les ha pasado por alto la parte en que necesitas una maquinaria especial para la elaboración de comprimidos. Lo de tener a un menor de edad al cargo, ya resulta de chiste cuando pretenden pintar el simple “pitufeo” de pastillas hacia Marruecos como una mega operación empresarial.

En Marruecos -como he visto en las más de 20 veces que he ido- lo que sí puedes encontrar son esos mismos fármacos (vendidos en farmacias españolas entre otras, europeas o africanas) con recetas verdaderas o falsas. Pero ni los muelen, ni los mezclan con harina, ni con hashís, ni con colorante rojo (eso es parte de la “”leyenda de prensa de las primeras veces que se tocaba este tema), porque directamente destruirían el valor de los fármacos: nadie compraría una pastilla desconocida y fabricada en una casa, teniendo un mercado negro tan bien abastecido de especialidades farmacéuticas. 

Es todo una patraña enorme, como las que nos tiene acostumbrados la prensa de ese grupo editorial, y con un claro enfoque alarmista, amarillento (a pesar del color rojo de la inventada pastilla) y que vuelve a situar a su autor como la mayor cloaca de desinformación en prensa generalista sobre drogas.

Pero en este caso, ha ocurrido algo extra que nos permite ofrecer una reflexión más. Buscando por Twitter quienes estaban dando difusión a semejante sarta de mentiras, me encuentro una cuenta de un presunto neurobiólogo, que lo está difundiendo con su comentario extra: “drogas para destruir el cerebro y las sociedades”. 

Le interpelo y le digo que, si tiene formación en ciencia, no debería difundir desinformación y tonterías, y su respuesta es acusarme de estar defendiendo “mis máximos intereses” y que si quiero que “juegue con mi vida pero que no engañe a otros”. 

Aclaro al tipo que mis intereses están en que se informe científicamente y no se desinforme sobre drogas, y me responde que “conoce casos de recetas falsificadas para eso”. El “eso” no sé que cree que es, pero recetas falsificadas, conocemos todos y no es por una mega-red que fabrica una droga inventada por una cuentacuentos. Que se falsifican recetas, no da veracidad a nada salvo a eso mismo y punto.

Poco después su discurso empieza a cantar a “caldofrán del viejo”, a eminencia que reposa cómodo en sus certezas axiomáticas (y prominente posición) y me suelta que: “desprecia a las drogas” y que “sólo le interesan como problema social y de esclavitud”. 

Bueno, para muestra un botón y ahí está. Lo de despreciar cosas que son inertes, es una actitud curiosamente esquizofrénica en una mente científica (tampoco quiero inferir que este tipo la tenga). 

Es como despreciar la aspirina porque puede matar, el motor de vapor porque se usó en maquinaria de guerra, o Internet porque es una herramienta susceptible de ser usada para delinquir. Es falta de luces y de reflexión sobre lo que se pontifica, normalmente desde el desconocimiento más absoluto. 

Cuando hago notar al personaje que hablar de “las drogas” -como clasificación de ciertas sustancias- es ya algo totalmente acientífico, el tipo salta a una posición peor y más ridícula: dice que se refiere a las “drogas de abuso”. Como eso tampoco es una clasificación válida, le he propuesto que encuentre un término que le valga para señalar todas esas sustancias que odia, a ver si es capaz, ya que tiene todo tan claro al respecto.

La última perla que me ha dejado, es que entre “las drogas” él no incluye al alcohol (hombre, mira tú) y que "el volumen necesario para considerarlo “roga es enorme". Las dos afirmaciones ya desacreditan al interlocutor por completo para hablar de este tema, mostrando una parcialidad basada en criterios que nada tienen que ver con la ciencia y sí con la moral e intereses (del lobby del alcohol, en nuestro país nada despreciable) de un sector económicamente muy potentes, tanto que reciben -los fabricantes de alcohol, que no es droga- medallas por parte del Plan Nacional Sobre Drogas en nuestro país.




