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sábado, 25 de septiembre de 2021

Javier Marín. In memoriam.

 

Javier Marín. In memoriam.


Este es un texto complejo de escribir, y posiblemente también difícil de entender en sus aristas para quienes lo aborden. Puede parecer que es una cosa cuando pretende ser otra, y eso puede ocurrir en todos los sentidos. No pretende ser una hagiografía de Javier Marín, ni tampoco una afrenta a su memoria. Busca ser honesto en lo que puedo contar de la relación que se dio entre Javier y mi persona, revelando cosas que para la mayoría seguramente serán desconocidas y, es en ese punto, donde se puede malinterpretar las motivaciones de este último rato dedicado a un personaje que (con sus cosas buenas y malas) nunca dejo de ser una pieza extraña, moldeada a golpes por una vida intensa y que albergaba dolores complejos y difíciles de gestionar.


Javier nació en Madrid en pleno franquismo, en el año 1958. Venía de una familia con “posibles” de manera que pudo dedicarse a estudiar Derecho, y no le fue mal a juzgar por sus calificaciones. Pero no se veía trabajando en ese mundo, porque lo suyo era haber nacido para no parar quieto y -menos aún- uniformado con traje y corbata, así que tras terminar la carrera, con un Franco ya muerto y España mudando su piel a “la democracia vía la transición”, se largó del país a vivir como ciudadano el mundo. Con su cámara a cuestas, porque Marín se consideraba sobre todo un fotógrafo, recorrió decenas y decenas de países, nutriéndose de vivencias y experimentando situaciones que la mayoría de nosotros sólo podemos leer en los libros de aventuras y ficción.


Uno de los primeros lugares en los que recayó, fue en Afganistán en plena eclosión del conflicto afgano con la extinta URSS. Llegó hasta allí como la mayoría de occidentales que se decidían a arriesgarse para poder contar lo que allí sucedía: entrando en el país desde el vecino Pakistán. No dejaba de ser un jovencito occidental, lo que le hacía ya una pieza codiciada para un secuestro por el que pedir dinero a cambio de la vida del sujeto, y tuvo que enfrentar una situación de ese calado en su “estancia”. Convivió con los muyahidines, los “luchadores por la libertad” afganos (luego reconvertidos en talibán o “estudiantes de religión” etimológicamente) que se opusieron con sus vidas -y la financiación, armas y asesoramiento estadounidense- a la invasión de su tierra de montañas y valles por parte de los soviéticos, empeñados en convertir Afganistán en otro de sus patios traseros. Eso ocurrió a final de los 70, cuando la monarquía afgana fue expulsada del país (o huyeron, bajo el riesgo de morir) tras la victoria del comunismo en amplias zonas del país. Ver las imágenes de Afganistán, en concreto de Kabul, de aquellos tiempos se antoja como una película de historia-ficción: las mujeres no iban tapadas con un burka, la reína del país aparecía en televisión sin ni siquiera usar un pañuelo para cubrir su pelo, la ciudad estaba surtida de cines y salas de baile y clubs de donde salía el sonido liberador del Jazz. Comparándolo con el momento actual, donde Kabul parece una ciudad propia de la edad media y con las mujeres enterradas en normas religiosas que las hacen esclavas invisibles, es inconcebible que esa libertad reinase en aquel lugar hace 40 años.





Pero el ambiente de libertad y carrera por la modernización que se respiraba en el Kabul de los años 70, no tenía mucho que ver con el resto del país, donde las condiciones de vida eran durísimas y la religión, uno de los grandes pilares sociales. A pesar de esa importante base religiosa, la ola de comunismo de aquellos años tuvo forma de calar en aquella población, con los mismos cuentos que lo ha hecho en otros muchos lugares del mundo aprovechándose de las malas condiciones de vida de sus partidarios, con la promesa del sueño de un mundo “justo” y de hermandad que siempre termina convertida en la pesadilla de un colectivismo forzoso en el que se aplasta la libertad del individuo. Esa diferencia de realidades entre la capital y las grandes ciudades y el 80% de la población afgana que vivía en el campo, fue la pólvora que impulsó el comunismo en el país y desembocó finalmente en la invasión de Afganistán por parte de la URSS.


Y allí estaba Javier Marín, con su cámara de fotos y enviando crónicas a los medios, en la época en que Internet estaba aún por imaginarse, y cuando todavía se pagaba bien el trabajo de aquellos que arriesgaban sus vidas para estar en esos lugares de conflicto. También estuvo en el Líbano, pocos años después, y dejó un estupendo legado de su paso por aquel país y de su producción de cannabis y del mítico hashís “rojo libanés”, que se puede encontrar en el libro “El Barril De Diógenes” (Ediciones Amargord) en el que narra sus aventuras de aquellos años con extremo lujo de detalles.



Javier Marín, Kalashnikov en mano, entre dos muyahidines 

en la guerra de Afganistán y la URSS en los años 80.


En esa línea de peripecias por distintos países, acabó recalando en el sudeste asiático, donde conoció a una de sus compañeras de vida de la que nunca se separó del todo: la heroína. Su relación con esta sustancia en aquellos años, en que no éramos plenamente conscientes de los riesgos que entrañaba su uso y abuso, le granjeó problemas de todo tipo hasta verse convertido en un esclavo por mafias de la droga y que le llegaron a pedir favores sexuales a cambio del estupefaciente, cosa que parece que fue un último revulsivo para pedir ayuda y conseguir salir de esa situación y aquellos países. Para ello, para escapar de aquello, tuvo que contar con la que fue una de las mujeres de su vida, que trabajaba para los servicios de inteligencia españoles, pero con los servicios secretos de ese tipo nunca sale nada gratis y siempre le pedían información a cambio de la ayuda prestada, aunque Javier siempre dijo que no facilitó nada relevante y que no colaboró con ellos.


Tuvo también una relación especial con Vicente Ferrer y su misión humanitaria en la India, quien le acogió y le cuidó aceptándole con sus peculiaridades, lo que produjo una importante marca psicológica en Javier. Vicente había llegado a la India en 1958 como Jesuita, aunque abandonó la orden en 1970 pero siguió con su trabajo humanitario de la misma forma. Se casó con una cooperante británica, Anna, y tuvieron 3 hijos, un niño y dos niñas. De esta relación especial entre Vicente Ferrer y Javier Marín, nació un libro escrito por Javier que se llama “Adiós al monzón”, también publicado por Ediciones Amargord, y un artículo a página completa escrito por Javier y publicado por el diario “El País”, del que Javier se sentía especialmente orgulloso.


Finalmente, con el peso de la edad encima y una salud bastante debilitada, Javier acabó asentándose en España. Vivió lo que fue el fin de la “época de oro” del papel (referida a lo que se pagaba a los autores que publicaban textos o fotos en aquellos años) y la llegaba arrasadora de Internet como un elemento que cambiaría todo. Y eso fue algo a lo que Javier no supo ya adaptarse: Internet le confundía y le perdía, no se relacionaba bien con ello. Sin embargo su extenso y nutrido currículum le permitió seguir ganándose la vida con colaboraciones con distintas revistas del medio cannábico. Y no ganaba poco en un principio!! Un amigo común me contó que había un autor que les sacaba a las revistas cannábicas más de 3000 euros al mes con sus textos y fotos, pero no me reveló quién era. Tiempo después, Javier pasó brevemente por la dirección de la revista Yerba cuando esta -tras un periodo en que había sido “arrendada” al grupo HempTrading- volvió a manos de Miguel Pedregal (el creador original de la franquicia). Y es ahí donde Javier y yo coincidimos por primera vez: él como director y yo como colaborador.





