Esperamos que os guste.
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Las edades de María.
No sé tu edad, pero seguro que mucho
de lo que te voy a contar te resulta familiar.
Me llamo María y soy una chica nacida
en una ciudad española hace 18 años.
No recuerdo demasiado de mis primeros
meses o años de vida, pero me han dicho que tras nacer tuve mi
primer acto social: me inscribieron en un registro para certificar
que había nacido y me pusieron nombre. Me asignaron, sin preguntarme, los apellidos de quienes decían ser mi padre y mi madre.
Unos días después, según he visto en
fotos sobre papel -viejas costumbres que desaparecen- que han
guardado en mi casa, se juntó toda mi familia -que realmente eran
las dos familias de mis padres- a comer, tras hacer un ritual conmigo
y echarme agua fría por la cabeza, con ayuda de un señor con
sotana, encima de una pila. Lo llamaban bautizo, pero realmente el
nombre debía ser festejo taurino porque se lo pasaron todos bien
excepto yo, la toreada. ¡Menos mal que se reunían por mí! Con ese
rito, y con menos de 1 año de edad, pasé a formar parte del grupo
estadístico de los católicos, también sin preguntarme, aunque me
aseguran que mis padres y padrinos respondían por mí.
A los 4 años empecé a ir a la
guardería, y no me lo pasaba mal. Fueron los primeros momentos en
que me pude zafar de la constante mirada de mis padres y tuve el
placer de conocer a un grupo de chicas -como de la edad de nuestras
madres o algo más jóvenes- a las que llamábamos “seño” (de
señorita) y eran “la autoridad” que decidían cuándo podíamos
ir al servicio y cuándo teníamos que sacarle el lápiz de la oreja
a nuestro compañero de mesa.
A los 6 años la cosa se puso peor.
Empecé a ir a la escuela, que era como una guardería donde las
“seño” eran más mayores y mucho más desagradables. Encima me
separaron de los chicos y me pusieron en una clase llena de chicas, a
mí sola. Ya no tenía a mi compañero para meterle el lápiz por la
oreja. Pero nos enseñaron a escribir con caligrafía exquisita y a
sumar sin calculadora y a hacer manualidades y divisiones con
decimales y a tocar la flauta y la lista de los ríos de España y la
física elemental y la reproducción asexual... entre otras muchas
cosas que no he vuelto a usar.
Cuando tenía 8 años, en mi clase se
empezó a hablar de “la primera comunión”. Yo no tenía muy
claro de qué iba aquello, excepto que era como un bautizo -festejo
taurino familiar- pero que en esta ocasión te compraban ropa rara y
te hacían regalos. Había una segunda parte que decía algo de que
un cura te metía una cosa en la boca y tenías que tragártela, pero
parecía cosa menor. Así que me apunté en la lista de las que
queríamos hacer “la primera comunión”. Me alegré de tener 8
años, porque entonces me pude enterar de que la Santa Madre Iglesia
entiende que por debajo de los 7 años de edad, no sabemos razonar, y
no nos deja ir a esa fiesta. Llevaba años engañando a esos mamones
y no lo sabía ni yo: estaba hecha una campeona. Al final me dieron
una hostia, pero al menos yo también estaba en la fiesta.
Según iba creciendo, iba ganando en
derechos. La cosa no pintaba tan mal al fin y al cabo ¿no?
Y en el recreo, cuando teníamos 10
años eramos, las que mejor nos lo pasábamos. Hasta que llegó lo de
la pubertad: se nos despertaron las hormonas. Eso significó mucho
para mí cuando un día a mis 11 años me vi sangrando en las bragas
al levantarme por la mañana. Mi madre, al ver lo que había pasado,
me dijo que ya era una mujer.
Ni que hubiera sido un cienpies hasta
ese puto día.
No se me olvida porque -además del
numerito que montaron en mi casa- desde ese maldito día me duelen
los ovarios todos los jodidos meses. Pues claro que era una mujer,
coño!! Y ya tenía la regla, ya usaba compresas y años después
tampones. No veas qué precios, artículos de lujo para no
desangrarte por la pata abajo. ¡Ah! Y me llevaron al médico para
que lo certificase -y por si era otra cosa, supongo- y les dio un
papel que decía: MENARQUÍA. Lo sé porque he visto el papel por
casa alguna vez y creo que mi madre lo guardaba porque “le sonaba
bonito como monarquía”.