Pero no dejaba de preocuparme que un presunto científico fuera dándole pábulo a las mentiras de un medio de prensa, y más cuando son tan evidentes. Así que hice una búsqueda sobre el sujeto, de nombre Fernando de Castro Soubiret, y encontré que tiene un impresionante currículum en algunas áreas de alta especialización, con becas de esas de alto nivel (cobrando pastaza) que se gestan en los departamentos universitarios de los amigos y familiares, ya que de casta le viene al galgo. 

Muy especializado en cuestiones que nada tienen que ver con drogas (en el sentido común del término) pero que a pesar de esa especialización en un área que es ajena, es una de esas personas cuya formación sí le permitiría poner en duda la penosa información sobre drogas que se ofrece en ese texto y en otros del mismo autor.

¿Qué hace una persona que podría cuestionar todas esas tonterías dándoles pábulo en lugar de -públicamente- denunciarlas? Pues dar rienda suelta a sus convicciones morales, a sus creencias y alejarse (al abrir la boca) de todo aquello que huela a ciencia. 

Lo más triste, es que este caballero es un investigador que trabaja sobre enfermedades que se podrían beneficiar de muchas de esas sustancias que él califica de “drogas de abuso” excluyendo al alcohol (que de eso no se abusa según él), y que con semejante sesgo mental (casi “punto ciego”) a la hora de abordar temas que desconoce profundamente, deja claro que aunque tuviera la solución al mayor problema médico de la era delante de sus ojos, si dicha solución implicase tener que abrirse al conocimiento y abandonar las posiciones de su religiosa creencia contra las drogas, podría morirse la humanidad entera antes de que él lo viera: el fruto de sus trabajos, contendrá el sesgo que su mente imprime a lo que ve. Y eso es una limitación, triste y vergonzante para un presunto científico.

La desinformación sobre drogas y la drogofobia en los medios fueron institucionalizadas con el Pacto FAD hace ya lustros y, como podemos observar, han afectado a toda la sociedad llegando incluso a crear monstruitos dogmáticos -como el ya mentado- capaces de bloquear sus conocimientos de ciencia, con tal de no crearse disonancias cognitivas que les sitúen en la incómoda duda.

Después, un poco más de búsqueda sobre el sujeto me terminó de aclarar por qué no conseguiría hacerle razonar, y mucho menos retractarse de su comentario alabando semejante basura de artículo inventado. Y es que -el caballero- también escribe artículos en medios generalistas y, entre bomberos, es mejor no pisarse la manguera, que comen de la misma mano... ;)

Si quieres seguir publicando y cobrando, no te salgas del discurso editorial ni critiques lo publicado, ya sabes: no quieren periodistas sino mercenarios.



domingo, 29 de abril de 2018

Venezuela muere de hambre: @eatBCH y Bitcoin CASH al rescate!!

Este texto fue realizado en el mes de febrero, pero no se publicó por diversos motivos hasta más tarde en la web ElBitcoin.org, y allí se publicó de forma incompleta (porque su tamaño era grande para lo que sus lectores habitúan). Lo publico aquí, ahora de forma completa junto con unas reflexiones que no están en el texto original.

La primera, es ver cómo el proyecto @eatBCH, que básicamente se trata de convertir donaciones de Bitcoin CASH (por sus ínfimos costes, su rapidez casi instantánea y el hecho de permitir micro-donaciones) en comida y bienes de primera necesidad para asistir a algunas personas (de niños a ancianos, de discapacitados a enfermos) que están en una situación de desnutrición y abandono, ha ido ganando tracción y atención por parte de los medios y de los usuarios de Bitcoin CASH. Yo mismo, por distintas vías, habré donado cerca de los 100 euros lo que puede dar para hacer comida para más de 100 personas. Pero eso es sólo pan para unos pocos, es atender a una gota en un océano de desesperación, en el que seres humanos rebuscan entre la basura, compitiendo con los animales de la calle (como podéis ver en el vídeo que se incluye en este texto), algo que poder llevarse a la boca. Y aprovecho este momento para solicitar ayuda para esa gente, ya que es de las pocas veces en que puedes ver cómo tu dinero se hace comida para un grupo de necesitados que estaban abandonados de la mano de Dios en una Venezuela en descomposición terminal.