La verdad es que yo tenía a Javier en un altar, tras haber leído su libro “El Barril de Diógenes”, por su curtida experiencia vital y su íntima relación con las drogas, especialmente cannabis y también la heroína, aunque de esta última renegaba siempre en público y se presentaba como alguien limpio de cualquier rastro de dicha sustancia. Como director fue de los peores que conocí, ya que su capacidad de organizar y coordinar a los diferentes colaboradores era muy mala. Su gran obsesión -que nunca entendí viviendo en el mundo en que los ordenadores hacen casi todo con tocar un par de teclas- era que le entregásemos los textos en determinado formato de letra y tamaño, algo que se podía cambiar en segundos sin problema por parte de cualquiera. Y en los primeros números que él dirigió de la revista Yerba, muchos vimos cómo desaparecían las colaboraciones que habíamos enviado para el mes, y cómo otros textos (de su manufactura, firmados o no por él) ocupaban el espacio que debía ser de otros. ¡Ahí fue cuando entendí que era él quien le sacaba a las revistas cannábicas más de 3000 euros al mes! Y finalmente, nuestro amigo común, me lo confirmó.


Duró poco como director por su falta de capacidad para dicho trabajo, pero siguió como un colaborador principal de Yerba amén de otras publicaciones. Se especializó en dar una imagen de hombre totalmente “naturalista” y alejado de lo químico, en esa extraña concepción de que lo químico no es natural que se mueve en muchos ambientes, cannábico incluido. A veces tenía ideas de “bombero torero” y recomendaba cosas que, aunque a oídos de quien no tuviera formación podían “colar”, eran auténticos despropósitos. Por ejemplo, en una ocasión le llamé para preguntarle “cómo coño recomendaba a la gente disolver arena en agua y aplicarla a la planta de cannabis con un nebulizador, si el sílice (la arena) es totalmente insoluble en agua”, y él me reconocía el sinsentido pero argumentaba cosas como que era “sabiduría ancestral” o que tal o cual práctica surrealista venía de alguna civilización antigua.


En esos momentos, Javier había perdido contacto con gran parte de las personas y familiares que conformaron su vida y, aunque seguía vendiendo una imagen de hombre con una apuesta radical por “lo natural”, era un consumidor (ocasional, cuando el dinero se lo permitía) de droga como heroína y cocaína, regados por litros de alcohol barato.


Y unos meses después de que Javier dejase la dirección de Yerba, yo volvía de un viaje a Marruecos (en el año 2016) y había dejado el coche en el puerto de Algeciras. Eso me permitió volver dándome un largo paseo por la península, visitando lugares y personas que me apetecía ver y conocer. No sé cómo, Javier se enteró de ello (creo que fue a través del sobrino de Miguel Pedregal, que también trabajaba en “la empresa” que era Yerba en ese momento) y se puso en contacto conmigo para que al pasar por Málaga, donde residía en aquel momento, pudiéramos vernos. Y yo accedí.





Al fin nos teníamos cara a cara, tras haber escuchado todo tipo de peripecias el uno del otro por parte de terceros comunes, y teníamos mucho de lo que conversar. Yo apasionado por su historia y él deseoso de actualizarse e intentar adaptarse mejor a la realidad que el huracán de Internet había dejado al barrer el papel y convertir casi todo en publicaciones on-line, por no hablar de las redes sociales en las que Javier se veía incapaz de moverse.


Sin embargo, al cabo de estar unos minutos en mi coche, y preguntar dónde íbamos, Javier me “invitó” sibilinamente a ir a un punto de venta de drogas. Yo accedí, sin problema ya que soy un consumidor que nunca ha escondido dicha condición, y en unos minutos nos vimos en un piso de una barriada periférica de Málaga, comprando base de cocaína y heroína. Me contó que allí tenías que comprar esas cosas antes de la noche, porque después “no servían”. Eso es algo casi imposible, ya que la noche es esencial para esos negocios y es el momento de mayor funcionamiento, pero seguramente ese punto era uno de los pocos a los que a Javier le quedaría acceso, acuciado por deudas de todo tipo contraídas por su difícil gestión de su relación con esas drogas. De hecho, Javier me llevó allí a pillar, pero él no tenía dinero para pagar... así que asumí yo el coste como parte de una invitación algo engañosa, pero que entre yonquis no iba a tenerle en cuenta, dada su situación.


Minutos después estábamos en una escombrera a las afueras de Málaga, por unos caminos de tierra donde nos podíamos sentir más o menos a salvo de la aparición de una patrulla de policía que nos estropease el momento. En el coche, mientras hablábamos y escuchábamos música, consumíamos fumando sobre plata las drogas compradas. Y fue en ese momento cuando Javier empezó a hablar sobre ciertas ideas suicidas y su malestar y dolor en relación a la vida, a verse como se veía en ese punto especialmente si lo comparaba con lo que había sido su vida en otros momentos. Y no le faltaba razón.


Yo no tenía claro si me iba a quedar mucho más en Málaga o si cogería un hostal y saldría a la mañana siguiente hacía otro lugar en mi vuelta lenta a Salamanca. Pero Javier se empeñó en que me quedase “en su casa”, y yo acepté por pasar algo más de tiempo con él y no dejar a medias el asunto que se había abierto en la conversación entre vapores de coca y caballo.


Llegamos a su morada, y la imagen fue dolorosamente impactante. El lugar, con un salón, una habitación, cocina y baño, estaba inhabitable por la basura y la suciedad acumulada. Cubierto de restos de basura, comida en mal estado y, sobre todo, cartones de vino y botellas de cerveza y otros licores. Las ventanas cerradas o prácticamente cerradas, terminaban de hacer la estampa durísima, sin luz, sin esperanza. Era como vivir en un sepulcro, muerto en vida en una leonera similar a las usadas como refugio de yonquis y borrachos sin casa.


No quise incidir en ese aspecto en aquel momento, y me limité a -mientras íbamos charlando de distintas cosas- ir limpiando poco a poco el lugar, al menos para hacerlo habitable para el invitado que era yo esa noche. Cociné algo, no recuerdo qué, con comida comprada para subsistir en un supermercado que estaba abierto tras nuestro rato de intoxicación compartida en aquel vertedero. Y ya en la casa, terminamos de fumar lo que nos quedaba de la droga comprada, aderezado con hashís que yo había traído de Marruecos y que hizo que Javier decidiera retirarse a su habitación y caer dormido. Yo, insomne como soy, me quedé mucho más tiempo despierto, reflexionando sobre el shock que había supuesto ver la realidad en que vivía ese hombre y su estado mental.


La casa en la que vivía era en realidad propiedad de una señora que tenía una buena casa al lado de esta construcción, en la misma parcela. El lugar era idílico, y podías observar el mar y unos atardeceres impresionantes. Y la construcción donde vivía Javier era bonita y estaba en buen estado, en lo que al inmueble se refería. Era Javier el que había convertido aquel lugar, que habría sido el sueño de muchos, en una pesadilla para cualquier ser vivo.


La señora, que caritativamente le permitía vivir gratis en ese lugar, era una mujer de más de 80 años, de religión evangelista y a la que Javier -como parte del trato o relación que mantenían- la acompañaba “al culto” y la llevaba y traía con el coche (que mantenía económicamente la señora) para las cosas que podía necesitar, ya que la casa se encontraba fuera de un núcleo urbano. Era una relación hasta cierto punto simbiótica, pero en la que Javier era un beneficiado en mayor proporción sin lugar a dudas.


La construcción que aquella buena mujer le había cedido a Javier para vivir, era un pequeño lujo. Era pequeña, y de haber estado algo cuidada, se podría decir que era hasta coqueta. Según salías por la puerta, ante tus ojos -desde un alto- tenías la bahía de Málaga desde donde se observaban unos atardeceres magníficos. Si el lugar resultaba inhóspito y poco digno para vivir era por lo que se había acumulado en su interior, que en cierta forma era el reflejo del interior de Javier: dejándose morir, rematándose poco a poco.