A los 12 años acabamos la escuela y
nos tocó irnos al instituto, en este caso, ya nos volvieron a juntar
a las chicas con los chicos, pero siendo sincera les encontré muy
cambiados desde la última vez que me había fijado. Estaban como más
grandes, distintos... no te daban ganas de meterles un lápiz por la
oreja. Era una sensación extraña que durante un tiempo no supe
identificar. Ellos tampoco es que se comportasen igual: parecían
ignorarnos abiertamente pero prestarnos atención a escondidas. Y a
casi todos les estaban saliendo unas espinillas enormes.
Entonces a los 13 años mi vida cambió:
conocí al capullo de mi primer novio. ¿Dónde? En el instituto. Era
de la clase del siguiente curso. Al principio ni me gustaba. Era uno
más del grupo con el que nos juntábamos en los parques a las
afueras del centro la chicas del grupo, también conocidas entonces
como “mis mejores amigas”. Y ya que algunas de mis amigas
comenzaron a salir con algunos chicos de ese grupo, pues tuvimos que
echar un vistazo a lo que había libre y emparejarnos, como en un
baile desesperado por no quedarte mirando y sin pillar cacho.
Se llamaba Antonio. Toño para los
amigos y Toñito para su madre. Yo le llamaba de muchas formas: a
veces bien y a veces mal. Pero con el tiempo -en un par de meses- me
había hecho con su control absoluto. Se le manejaba bastante bien y
ciertamente, cuando quería era adorable. Para las fiesta del
instituto ya me había pedido salir y eramos novios, oficialmente.
Eso abría muchas cuestiones que había que ir explorando, como lo de
besarse sin babearse demasiado o como lo de recordar que aunque las
gafas son transparentes, existen físicamente.
En esa época comenzábamos a salir “en
parejitas”. Era una forma como cualquier otra de poder irse a un
parque, tirarse en la hierba, y pasarte la tarde retozando con tu
novio... sin tener al resto de solteros del grupo mirándote con una
erección o a las amigas desemparejadas insistiéndote para que os
fuerais juntas a algún otro lado, siempre sin tu novio, porque no
les salía de las narices dejarte disfrutar si ellas no podían
hacerlo con otro chico. Al final era la solución, a primera hora
salíamos las parejitas, y luego nos juntábamos con el resto del
grupo y salíamos en manada.
Ahora que lo recuerdo, eramos como
máquinas de producir cambios de ánimo a base de hormonas. Las
teníamos todas alteradas, tanto como los chicos. Lo suyo ya no se
podía disimular: los cambios de voz, la aparición de la nuez, el
estirón, y pelos por todos los lados. Por no mencionar lo salidos
que estaban. No es que a nosotras no nos importase el sexo o que no
nos afectasen las hormonas, pero todo eso ocurría de forma
“ligeramente” distinta a la de los chicos.
Tenía 14 años, y Toño 15, cuando en
unos días festivos, que no teníamos clase, ocurrió “el
incidente”. En el barrio habían organizado una salida para padres
y gente más mayor aprovechando los dos días extra que había como
festivos. Unas cuantas de nosotras nos quedábamos solas en nuestras
casas. Yo era una de ellas. Y quería aprovecharlo. Había organizado
una fiesta en la noche para nuestro grupo habitual, con todas las
botellas que no debía haber en una casa llena de menores. Pero Toño
y yo teníamos planes extra.
Él llevaba casi un par de meses
dejando caer alusiones a “hacer el amor”. Parecía otro. Antes
decía follar, echar un polvo y cosas así. Pero no, ahora decía
“hacer el amor”. Y hasta sonaba creíble cuando lo decía. En
fin, la cosa es que a mí me picaba el gusanillo más que a él sobre
lo del coito, porque sexo -aunque fuera sin penetración- habíamos
tenido ya, y a mí lo único que me molestaba del asunto es que no me
sentía cómoda en sitios donde podía ser observada, y hasta ese
momento, no habíamos tenido una casa para nosotros solos. Seguro que
recuerdas la primera vez que te paso a ti... ¿a que sí? A mí no se
me olvidará jamás.