La segunda, es que empieza a haber cada vez más proyectos que usan o permiten usar Bitcoin CASH (al fin y al cabo, el auténtico Bitcoin si atendemos a sus propiedades). El más interesante -además de este caso concreto de uso de Bitcoin CASH por sus propiedades para establecer un canal rápido de ayuda humanitaria a personas muriendo de hambre, que es @eatBCH- es a mi juicio Cointext, que es un sistema para teléfonos NO-INTELIGENTES (sin Internet pero con SMS) que les capacita para recibir, poseer y enviar mediante SMS, pagos y cuentas con Bitcoin CASH. La importancia de esta aplicación, que para nosotros occidentales con smart-phone no nos dice nada, es muy alta en cuanto a la adopción de Bitcoin CASH -Bitcoin para los entendidos- a nivel planetario, ya que posibilita en lugar de excluir a grupos tan amplios de usuarios como los que no tienen acceso a teléfonos con internet en nuestro planeta, hecho que se da principalmente en África, algunas zonas de Ásia y algunas zonas de Sudamérica.



Y la tercera y última, es citar a @Tipprbot, como uno de los grandes acierto y de los grandes elementos dinamizadores de la renacida comunidad Bitcoin, siendo el BOT para propinas (o cosas más grandes si se desea) que te permite enviar cantidades a usuarios de Twitter o de Reddit por sus comentarios, y permite a cualquiera que tenga una cuenta en Twitter, contar con una cuenta de Bitcoin CASH. Este bot ha sido esencial en el éxito del proyecto @eatBCH, y desde aquí enviamos nuestro agradecimiento a sus desarrolladores.

Ahora sin más preámbulos, Venezuela y @eatBCH.
:))



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Venezuela tiene hambre: 
@eatBCH al rescate del necesitado.

Venezuela. 

Es curioso que siendo el nombre de un país extranjero y que seguramente menos de un 10% de los españoles sabrían situar en un mapamundi, sea para nosotros algo tan cotidiano. 

¿Qué cojones tienen que ver Venezuela y España, que no tenga que ver cualquier otro país de Sudamérica y España? Posiblemente nada, pero Venezuela se usa a modo de “argumento arrojadizo” contra los integrantes del partido político Podemos, ya que sus lazos ideológicos y materiales con los gobiernos de la “Revolución Bolivariana” son marcados y notorios. 

Así que, sin que los pobres venezolanos tengan culpa alguna, estamos hasta los huevos de escuchar “¡Venezuela!” como respuesta constante a las propuestas de un partido político, con el que se puede estar de acuerdo o no (yo, no lo estoy).

Antes en España teníamos un rey muy campechano -decían- y que pedía perdón al pueblo desde un hospital, subido a unas muletas con claxon, por sus vergonzantes tropelías cazando elefantes a lomos de una rubia concubina en un país africano, u osos borrachos en un país del norte de Europa. Y ese rey mandó callar (sin mucho resultado, todo hay que decirlo) al gorila de pecho rojo, Hugo Chávez. “¿Por qué no te callas?” le espetó en una conocida cumbre con los países sudamericanos en el año 2007.




La verdad es que a mí la frase no me representa. Hubiera sido más feliz con un rey que dijera “¿Pero por qué no te callas, pendejo hijo de las leches de mil perros?”. Pero nuestro ex-rey nunca fue precisamente un ejemplo de valor ni de buen hacer. 