Ya con más tiempo y calma, me contó con más detalle su obsesiva idea de quitarse la vida. Y remató aquel discurso con que “lo único que le preocupaba era dejarle el lugar hecho un asco a la señora” (hecho un asco y con un cadáver con muerte violenta). Mi reacción fue algo dura. Mi gesto cambió y le dije que me parecía estupendo que quisiera quitarse la vida, que era parte de los derechos de cualquiera elegir cuándo y cómo quiere marcharse de este mundo, pero que no tenía ningún derecho a provocarle a la señora que le daba cobijo el daño que le supondría tener que lidiar con un cadáver (que seguramente tendría que descubrir la pobre mujer) y con toda la basura acumulada allí. Le dije que aquello era inmoral e injusto y que -apelando a la dignidad que tenía que quedarle en su interior- eso era algo que convertía un último acto de libertad en un acto de injusticia y falta de gratitud.


Supongo que a Javier le impactó que yo no tuviera nada en contra del suicidio, ni del suyo ni del de nadie (cuando es algo meditado, consciente y elegido en libertad), pero que sí lo tuviera en contra de las formas que planteaba y las consecuencias para terceros. Y desde ahí poco a poco fuimos entrando en materia, explorando las razones que le hacían barajar la idea de matarse de forma tan insistente. Entre aquellas razones estaba su situación económica, que estaba deteriorada seriamente (tenía que cobrar los trabajos que hacía en una cuenta bancaria de una de sus hijas para que Hacienda no le pudiera quitar dinero, de multas o de deudas que hubiera acumulado en su devenir vital).


También le dolía tener que representar la imagen de algo que no era. Me explico. Javier era un hombre que amaba la naturaleza y que tenía una relación especial con la planta del cannabis que se había forjado a lo largo de toda su vida. Eso no tenía nada de falso y era así. Pero al mismo tiempo Javier tenía una relación especialmente íntima con la heroína (y derivada de ella, con la cocaína, que suelen consumirse fumadas juntas ahora que el uso de la vía intravenosa es totalmente residual y marginal) y ello era algo que tenía de ocultar.


¿Por qué?

Javier vivía esencialmente de su relación con el mundo del cannabis español, sus medios escritos y las empresas que dominan el cotarro. Y en ese mundo del cannabis -que al ojo inexperto le puede parecer tolerante y lleno de buen rollito- existe una caterva mayoritaria de ignorantes y talibán cannábicos que afirman estupideces como que el cannabis no es un droga (sino que es una planta “sagrada”, como si fueran asuntos excluyentes), que fumar o consumir cannabis es buenísimo para infinitos males y que carece de daño alguno (cosa falsa en el cannabis e incluso en el agua de manantial: todo tiene efectos secundarios, lados positivos y negativos) y, derivado de esos postulados del ultra-naturalismo más obtuso, que ellos no tienen nada que ver con los “yonquis” que consumen drogas (entendiendo por “drogas” todo lo que no consumen ellos en tu mundo naturaloide cannábico).


Es decir, dentro de ese mundo del cannabis existen centenares de “guardianes de las esencias y la verdad” que se dedican a señalar y a hablar por la espalda de aquellos que, oh pecadores, violan los preceptos de esa religión que han montado en base a una más de las plantas psicoactivas que la vida nos ha regalado. Y en ese contexto, Javier y su antigua pulsión por el consumo de opiáceos, eran algo que no encajaban. Así que, valorando pros y contras, llegó un momento en que Javier ocultó a todo el mundo esa parte de su vida: él era un cannábico de pro, y bajo ningún concepto tomaba otras drogas (estas sí, dañinas para la salud).


Los pocos que sabíamos de su uso de heroína y cocaína, éramos (un pequeñísimo puñadito de personas) aquellos que somos consumidores “públicos”, no por hacer exhibición de nuestro consumo sino por tratarlo como un hecho más y sin mostrar miedo alguno a revelarlo. Yo consumo heroína (y cocaína y una ristra interminable de drogas diversas) cuando me da la gana, y me la trae absolutamente floja lo que de ello piensen los demás. Me importa una mierda como un castillo que me califiquen de yonqui o de santo místico, y vivo estupendamente así: fuera del armario de lo “drogófilamente correcto”.


Como yo hay algunas otras personas conocidas en España, que aceptan sus distintos consumos sin problema alguno y sin plantearlos como algo “excepcional” o como algo “que ocurrió en el pasado por falta de información”, pero vivir una vida acorde a esa elección (la de no meterse en ningún armario por lo que decidamos consumir) a veces trae inconvenientes cuando topas con los talibán del cannabis. Resulta especialmente doloroso que sean los cannábico (o una buena parte de ellos) los que presentan esas actitudes menos comprensivas y más intransigentes con los consumos de los demás. ¿Por qué? Porque duramente muchas décadas el consumo de cannabis era tan incomprendido y vilipendiado como el consumo de otras sustancias, y ese hecho solía provocar en quienes eran integrantes de la “cofradía del papelillo y el mechero” una empática solidaridad con otros que también sufrían por el hecho de ejercer su libertad y elegir consumir tal o cual sustancia. La única norma implícita en aquellas relaciones de tolerancia absoluta (que se vivió durante décadas en España) era la de que lo que tú hicieras no revirtiera en daño para otras personas.


Pero como digo, aquello mutó bajo el neo-paradigma del ultra-naturalismo y acabó siendo una especie de religión excluyente en la que quienes comulgan con tu mismo sacramento son aceptados, y los que se salen de la ortodoxia del nuevo pensamiento, son herejes que “no deberían estar entre los puros”.


Y Javier sufrió, durante muchos años, la disonancia cognitiva y vital de tener apetitos farmacológicos que su entorno difícilmente iba a aceptar. Además en su libro “El Barril De Diógenes”, daba por zanjada su relación con las drogas de ese tipo, en algo que era más el querer dar una imagen útil que el hecho de contar honestamente una realidad.


Así que quienes sabíamos de los gustos de Javier, siempre recibíamos el aviso insistente de que “por favor, bajo ningún concepto, dejásemos que esa información se escapase de nuestro fuero”, porque él se veía seriamente amenazado por ello.


Como último punto que recuerdo, en lo relativo a las razones que hacían que Javier no se sintiera en plenitud y sobrada capacidad (como había tenido gran parte de su vida en situaciones que, al resto de mortales, nos habrían superado) era el choque con las nuevas tecnologías. Javier no era tan mayor, pero su mente estaba hecha de letras escritas sobre papel, y no de relaciones establecidas con una conexión de Internet con decenas o centenares de diversos actores. Por supuesto que era capaz de manejarse con asuntos como el correo electrónico, pero todo lo que fuera más allá de ello, eran terrenos en los que Javier se sentía totalmente perdido.


Yo soy de la última generación que nació sin ordenadores. En cierta forma, la última generación “libre” que tiene conceptos arraigados de intimidad y privacidad, en toda su amplitud. Y desde muy pequeño empecé a acercarme a esas máquinas que eran antaño los computadores (cuando valían millonadas al cambio de hoy día) y aprendí a “hablar su idioma”, aprendí a programar en distintos lenguajes y fueron un juguete más de mi infancia-adolescencia, pero uno más: no eran relevantes hasta el punto que lo son hoy día. En ese sentido, podía comprender a Javier. Plantar a un hombre como Javier delante de Facebook o de Twitter, era someterle a una cascada de nuevas ideas, conceptos que necesitan un tiempo de asimilación, y toda una nueva cosmogonía en la que los “nativos digitales” se mueven sin fricción, pero los que somos de generaciones anteriores, no lo tenemos incorporado de forma casi innata.


Aún así, yo era consciente de que Javier necesitaba abrirse al mundo y que la única forma que tenía de hacerlo (que pudiera resultarle pragmáticamente provechosa) pasaba por el acercamiento y manejo -aunque fuera bajo mínimos- de ciertas redes sociales, como podían ser los foros especializados o Twitter en aquel momento.