Como ya habíamos recibido nociones de
educación sexual, al menos sabíamos lo que era un preservativo. No
nos habíamos enterado de mucho más en las clases de educación
sexual que nos dieron en una semana en el instituto. Vino un cura a
hablar de los aspectos morales del sexo y dijo que masturbarse era
pecado porque el hombre esparcía la semilla de la vida con su
esperma y que esa semilla era sagrada. Yo levanté la mano y pregunté
si entonces las mujeres podían masturbarse porque no expulsaba
óvulos al hacerlo. El cura se puso de muchos colores y me echaron de
clase, no recuerdo con qué excusa. Me quedé sin saber. Pero al
menos nos habían hecho colocar, a todas y todos, un preservativo en
un pene de plástico para tal uso, para que supiéramos hacerlo
cuando tuviéramos uno en las manos: teníamos experiencia.
La cosa es que la ocasión la pintan
calva. Así que decidimos que ese día, que no habría nadie en mi
casa, era un buen momento para “la primera vez”. También estaba
libre su casa, pero por eso de jugar en un terreno conocido, preferí
quedarme en la mía. Mal hecho.
Toño se encargaba de comprar los
preservativos -o de robarlos en un supermercado, a mí me daba igual-
y yo pedí consejo a mis mejores amigas. Siempre con nuestros
secretos más ocultos, comentamos la jugada y lo que sabíamos de la
famosa “primera vez”. Dos del grupo ya lo hacían con sus novios
y otras estaban planteándoselo. No parecía algo tan descabellado ni
tan grave si no había embarazos. Esa era la gran preocupación de
todas: los embarazos no deseados, mucho más que las enfermedades de
transmisión sexual.
Todo preparado para el gran momento, la
casa vacía, la nevera llena, la cama enorme, tu chico, tú, y una
caja de 24 preservativos y tus padres a 500 kms.
Y llegó la primera
vez. Y la segunda. Y la tercera. Íbamos por la cuarta vez y estaba
yo subida encima de él cuando nos percatamos de que había un montón
de policías en la habitación... ¿qué pasaba? Una preocupada
“amiga” había contado a su madre mis planes y su madre había
llamado a la policía diciendo que una menor de edad estaba siendo
violada aprovechándose de que sus padres no estaban en casa.
La
policía reaccionó y al llegar al domicilio, no escucharon más que
la música a todo volumen -eso quise creer siempre- y tiraron la
puerta. La verdad es que yo ni me enteré hasta que vi a un tío
mirándome con una pistola en la mano y empecé a gritar, pero viendo
la cara de susto que puso con mi grito vi que no era peligroso.
La cosa es que a Toño se lo llevaron
detenido hasta comprobar que tenía 15 años y que yo tenía 14, por
lo que si la relación sexual era consentida, no existía violación
ni delito de ninguna clase, excepto por la cantidad de botellas de
alcohol que había en la casa.
Y era obvio que había sido
consentida, al menos por mí, porque él estaba debajo cuando
entraron a salvarme a la habitación de mis padres. A mis viejos les
sentó un poco mal, me pusieron una lista de castigos tan larga que a
día de hoy no he acabado de leerme. Pero me enteré gracias a eso
que la edad legal para tener sexo en España es de 13 años: ¿llevaba
un año de retraso y encima se enfadaban?
Mis padres intentaron separarnos y la
situación se volvió muy tensa. Ninguno de los dos queríamos
separarnos del otro en aquella época -cómo cambian las cosas- y
hasta consulté a un abogado qué trámites teníamos que seguir para
poder casarnos -la locura de la edad, amigas- y así poder mandar
sobre nuestras vidas sin que nuestros padres tuvieran nada que decir,
porque creía -esta vez acertadamente- que el matrimonio rompía los
vínculos legales con los padres.
El abogado me explicó amablemente -no
me cobró, tampoco tenía para pagarle- que la ley permite a los
mayores de 14 años de edad, como yo en ese momento, casarse con el
permiso especial de un juez de primera instancia, pero que al ser
menor de edad no emancipada, en la consideración del juez entrarían
también -además de mis argumentos- las consideraciones de mis
padres y de los de Toño. Me vi sumergida hasta el fondo en un mundo
de adultos, que entre adultos decidían lo que podíamos o no sentir
y hacer: mal asunto. Aunque hoy día me alegro de no haberme casado a
esa edad, pero es posible que de haber sido más sencillo, lo hubiera
hecho como forma de huir del control parental.
Pregunté al abogado qué más derechos
tenía a los 14 años, y me dijo que a hacer testamento, pero ante
notario, porque hasta que no cumpliera los 18 años, el testamento
ológrafo no tenía validez.
¿Pero esto qué es? ¿Qué tenían los
18 años que no tuvieran los 14 años para poder escribir mis últimas
voluntades de mi puño y letra? No entendía nada. Pero me quedó
claro que iba a estar sometida al dominio de mis padres unos años
más.