De hecho, quitándole el oropel a las imágenes, en realidad era un tipo que carecía de legitimidad (ya que fue impuesto por un dictador, Franco) gritándole a otro que era un ladrón y un violador de los derechos humanos que dejara de hablar mal de un presidente asqueroso que tuvimos en España, llamado Aznar y conocido como “el presidente de la corrupción”, que apoyó el golpe de estado del año 2002 en Venezuela, cosa que no debió hacer en virtud del principio de no-injerencia y el de no apoyar vía no democráticas, aunque sean las que toman tus “amigos ideológicos”. 

Más que nada, porque luego no te queda legitimidad para denunciar cuando lo hagan los contrarios...


Franco es un ejemplo para mí
dice el campechano, impuesto por el dictador, 
a los españoles.

No es que tenga yo a Chávez como un ejemplo de demócrata, sino más bien como un tipo que supo pervertir la idea de la democracia hasta doblarla y acomodarla a su gusto y necesidad. No es que le tenga, precisamente, ningún cariño ni a él ni al régimen que dejó en el país.

Chavez murió -gracias a Dios y al cáncer- en marzo del 2013, pero dejó a otro primate al cargo: Nicolás Maduro. Por si no fuera poco el daño que Chávez había causado, el simpático Nicolás ha terminado por retorcer las normas y leyes hasta hacer de Venezuela una distopía antidemocrática, hundiendo a su pueblo en una de las mayores crisis que ha vivido el país en toda su historia.

No voy a entrar en la tropelías del nuevo tirano, y me voy a ir a los datos fríos y deshumanizados, que reflejan bastante bien el drama que se vive en Venezuela ahora mismo. Hace unos días, la Asamblea Nacional publicaba un dato escalofriante: el año 2017 se había cerrado con una tasa interanual de inflación del 6.000%

El dato por parte del Fondo Monetario Internacional es que esperan una inflación del 13.000% para el 2018, junto con una contracción del 15% del Producto Interior Bruto.

¿Qué quiere decir esto exactamente?

Pues que ese carro de la compra que pagabas con “X monedas”, en un año ha pasado a costar 600 veces más, y para comprar lo mismo necesitas 600 veces X monedas, en este caso Bolívares. Las cosas suben 600 veces de precio pero no lo que tú ganas. Y en ese panorama, les dicen desde el FMI que se preparen para que el asunto se ponga el doble de feo: el próximo año las cosas habrán subido de precio 1300 veces, pero no tu sueldo.

A quienes no hemos sufrido inflación semejante, nos suena a ruso que todo pueda pasar a valer 600 veces más en un año: ¿cómo se subsiste en semejantes condiciones? Es un escenario de guerra, en el que las despensas están totalmente vacías. Lógicamente, sin un sistema de ayuda por parte del estado es casi imposible subsistir en semejantes condiciones, pero el nivel de ayuda social que el estado es capaz de dispensar no llega siquiera para alimentar a su población. 

Los datos dicen que sólo 5 de cada 10 hogares que necesitan de ayuda para alimentarse, la reciben mensualmente. Y fuera de las grandes ciudades, esa cifra baja a 2 de cada 10: un estado de abandono práctico.



Nixon Vale es un profesor universitario que ha ido vendiendo todo lo que poseía para poder pagar la insulina necesaria para su madre, diabética. El precio de una caja de insulina que antes compraba por 29 bolívares, ahora mismo vale unos 3 millones de bolívares

Para poner las cosas en perspectiva, el salario mínimo de un trabajador es de 1.300.000 bolívares, así que para una caja de insulina es necesario reunir casi 3 sueldos mínimos. Él también es diabético, pero la insulina la busca para su madre, que con una pensión del ministerio de Educación, apenas puede asegurarse la alimentación. 
En octubre, inscribieron a su madre en un programa estatal para la obtención de medicamentos esenciales, pero no sólo tardaron 3 meses en hacer una entrega, sino que se trataba de un simple vial y -para más burla- estaba caducado.