Así que, procurando aportarle algo a Javier en ese par de días que íbamos a pasar juntos, le enfrenté al asunto. Lo hice con mi ordenador, porque -si la memoria no me falla- él tenía un viejo ordenador que estaba totalmente desactualizado y que no funcionaba en algunas partes esenciales. Le dediqué toda una tarde, delante del mi ordenador yo mientras le iba mostrando aquello que desconocía y le producía inseguridad, y Javier con un cuaderno donde iba apuntando datos, cosas como nombres de usuario y sus correspondientes claves, cómo seguir a otras personas en Twitter, cómo buscar información relevante para él....etc.


Aún con eso, yo era consciente de que nadie puede asimilar tanta información en tan poco tiempo, así que me comprometí a seguir llevándole de la mano en sus primeros pasos en ese otro mundo de lo virtual, desde nuestra conexión telefónica (y por email, cuando tenía acceso). Le dejé como encargo sine qua non poner su ordenador en condiciones de correcto funcionamiento y, a ser posible, conseguir un teléfono que le permitiera manejarse en esas redes también: tenía que hacer que Internet se integrase en su bolsillo, en su quehacer diario, para volver a estar conectado al pulso de los tiempos que nos tocaba vivir.


Aparte, como curiosidad, le expliqué algunas de las ideas de negocio que yo estaba barajando enfrentar (mezclando mi relación con el mundo cannábico y mi conocimiento extenso de Marruecos por las décadas que llevaba viajando al país), y cómo una persona como él -con un bagaje que tumbaría a cualquier aspirante a principiante que se quiere mover entre dos continentes y dos culturas distinta- sería alguien de gran ayuda y que podría aportar mucho a lo que yo por aquel entonces estaba desarrollando. Eso le ilusionó sobremanera: imaginarse útil de nuevo, recorrer otra vez aquellos lugares que recorrió casi 4 décadas atrás (le impresionaban las fotos que yo traía de lugares que él había conocido como pueblitos de pescadores y que ahora parecían Benidorm), y relacionarse de forma directa y activa con nuevas personas dándoles un servicio útil y cobrando dignamente por un buen trabajo.


Todo aquello fue como un soplo de aire vital en unos pulmones asfixiándose, que le hizo -al menos por una época- imaginar un futuro mejor y en una actividad que le resultase satisfactoria, lo cual -para alguien que lidiaba a diario con el pensamiento de quitarse la vida- era algo de un valor superior a cualquiera de las cosas que quedaban ante su visión de la vida en esos momentos.


Llegaba el momento de mi partida, de seguir viajando hacía arriba en la península y, poco antes de despedirnos, Javier buscó entre sus cosas y sacó un ejemplar nuevo de “El Barril de Diógenes”. En ese momento le recordé que ya tenía un ejemplar, pero me dijo que ese iba a ser especial. Cogió un bolígrafo y, de espaldas a mí, escribió una dedicatoria en el libro, firmó y me lo entregó.


Yo lo abrí inmediatamente y leí la dedicatoria: “Para Al. Gracias por todo lo que tú y yo sabemos. Hasta siempre.”





Y ya que no compartíamos ningún secreto especial -salvo lo hablado en esos días- comprendí, con el acento grave que su rostro daba a la situación, que me agradecía haberle llevado una nueva perspectiva a su posición vital agotada y de rendición, que estimaba el tiempo que dispuse para escucharle -en esos temas relativos a la muerte elegida- y a analizar con él las razones que le llevaban a ese punto, y a haber dedicado un tiempo a enseñarle que había nuevos caminos y formas de hacer las cosas a las que tenía que acostumbrarse si quería seguir en “el juego”.


Eso sería el “todo lo que tú y yo sabemos”, aunque según me fui alejando en mi coche me invadió una cierta sensación de que había “rescatado” a alguien de una decisión sin retorno en el último momento. Posiblemente sus cavilaciones sobre el suicidio estaban ya maduras y tal vez sólo le hubiera hecho falta el momento puntual de esa mezcla de fuerza y desesperación que sirve para poder afrontar el hecho de renunciar a seguir respirando.


De todas formas, al mismo tiempo, era consciente de que por un lado las cuestiones que expresó Javier en nuestros días de charlas, iban más allá de lo circunstancial y puntual, y que en cierta forma eran un sumatorio de miles de pequeños (y no tan pequeños) dolores en forma de decepciones y de justificada misantropía. Era consciente de que lo que Javier planteaba, al expresar con iluminada lucidez que ya había tenido suficiente dosis de una vida que no le llenaba, era algo que había calado hasta el hueso de su existencia. Cambiar y mejorar su entorno, su rutina y sus perspectivas, podrían darle un mayor peso al lado de la balanza que sopesaba lo positivo de seguir viviendo, pero no iban a eliminar el posicionamiento filosófico al que había llegado y que le empujaba a dejar de vivir como forma de huir del sufrimiento íntimo que arrastraba.


Recuerdo que antes de irme de Málaga, comenté la situación con un amigo íntimo (que también era un fan de Javier Marín tras haber leído el libro con sus increíbles peripecias) y le expresé tanto mi preocupación por lo que había visto como el hecho de que -si se agarraba a un cambio positivo como el que parecía haber vislumbrado con lo que yo compartí con él- también existía la posibilidad de “salir de ese agujero mental” y volver a tener una vida que disfrutar en lugar de sólo sufrir. Mi amigo me preguntó, en un ofrecimiento claro de ayuda para Javier, si el problema en general se podía mejorar o solventar con dinero (que él estaba dispuesto a donar desinteresadamente). Y no tuve otra opción que decirle la verdad: no era algo que el dinero pudiera arreglar, y que incluso en la situación en la que estaba, el dinero podía tener el efecto de regar con gasolina un incendio hasta llevarlo a la catástrofe. El dinero hubiera sido útil más adelante, cuando se hubieran dado pasos propios que denotasen una intención sólida de cambiar los aspectos más dañinos de una vida que buscaba claudicar.


Ya de regreso en Salamanca, incrustrado en la rutina habitual, empecé a hacerle un cierto seguimiento a Javier en el que hablábamos ocasionalmente por teléfono y yo le seguía pidiendo que diera pasos claros en el tema de Internet y las redes sociales, ya que necesitaba -a mi juicio- volver a ser visible en un mundo que se movía ya en esas otras coordenadas.


Consiguió poner a funcionar su ordenador, con tiempo (esto no era algo que en los ritmos de Javier fuera de un día a otro) y llegó a abrirse una primera cuenta en Twitter. Sin embargo, no era capaz de entender el concepto y el funcionamiento de las redes sociales, que chocaba con la mente de un hombre que era de otra época. Hubo un día en el que recibí una llamada de Javier, preguntándome por qué no le contestaba los mensajes que me había enviado por Twitter. Yo le dije que no tenía ningún mensaje suyo, y él me insistía en que los había enviado. Finalmente, tirando del hilo, llegué a ver qué era lo que había hecho. Simplemente había abierto una cuenta en dicha red social, y nada más abrirla había escrito un tuit que decía “Mu buenas Al!”. Y poco después, otro en que decía “Hola Al. Me recibes?”. Pero claro, esos tuits los había lanzado al aire, con la esperanza de que por algún mecanismo mágico que él no alcanzaba a comprender -pero que creía funcional por la idea que había destilado del tiempo que dediqué a mostrarle un poco el mecanismo de Twitter- llegasen a mi persona, yo los leyera y lógicamente se los contestase. Aquello era la confirmación de que ayudarle, aunque sólo fuera en los aspectos técnicos más básicos del asunto, iba a requerir mucha paciencia y mucho tiempo.





Y poco a poco con otra cuenta -porque al cabo de un par de días perdió la clave de esa primera que abrió y no supo recuperarla- se fue instalando en el mundillo de las redes sociales. Aprendió a contestar correctamente (a nivel técnico) a los usuarios, a tener una “bio” gráficamente interesante (que al menos tuviera una foto suya), y a subir contenidos con cierta regularidad, para lo que eran sus tiempos y ritmos.


En aquel momento yo ya escribía para la web de la empresa que había tenido arrendada la Revista Yerba, y que habían pasado a tener sólo presencia en el mundo digital. No recuerdo qué había sucedido entre Javier y ellos pero “algo no positivo” había ocurrido en su relación, y Marín no estaba entre quienes les suministrábamos contenidos. Pero recuerdo que en un intento de echarle una mano, hablé con la directora de la web (la mujer del jefe de la empresa, a la que él “se quitaba de encima” ocupándola en “dirigir” la página, aunque era incapaz de escribir correctamente en castellano) y conseguí que le dieran una nueva oportunidad, ya que aunque fuera simplemente contando las peripecias de su vida resultaba una fuente inagotable de textos que tenían la capacidad de enganchar al lector.


Y escribió al menos uno, no sé si dos. Pero por alguna razón la cosa no terminó de cuajar y no sacó más provecho del asunto. Sin embargo él siguió en redes sociales, hasta que tuvo la “mala idea” de expresar una opinión en un conflicto que se había generado a raíz de un texto que yo escribí (a petición del director de un conocido medio cannábico gratuito que se repartía en los Grow-shops, y con el permiso expreso de la directora de la web donde se publicaban los contenidos). El texto en sí era una forma de contarle al público cannábico las estafas y timos que un falso activista, de nombre Paco, había ido realizando durante años. Por supuesto, para evitar problemas legales, su apellido se había modificado aunque todo el mundo sabía de quién se estaba hablando. Y en ese texto, de forma accesoria aparecía un personaje que era pura ficción y que sólo servía para mantener una conversación telefónica con la protagonista, que era la excusa para hacer un repaso de los engaños acometidos por este estafador del mundo del cannabis.


Pues resultó que una ex-trabajadora de la empresa, que buscaba notoriedad y montar jaleo (ya que la habían despedido por su falta de capacidad) dijo que se sentía representada en ese personaje, y decidió montar el pollo en Twitter. No tenía sentido alguno, pero la tipa en cuestión no tenía nada que perder y quería vengarse de alguna forma de la empresa que no quiso seguir manteniendo a una ladilla, por muy mona que fuera.


Javier tuvo la honestidad de escribir un tuit opinando sobre el asunto y calificando de “niñata” a esta mala bicha, lo que provocó que ella aprovechase para lanzarse también a por Javier, consiguiendo su teléfono y haciéndole varias llamadas que grabó y con las que posteriormente se dedicó a chantajearle (haciendo incluso que tuviera que eliminar su cuenta de Twitter). Y es que Javier, cuando soltaba la lengua o cuando quería salir de un jardín en el que se había metido, no tenía reparos en “recolocar, modificar o inventar” los hechos necesarios para conseguir el objetivo. Y unas grabaciones telefónicas del pobre Javier, en las que debió de decir todo tipo de invenciones para justificarse, guiadas por una tipeja acostumbrada a manipular su entorno para obtener beneficios, seguramente contenían todo tipo de afirmaciones que, en un cara a cara con quien hubiera mencionado, le hubieran dejado en un lugar terrible y vergonzante.


De hecho, desde ese momento, Javier no se atrevió a volver a contactar conmigo (aunque yo no había escuchado las grabaciones). Finalmente supuse que prefería evitar tener que dar la cara ante mí, y explicar lo que hubiera podido inventar en esa trampa telefónica que le hicieron, aunque eso le supusiera perder lo que de positivo tenía para él todo el tiempo que le dedicaba -desinteresadamente- a ayudarle con las nuevas tecnologías, y de forma colateral en otros aspectos.


Y yo no quise insistir. Somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios, y ahí quedó nuestro último contacto directo. Al poco tiempo, meses después, supe que Javier había conseguido contactar y hacer algunas pequeñas cosas para una marca de semillas hispana. Por terceras personas supe que pululaba por algunos eventos cannábicos, buscándose las castañas. Incluso hubo quien le dio trabajo de nuevo en el ámbito de los textos y las fotos, aún a sabiendas de que en muchas ocasiones reutilizaba las mismas fotografías que ya había vendido o que los textos no pasaban de ser refritos de otros escritos anteriormente.


Lo último que supe de él, es que una empresa de semillas catalana le había contratado de forma digna y le había dado un trabajo que, en teoría, tenía que haber sido un placer para él. No sólo tenía un contrato a jornada completa, sino que vivía en el campo (sin pagar alojamiento) y que la empresa cubría todos los gastos (incluido el seguro de su coche o las reparaciones que iba necesitando) además del sueldo que le pagaba religiosamente. Se suponía que era un punto en el que Javier había salido del hoyo vital en el que se encontraba, viviendo a salto de mata y sin poder cobrar él mismo los trabajos que realizaba (y que tenía que cobrar a través de una cuenta de una hija suya en la que él figuraba como autorizado, para evitar que las deudas y multas que arrastraba pudieran ejecutarse mediante embargo de sus activos). Escuchando lo que Javier decía querer, era razón suficiente para pensar que había llegado a un punto en el que debería sentirse feliz, al menos en lo laboral y en lo referente al entorno en el que vivía: en plena naturaleza y al cuidado de unas plantaciones de cannabis.


Pero a pesar de todo esto, Javier debía seguir enfrentándose a una vida que no apreciaba. El día 21 de abril desperté con la noticia de que Javier Marín había muerto el día antes. En principio las noticias llegaban con cuentagotas y ninguna de las fuentes abordaba la pregunta más natural: ¿cómo había muerto?


Al ver que un dato así se estaba “ocultando”, no tardé mucho en suponer que finalmente Javier se había quitado la vida. Sin embargo, pasaron bastantes semanas hasta que tuve la confirmación del hecho. Al parecer, y por los datos que me dieron sobre las circunstancias que rodearon a su muerte, Javier debía llevar tiempo preparando el suicidio. Para empezar, los sucesos ocurrieron el día 20 de abril, 4/20 en el formato inglés, y que resulta ser el “Día Internacional de la Marihuana”. No se puede estar 100% seguro de que hubiera elegido este día para provocarse la muerte, pero teniendo en cuenta su íntima relación con el cannabis a lo largo de toda su vida, es harto improbable que esto no fuera algo que tuvo en cuenta.


El método utilizado para terminar con su vida, fue una sobredosis de pastillas, posiblemente de buprenorfina. El compuesto exacto no me lo han podido confirmar, pero sí me confirmaron que usó que las pastillas que le daban como tratamiento de mantenimiento en el contexto de su conflictiva relación con los opiáceos y la heroína. Sólo se utilizan en España dos fármacos en la terapia de mantenimiento por consumo de opiáceos u opioides, y son la metadona y la buprenorfina. La metadona normalmente se administra y entrega a los usuarios disuelta en agua, en dosis preparadas de antemano, en un botecito de plástico con un número identificativo. Y la buprenorfina se entrega en pastillas. Dependiendo del usuario, de su historial y de qué fármaco se adapte mejor a sus circunstancias, se utiliza uno u otro.


Javier había estado guardando, durante un largo periodo, las pastillas que debía haber consumido a diario. Necesitó suficientes para asegurarse que funcionarían a la hora de provocarle la muerte, a pesar de la tolerancia que pudiera tener a estos fármacos. Cuando consideró que tenía suficientes y que había llegado el momento, ejecutó la última parte de su plan.


Tuvo la decencia de no llevarlo a cabo donde estaba viviendo, ya que eso habría sido un problema para la persona (el dueño de la empresa que le tenía contratado) que mejor se había portado con él en los últimos años. Encontrar un cadáver con sobredosis de esos fármacos, en un lugar donde existían plantaciones de cannabis (aunque fueran destinadas a producir semilla o a seleccionar y probar variedades), habría sido un marrón extra para esa persona.