Los datos recogidos en el estudio sobre las condiciones de vida en Venezuela, realizado por dos universidades independientes, ENCOVI, no pueden ser más demoledores, con una pobreza que escala del 81% en el 2016 al 87% en 2017, nos encontramos que 9 de cada 10 venezolanos no puede pagar su alimentación diaria. Que 8 de cada 10 se han ido a la cama sin comer o comiendo mucho menos, por no tener suficientes alimentos. Que hay madres que tienen que elegir a qué hijo le alimentan con las pocas proteínas que quedan en la dieta disponible. 

Que 6 de cada 10 venezolanos, han perdido 11 kilos de peso debido al hambre, sólo en el año pasado....



Hambre. Hablamos de elegir quién come y quién sobrevive, de hambruna y miseria. En este caso no está provocada por raras condiciones climáticas en una zona de África, sino que es una constante que ha ido empeorando (se mire el indicador que se mire) el día a día de los venezolanos durante lustros. Y que, lejos de tener pinta de mejorar, parece que la cosa va a ir a peor.


Vídeo sobre el contexto de Venezuela
 y la actividad de @eatBCH.

En este panorama, desastroso y de mal pronóstico, unos desconocidos aparecieron realizando unas de las acciones más necesarias que se puede encarar en tu medio: dar de comer a quien no tiene con qué hacerlo. Y lo hacían con donaciones, microdonaciones en muchos casos, que eran factibles gracias a estar utilizando Bitcoin CASH para ello. 

Hace unos años, se hubieran hecho con Bitcoin, pero el monstruo contra-natura en que ha quedado convertido BitCOREcoin lo hace inviable, a no ser que la mayor parte del dinero donado se lo queden en la transacción por sus altísimos costes.



Esa gente se llaman @EatBCH, y su primer mensaje (en Twitter) fue simple. Se definen en su bio como venezolanos, intentando hacer lo mejor que pueden para ayudar a otros, en una mala situación. Desde ElBitcoin.org nos pusimos en contacto con ellos para pedirles unas breves palabras, e inmediatamente aceptaron.

1- ¿Quiénes sois EAT BCH?

Somos Venezolanos que estamos intentado ayudar a otros, gracias a las donaciones que hemos recibido en Bitcoin CASH, BCH.


2- ¿Por qué EAT BCH?

Porque la situación de Venezuela es tan precaria actualmente que muchos no tienen ni que comer, y da dolor ver todos los días a gente buscando en la basura cada vez mas o muriendo de desnutrición.

Nosotros solíamos hacer comidas para repartir hace mas de año pero por los crecientes costos de los productos no pudimos seguir. Así que cuando alguien me contacto por internet y me mando $5 en BCH queriendo ayudar, no pudimos decir que no y bueno, así empezó todo esto.


3-¿Cuánto tiempo lleváis y con que perspectiva os situáis en este momento?

Unos 10 días ya. El apoyo ha sido increíble, mucho más de lo que pensaba que sería. Ya estamos contactando a personas en otras ciudades para que hagan lo mismo allá con las donaciones que hemos recibido.
[Nota del autor: la entrevista fue realizada a finales de febrero, y actualmente siguen en activo y repartiendo comida entre los necesitados de forma constante y comprobable]

4- ¿Hasta dónde llega geográficamente vuestra labor?

Actualmente en un par de ciudades, no tenemos vehículo y es difícil movilizarse. Pero esperamos prontamente expandirnos por más ciudades y estados. Estamos hablando con otras personas y explicándoles cómo funciona el Bitcoin CASH y cómo pueden usarlo o cambiarlo. La mayoría de las personas nunca han usado una criptomoneda en sus vidas y no saben como crear una wallet, que son las keys o como recibir/enviar monedas.


5- ¿A cuántas personas habéis llegado ya?

A más de 200, fácilmente. Es difícil llevar la cuenta exacta. La primera vez le dimos comida a más de 30 personas, y la semana pasada solamente a más de 200 ya que hicimos el sábado, domingo y el lunes también. [Nota del autor: datos de Febrero 2017 que ya están desfasados]


6- ¿Puedo preguntar en qué ciudades?