Así que en sus últimos momentos cogió el coche, y se fue a un lugar alejado, en el campo, donde no le pudieran vincular con nadie y que lo su suicidio no dañase de forma extraordinaria a nadie. Y una vez allí, tomó una cantidad suficiente de esas pastillas como para provocarse la muerte por sobredosis. En el caso de estos fármacos, la muerte llega cuando vas quedando dormido, inconsciente y progresivamente tu respiración se hace más y más débil, hasta que dejas de respirar. Y ahí acabó todo, en la soledad de la madrugada...


Siempre tuve la sensación de que la inclinación de Javier hacia el suicidio no era debida a las circunstancias que puntualmente le afectaban, sino que era algo que llevaba muy dentro. Pero no era más que una sensación y siempre la equilibré con la esperanza de equivocarme. Aunque en todo caso, siempre respeté su opción en ese aspecto y -aunque sea doloroso- creo que es un derecho que es inherente a la vida. Uno no puede estar obligado a vivir, y menos aún cuando por la razón que sea uno esta sufriendo y no desea seguir experimentando la vida como una condena.


Y hasta aquí la historia que puedo contar de un tipo que, a pesar de la distancia que nos separó en los últimos años, era alguien digno de conocer y de escuchar por el increíble recorrido que fue su vida en los 63 años que pasó entre nosotros.


Estés donde estés, Javier, que el tiempo te sea leve.


Drogoteca.


lunes, 21 de mayo de 2018

USA: del dolor crónico al suicidio por dolor.

Este texto fue publicado en Cannabis.es a raíz de la declaración de Trump de una emergencia nacional de salud pública, a la que no dota de fondos. Sin embargo, la idea de la epidemia de opioides está calando entre cómodos legisladores que, cuando enfrentan un comité para exponer sus ideas, dicen que el paracetamol es un buen remedio para sustituir a los opioides u opiáceos...

Con este panorama, los pacientes de dolor crónico a quienes están forzando a dejar su medicación sin usar un sustituto apropiado, están empezando a suicidarse empujados por sus médicos, que les dejan totalmente abandonados

Las directrices que se están dando son atroces y totalmente fuera del marco científico. Han forzado a toda la población con dolor crónico de tipo no-oncológico a reducir sus dosis de opioides, para pasar a cero miligramos semanas después.

¿Acaso el dolor provocado por un cáncer vale más que el dolor de origen distinto?


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La semana pasada el presidente de USA, Donald Trump, declaró una emergencia de salud pública de alcance nacional, debido -oficialmente- al problema de las muertes por sobredosis de opioides y/o adulteración de heroína con fármacos como el fentanilo (fenómeno -curiosamente- concomitante en lugar y tiempo al primer problema). ¿Qué quiere decir eso y por qué lo hace?



Pues a pesar de lo bien que suena -al oído desentrenado del lenguaje político- quiere decir muy poco, en realidad y mucho, sin dar la cara. Los números a los que este acto de Trump dan paso, nos dan una clara idea a la primera: el fondo de emergencia pública sanitaria, en estos momentos, cuenta con un montante de... algo menos de 49.000 euros (57.000 dólares)
Sí, has leído bien: 49.000 euros, que es lo que vale una furgoneta o un coche de gama media. No son 49 millones, ni 49.000 millones. No; eso es lo que hay en la caja del dinero que la acción de Trump abre, para hacer frente a una emergencia de salud pública que está matando decenas de miles de personas, en un país que tiene 325 millones de ciudadanos censados.

Para entender la razón de este movimiento, habría que repasar cuándo fue la primera vez que Trump usó la posibilidad de lanzar la “Emergencia Nacional” (no la de salud pública como la lanzada, sino una “sin apellidos” que en realidad sí que daría acceso a fondos serios como para poder enfrentar cualquier cuestión) en el asunto de las muertes por sobredosis de opioides. Fue en agosto de este año, momento en el que recibió el informe de la “Comisión de Combate a la Drogadicción” (sic) -organismo creado por él mismo semanas antes- y que le indicaba, como dictamen final, que debía declarar la “Emergencia Nacional” (sin más apellidos).
Nadie cuestiona que las cifras de muertes por sobredosis en USA son las más altas de la historia, matando varias decenas de miles de personas cada año, y que la situación requiere tomar medidas. Pero este gesto resulta ser totalmente cosmético, y dirigido a la gran masa del “público usano” que se ve constantemente bombardeado por noticias y datos sobre muertes relacionadas con drogas. Y aquí ya he dicho drogas en lugar de opioides, porque una importante parte de la nueva posición del gobierno de Trump es hablar de sobredosis de heroína y/o drogas, e ir olvidando que esto viene de los opioides de farmacia recetados legalmente. La posición es tan brutal que han iniciado una nueva vía con el fiscal general -el miserable Jeff Sessions, quien afirma que “el que fuma cannabis no puede ser buena gente”- por la que inculpan legalmente por homicidio a los camellos cuyo material haya producido alguna muerte, por una razón u otra (dando igual que sea por adulteración a que sea por una sobredosis real, ya que se vende una sustancia de la “maldita” Lista I y, por ende, totalmente prohibida).
Eso, que puede sonar bien si creemos que se usa contra “camellos sin escrúpulos que cortan la heroína con fentanilo para ganar más dinero”, en realidad contra quien se emplea (dado el modelo de distribución de drogas en el mercado negro de USA) es contra “el colega, probablemente también consumidor de esa misma heroína, que compra cantidades algo mayores y menudea para sostener económicamente su consumo”. El fentanilo, mortalmente introducido en la cadena de opioides/opiáceos del mercado negro de toda Norteamérica -desde México, principalmente- no está en las manos del camello que trapichea con papelinas, sino en manos del narco que produce cada lote de droga en el que, como de costumbre, los usuarios del mercado negro son los conejillos de indias. Así que -además de ser éticamente una salvajada-culpar a los camellos de más bajo nivel de homicidio por vender drogas es una medida -también- totalmente cosmética y orientada a manipular a un público poco informado e intencionalmente asustado, para poder ser manipulado mejor.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? En febrero del año pasado, desde esta web, dábamos ya una buena serie de explicaciones para legos, explicando el asunto de los opioides en USA. Y las explicaciones, lógicamente, han cambiado poco: la población en general fue sobremedicada con opioides, recetados legalmente por médicos empujados económicamente (a base de untarles de dinero) a convertir a sus pacientes en yonquis. Todo eso con la bendición y cooperación del gobierno de USA y sus legisladores, también generosamente “engrasados con ceros en su cuenta” por los lobbistas de la BIG PHARMA de la zona, porque el problema es bastante similar en Canadá ya que copia -prácticamente- las líneas generales de actuación de su vecino en materia de salud.
Una vez que la población estaba totalmente enganchada, con cifras récord en su historia, empezaron a llover las muertes por sobredosis. Pero esta vez el sector de la población más afectado por la crisis de los opioides en USA, es la mujer de mediana edad y de raza blanca: no son yonquis callejeros, ni negros a los que poder disparar a placer. 
Abuelas, por así decirlo, que sin saber dónde se metían con los opioides (a diferencia de quienes los buscan activamente) se tragaron aquello que su médico les dio -y en muchos casos, les vendía él mismo- y acabaron en un punto que no podían imaginar. 
Luego, y como remate, tras haber sobreprescrito opioides con extrema generosidad, cortaron las recetas de los mismos a quienes ya eran “médicamente adictos”, haciendo que estas personas fueran a buscar “algo equivalente” al mercado negro, donde les estaban esperando la heroína (siempre más barata que los opioides de farmacia) y, para más INRI, con niveles récord también de adulteración con fentanilo. Es decir, tras tenerles enganchados y vendiéndoles legalmente sus drogas, les lanzaron al más peligroso mercado negro de opiáceos y opioides jamás visto en la historia de la humanidad.