Preferiría no decirlo, sabes cómo está Venezuela actualmente. Por razones de seguridad queremos mantener el anonimato lo más posible en estos momentos. Te puedo decir que ya hemos estado en 2 ciudades y que estamos planeando llegar a muchas más.

7- Entiendo que no quieres significarte de forma personal, pero me puedes dar al menos una idea sobre ti?

Somos varias personas involucradas, hay hombres y mujeres, de muchas edades, trabajos, formaciones diferentes.


8- ¿Qué ha pasado para llegar a este punto en un país como Venezuela?

Hay muchas teorías al respecto. Muchos venezolanos no entienden cómo algo como esto pudo pasar, pero es nuestra realidad en estos momentos. Nuestro propósito es ayudar en lo que podemos a los más necesitados.



9- ¿Podrías explicarlo para un españolito que no entiende qué está pasado allí?

Escasez. Escasez de comida, de medicinas, de insumos, de efectivo, etc. Cortes de electricidad, de agua potable, de Internet, etc. Demasiados problemas, y siguen aumentando cada día.


10- ¿Sois una organización que tenga algún tipo de enfoque político detrás?

No, ninguno. No tenemos nada que ver con el escenario político ni queremos tenerlo. Nuestra meta es sólo ayudar en este tiempo tan difícil que nos envuelve.


11- ¿Qué sistemas de subvención (ayuda) a los necesitados existen en Venezuela?

Varias organizaciones hacen vida en Venezuela, desde organizaciones como el Rotary, la Cruz Roja, las iglesias, etc. Incluso el gobierno ha implementando proyectos, pero esto no han sido suficiente para suplir las crecientes necesidades de los venezolanos


12- ¿Cuál es el sueldo medio (a fecha de final de febrero 2017) entre quienes tienen trabajo?

El sueldo mas común es el sueldo mínimo, que actualmente es 248.510 bolívares, hay unos empleos que además del sueldo dan a empleados activos un ticket de alimentación con valor de 549.000 bolívares al mes. Los pensionados y jubilados, por ejemplo, no reciben este ticket alimenticio, solo cobran el sueldo mínimo


13- ¿Cuál es el precio de 1 kilo de pollo, de 1 kilo de arroz, etc.? ¿Me puedes dar algunos precios para que me haga una idea?


Difícil, ya que casi todos los días suben los precios. Actualmente 1 kilo de pollo son 400.000 bolívares, un kilo de arroz son 270.000, 1 kilo de harina de maíz 160.000, 1 kilo de pasta oscila entre 300.000-600.000, medio cartón de huevos que son 15 huevos 270.000-355.000 bolívares.

Estos productos se pueden conseguir a precios más bajos en algunos mercados, pero solo usando dinero en metálico, cosa es que es prácticamente imposible en la actualidad por la crisis de efectivo.




14- Esto que habéis comprado y repartido, entiendo que lo habéis hecho en el mercado extra-oficial, ya que el oficial no tiene....

Todos los productos que hemos comprado han sido en establecimientos privados locales.

Existen varios tipos de productos. El gobierno vende productos con precios subsidiados, pero son difíciles de conseguir y no hemos tenido acceso a ellos. Los productos que hemos comprado han sido sin subsidios, obviamente a precios más altos.


15 - Hemos visto que hoy Maduro ha estando dando coba a su nuevo juguete, el Petro, un activo que se aprovecha de lo cripto pero es puro FIAT..... ¿qué opinas de ello?

No hemos tenido el tiempo suficiente para leer al respecto

16- ¿Por qué BCH y no otras monedas?

Por varias razones; cuenta con una gran comunidad que nos dio apoyo desde el principio, con ayuda técnica y hasta con donaciones. Además, tiene tarifas bajas de transacción, es suficientemente popular para que poder canjearla cuando fuese necesario, y es rápida ya que cuenta con 0-conf

BitcoinCASH nos vino como anillo al dedo.