Carta que están enviando -en USA- médicos
 que tratan pacientes con dolor crónico de origen no-oncológico, 
desentendiéndose totalmente de los mismos.

De esta forma, acabamos con imágenes como las de aquel policía que sostenía -agarrándola del pelo y sin prestarle ayuda alguna- a una mujer blanca en un coche, con un niño pequeño detrás consciente y observando todo, para fotografiarla y subir dicha imagen a las redes sociales a modo de escarmiento a la “desviada madre yonqui”. Pero ni siquiera era su madre sino su abuela, aunque por inmoral que parezca la ira mediática fue contra la mujer con sobredosis y contra la familia del niño (su madre, por dejar a su hijo al cuidado de su abuela) en lugar de contra la pareja de policías que se dedicaron a jugar con dos víctimas -en peligro de muerte- y delante de un niño que veía todo.
¿Y finalmente, qué implica este nuevo momento político?
Decía ayer Bill Clinton, en el marco del #OpioidSummit celebrado estos días para abordar soluciones a la crisis, que “era la primera vez que un problema de drogas era enfrentado con medidas de salud pública y no con un enfoque penal y sancionador”. Diane Goldstein, ex-policía anti-narcóticos que entrevistamos en esta web, opinaba que “por desgracia eso no era cierto, ya que la guerra contra las drogas [en su plano más clásico y moralista] seguía salvaje por todos los lados” desde su su cuenta de Twitter.
La realidad del conjunto de hechos -datos no cuestionables- y las medidas que se piensan adoptar y ya se están adoptandobajo la excusa de la emergencia “de salud pública” nacional, daría para decenas de páginas de análisis, pero mucho más de tipo político que técnico sobre el problema. Y es cierto que, sobre el papel, el enfoque es de salud pública pero al estilo usano: tratamientos forzosos junto con equiparación entre consumidor de drogas y enfermo mental. Eso, en lugar de la cárcel por tener un porro en el bolsillo, puede sonar bien ya que lo de la cárcel suena peor, pero es una pesadilla compitiendo contra otra pesadilla: ambos enfoques son degradantes para cualquier ser humano.


Véase la delicadeza que muestran los medios
 para referirse a dos personas en sobredosis; 
similar a la de los policías que, en lugar de atenderles, 
se dedicaron a subir sus fotos a Internet.

Pero esta última imagen que os dejo, servirá para entender porqué esta emergencia es más naZional que nacional, sin dejar de ser real el problema que se supone que va a atender. Al loro, que ahí va.
El mencionado ya fiscal general de los USA, Jeff Sessions, ha hecho unas declaraciones que sitúan de forma inequívoca, el enfoque con el que se enfrenta este asunto. Según Jeff, el asunto de las muertes por opioides a nivel epidémico en USA, tiene que ver con la marihuana y el cannabis. ¿Por qué? Pues porque muchos jefes de policía le han contado que “la adicción empieza con el cannabis” y que “es una droga que sirve de puerta de entrada a las demás drogas”.
Como podéis ver, un enfoque totalmente novedoso -lo es, tratándose de opioides recetados por médicos legalmente- y que nunca antes habíamos escuchado: la marihuana como puerta de entrada.
¿Y qué hacer ante ese panorama tan aterrador y desalentador?
Pues está claro. Jeff, lo tiene claro. Según Jeff, ya se ha luchado antes la guerra contra las drogas y se ha ganado(cuándo, no lo sabemos). Y para ello, la receta mágica es muy simple. Casi tanto como la “Emergencia NaZional”, y es otro gran enfoque que nunca habíamos escuchado.
Los ciudadanos deberían, simplemente, decirle que NO a los opioides." (sic)

De Nancy Reagan a Jeff Sessions, cómo pasa el tiempo...

jueves, 9 de junio de 2016

Prince; sobredosis de fentanilo para cerrar la UNGASS2016

El día final de la UNGASS 2016, la reunión de urgencia de los países miembro de la ONU para "abordar un cambio en la política de drogas", moría Prince de una sobredosis.

En un primer momento, esa opción fue descartada por la inmensa mayoría de medios y especialistas en USA. Hoy día ya se sabe que Prince murió de sobredosis de fentanilo. El portal especializado en cannabis y política de drogas, Cannabis.es, lo publicó -como la hipótesis más probable a pesar de lo que se decía- al día siguiente de conocerse su muerte.

Es un placer acertar, otro que se fíen de tu criterio.
Y una pena tener razón en un caso como el de Prince: muerto de sobredosis de fentanilo.



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Y ahora, Prince 


Con toda seguridad, hoy encontraremos grandes textos sobre Prince, el artista anteriormente conocido como Prince, y todo eso. Por que es cierto, ha muerto otro gran personaje en este fatídico último año que llevamos: Lemmy, David Bowie, Glenn Frey de los Eagles...

Y ahora, Prince.






Cuando anoche lo leí, se me borró la sonrisa y desde fuera debía verse -en lo que antes era mi rostro- un enorme “WTF?!”: era joven, demasiado joven. Si no había muerto en los “27 malditos”... ¿por qué iba a morir ahora? Y sin poder evitarlo, el aire de mi habitación se empezó a llenar de frases que me llevaban a ese paraíso de calidez, ausencia de dolor y calor compartido que era “Purple Rain”, la lluvia púrpura en la que él quería verte riendo...

I never meant to cause you any sorrow.

I never meant to cause you any pain.

I only wanted to one time to see you laughing...

I only wanted to see you
laughing in the Purple Rain.


Reconozco que Prince y su obra sonaban en un plano de existencia muy distinto al mío, y que podría haber pasado la vida sin saber de él. Y no habría pasado nada. 

Nada, salvo que me estaría perdiendo una pieza clave -un diamante perfecto- en la memoria colectiva musical; “Purple Rain” es uno de esos temas que por el título, tal vez, haya quien no lo reconozca a la primera pero que bastan unos segundos del tema para que cualquiera diga “sí!! sí la conozco!!” y hasta la sepa canturrear. Una de esas canciones que casi no importa cuando naciste, porque la vas a conocer sí o sí. Y es una de esas canciones con las que casi todo el mundo ha llorado alguna vez, o muchas.

Es un tótem sagrado, de esos que se hacen un vez y ya no hay más troncos similares con el que hacer otro parecido. Una canción cuya historia vale una película, un Oscar de la Academia de Hollywood, y sin querer desmerecer el resto del trabajo de Prince, vale toda una carrera. 

Si Prince no hubiera compuesto una nota más en su vida, sería igual de grande tras haber escrito ese tema y tras haber grabado uno de los mejores solos de guitarra de la historia en él. No me refiero a un solo de virtuoso gimnástico, sino de los que ves que la puta guitarra está hablando por el músico, mientras él está en trance. Delicia absoluta.

Para Prince, “Purple Rain”, se convirtió en “su albatros”: le perseguiría toda su vida, cada minuto desde 1983, mientras siguiera haciendo música. La canción fue compuesta primero en la estructura armónica y musical, y posteriormente Prince añadió la letra. No porque quisiera, sino porque no tuvo más remedio. 

Prince le envió a la preciosa -y llena de talentos- Stephanie Lynn "Stevie" Nicks, la cantante de Fleetwood Mac el tema para que fuera ella quien construyera la letra.





Ella “se meó del susto en las bragas” ante el asunto, por dos razones. 

La primera, que la canción era enorme, tenía una clara construcción épica que no era su registro habitual y a la vez estaba sujeta a ciertas necesidades de guión porque tenía que ser escrita para la película homónima. El reto era enorme y exigía no tomarlo a la ligera. 

La segunda, es que la guapísima “Stevie” tenía la sensación de que Prince quería “algo más que el que ella hiciera la letra”. 

Sé que dicho así, puede sonar fatal, pero no quiere decir -ni negar- que Prince quisiera “roce” con esa chica: sólo quiere decir que ella sabía que la elección de su persona no era puramente profesional sino que contenía “un afecto complicado” que no quiso entrar a manejar.


Así que Prince se la tuvo que escribir él solito -hay al menos dos versiones con letras distintas en algunos puntos, pero iguales en concepto- y le salió de las manos una obra perfecta. 

Para quien no se haga una idea, puede visitar la web del Washington Post animando a que todo el mundo difunda “ese trozo de las letras de Purple Rain que te capturó” y con una aplicación expresamente para ello, orientada a redes sociales.

Bien, vale. Hasta aquí la parte emotiva, la que me duele como melómano y músico que ha perdido a un creador de esos que al nacer rompieron el molde y nos dejó su alma en forma de música. Ok.

Ahora la fea, la que hace todo aún más triste, más injusto, estúpido todavía. Prince tenía 57 putos años, y no estaba enfermo de un cáncer como les pasó a otros. 
¿De qué coño ha muerto Prince?

A ese chico le encontraron tirado en un ascensor. La llamada a emergencias es muy simple: “hombre inconsciente, no respira”. La autopsia se efectuará hoy viernes, pero en principio la policía que asistió a la retirada del cadáver -fue pronunciado el “exitus” allí mismo tras no responder a la resucitación cardiopulmonar, en 10:07 a.m. 21/04/2016- ha declarado que no hay signos de violencia o extraños que hayan podido observar, que no hay nada que indique la razón de la muerte en ese ascensor.

Tan sólo 6 días antes, Prince había tenido que interrumpir un vuelo y causar un aterrizaje de emergencia para recibir ayuda médica urgente. Por supuesto los datos médicos son privados, pero Prince -como otros tantos “reconocibles”- vio los datos filtrados (los pagan muy bien) sobre la actuación médica. Y mientras su personal se encargaba de dar una explicación irrisoria -una gripe- del hospital salían informaciones que aseguraban que se le había tenido que dar un “save shot” o “chute-salvavidas” de naloxona, el antídoto de los opioides como el fentanilo o la heroína.

Venga, vamos a aceptar ambas posibilidades. 

Podía tener gripe como para tener que para un avión, ir al hospital, y volverse a casita como si nada. 

Podía tener una sobredosis mortal de no ser tratada. 


La primera opción la ha explorado mi querido David Kroll en Forbes. ¿Pudo morir Prince de una gripe? Sí, claro que pudo. La gripe mata todos los años gente, a veces más y a veces menos, y suelen ser personas con un sistema inmune disminuido para hacer frente a una infección que el cuerpo, normalmente, supera cada año. Y Kroll aprovecha para explorar dicha posibilidad, con la habitual generosidad de buenos datos que suele usar.

Pero Kroll vive en USA y es un experto en drogas, farmacia, química y esas cosas. No es ajeno a lo que todo el mundo parece estar pensando y nadie puede decir de momento: que Prince murió de una sobredosis de opioides, como otras decenas de miles de personas cada año en USA desde hace una década o así. Kroll argumenta con buen juicio de la “deshidratación severa” que es el “motivo oficial” por el que fue atendido en el hospital tras aterrizar de emergencia, está dentro del cuadro posible en una gripe severa. ¿Pero aterrizar de emergencia? ¿No tenían nada para “hidratar” a Prince en el avión? ¿De verdad?

Llegados a este punto, en que no puedo tragarme la historia del avión y la gripe (al menos tal y como ha sido contada de momento) pienso en las opciones restantes, que los mánagers del artista querrían ocultar y a pesar de que -ahora- fuera vegano y Testigo de Jehová, los creyentes también pecan, y algunos gustosamente. 

Suena más a sobredosis que necesita atención de vida o muerte que a gripe severa. Otro artista que “destruye su vida y su potencial creador” por las drogas, aunque sea el topicazo esperado, es el titular final más plausible que los medios darán a esta historia.

Desconozco si Prince tomaba alcohol o drogas o era abstemio a muerte, y no me importaba hasta tener que escribir esto, pero me parece algo perfectamente probable. Recuerdo como cuando murió Amy Winehouse (otra que cayó a los “malditos 27”) la primera explicación fue la de la sobredosis de alcohol. Y era cierto que se hundió en la botella ese día, pero los medios no quisieron explicar que su tolerancia no era la habitual (la misma cantidad de alcohol que antes la dormía, ahora la mataría). 





Amy Winehouse murió por dos razones combinadas: su agresivo consumo de alcohol, y la terapia que se vio forzada a tomar (Rehab? I said no, no, no....), presionada por su familia y el entorno que de ella también sacaba beneficio. Su tratamiento, lejos de aliviar las causas que le hacían recurrir de esa violenta forma al alcohol, lo que hizo fue eliminar sus defensas naturales adquiridas con el tiempo y uso. Las dos cosas, combinadas, la mataron a la primera ocasión.

Aventurar si Prince pasaba una situación similar con un posible consumo de opiáceos/opioides es excesivo, pero si fue una sobredosis como todo parece -a pesar de lo que digan sus representantes- no sería nada extraño que estuviéramos presenciando una situación idéntica, salvo en la droga de sobredosis, a la de Amy Winehouse.

Ayer murió Prince. 
Ayer terminaba la UNGASS 2016, esa reunión de urgencia bajo el auspicio de la ONU en la que los países iban a cambiar la criminal política de drogas, que ha sembrado de muertes -de todo tipo- el planeta en nombre de una axioma imposible: un mundo sin drogas y sin gente que quiera drogarse. 

Casi consiguen lo segundo, a base de matarnos, los muy hijos de la gran puta. Aún no he querido meterme a bucear el tema de lo que ha sido esta UNGASS, porque me voy a poner de muy malaostia explicando lo que era previsible y no queríamos -tampoco- decir: que nos la han vuelto a jugar.

Seguro que -si no sois cardiólogos o algo similar- si nombro a René Favaloro os quedaréis como cuando a mí me dicen el nombre de un futbolista. Era un tipo que desarrolló algunas de las técnicas coronarias de cirugía que han salvado más vidas en la historia. 

Si un familiar tuyo ha sido operado de corazón, es posible que tuviera mucho que agradecer a ese hombre. Favaloro dedicó su vida a difundir el conocimiento en ese área, que dominó y expandió para salvar corazones heridos. Lo dio todo por los demás, en cierta forma, entregando su vida a ese trabajo. 

En el año 2000, en la crisis monetaria (eterna) en Argentina -de donde era este señor- su fundación, el instrumento que había servido para salvar vidas por todo el mundo formando a más cardiocirujanos, se vio ahogada con una deuda enorme: 18 millones de dólares. Grande para una fundación, pero ridícula para un gobierno.

Favaloro pidió ayuda al gobierno, de forma oficial, para poder salvar todo ese trabajo, y las vidas que de ello dependían. 

El gobierno, simplemente, pasó de contestar. 




"Debe entenderse que todos somos educadores.

Cada acto de nuestra vida cotidiana
tiene implicaciones, a veces, significativas. 

Procuremos, entonces, enseñar con el ejemplo."


El 29 de julio del año 2000, tras comprobar que le ignoraba totalmente el gobierno del país -por el que renunció, toda su vida, a ser la mayor eminencia en USA en su especialidad- se encerró en el cuarto de baño, sacó un arma, apuntó a su corazón... y disparó.

El tiro el el corazón de Favaloro, es mucho más que lo que se podía expresar -con un gesto o acto- de cualquier otra forma.

Y tal vez esta muerte, de un chico tirado en un ascensor que no respira, de esa forma y en el día final de la UNGASS 2016, sea otra tragedia llena de un significado más amargo que la muerte del propio Prince.