También me indicó que mi mejor opción
era esperar a los 16 años de edad y solicitar la emancipación ante
un juez, trámite mucho más fácil de lograr que una boda de menores
de edad contra la voluntad de los padres. Esperar, esperar,
esperar.... siempre esperar.
Ese verano, con 15 años, mis padres me
llevaron lejos para que me olvidase de Toño y me compraron una
motocicleta. Funcionó. Me olvidé de Toño y comencé a salir con
Germán, que estaba mucho mejor y tenía 17 años. Por supuesto que
cuando tienes vehículo resulta más fácil tener relaciones... en el
campo, porque encima de una motocicleta no lo hace ni el cantante de
Obús. Ya tenía edad legal para ir a 60 km/hora por la carretera
comarcal: era casi libre!!
Lo de los condones era un tema que
teníamos controlado, pero había ocasiones en que no había uno a
mano, y recurríamos a métodos nada fiables, como “la marcha
atrás”, en ocasiones aderezados con el uso de la “píldora del
día después” que podía obtener con una receta médica -sin ella
también- y sin conocimiento de tus padres. Hasta que ocurrió lo
inevitable: una amiga de 16 años se quedó embarazada. Realmente no
sabía con exactitud quién podía ser el padre porque había tenido
varias relaciones en esas fechas y no quería ser madre. Era un
embarazo no deseado en toda regla.
Nos temimos lo peor, que sus padres la
echasen de casa, que no la volvieran a hablar, que no la volvieran a
mirar de la misma forma. Pasamos por nuestras cabezas todos los
miedos posibles en la forma del rechazo de tus seres queridos. La
verdad es que sus padres no animaban a la confidencia, a contarles el
problema, y ella quería solucionarlo sin hacer demasiado ruido y
rápido.
Yo pensaba que una menor de edad no
podría acceder a una clínica y practicarse un aborto sin que los
padres o un juez autorizase ese procedimiento, pero no es así.
Cualquier mujer de más de 16 años de edad en España -todavía a
día de hoy- recibe la aplicación del régimen general para mayores
de edad a la hora de autorizar un aborto, sin necesidad de informar a
sus padres.
Me costaba un poco creerlo pues semanas
antes yo había querido hacerme un piercing en el ombligo y en la
tienda me exigieron un permiso firmado por mis padres o ser mayor de
edad, y por muy peligroso que sea hacerse un piercing en el ombligo,
no creo que se acerque al hecho de enfrentar un aborto, a nivel
físico y psíquico.
Así que yo no podía hacerme un piercing pero
mi amiga sí podía abortar con 16 años, sin que se enterasen sus
padres, y era sólo cuestión de dinero. Entre varias amigas ayudamos
a recaudar el dinero necesario y la acompañamos a la clínica, donde
tuvo lugar el procedimiento. Sigo diciendo que me dan menos miedo los
piercings que los abortos.
A trancas y barrancas he llegado hasta
aquí, a mis 18 años.
Ya tengo mayoría de edad legal. Ahora
ya tengo todos los derechos y todas las obligaciones de cualquier
otra ciudadana.
Puedo trabajar -si encontrase trabajo-
porque la ley me lo permite, aunque hubiera podido antes con ciertos
permisos especiales. Puedo conducir un camión -si me saco el carnet
correspondiente- por la carretera, de varias toneladas tal vez. Puedo
ejercer la prostitución de forma legal, o dicho de otra forma, puedo
disponer libremente de mi cuerpo e incluso alquilarlo por dinero de
forma legal. Puedo donar órganos y tejidos estando viva, como un
riñón, un óvulo o médula espinal.
También puedo votar en las elecciones
-aunque mi voto valga tan poco como el tuyo- y referéndum que se
organicen en mi zona. Y al mismo tiempo adquiero el derecho legal a
usar drogas: tabaco y alcohol me las vende el estado. Puedo comprar
tantas botellas de alcohol quiera y necesite para matarme y/o matar a
otros a base de beber. Puedo fumar hasta perder los pulmones.
Puedo
ser una actriz porno o una monja de clausura para el resto de mi
vida. Incluso puedo comprarme una escopeta de dos cañones, munición
suficiente como para una boda y hacer una matanza.
Todas esas cosas permite la ley al haber cumplido 18 años.
Pero hablamos de regular el acceso al
cannabis -de forma legal- y contestáis que tengo que esperar hasta
los 21 años de edad.
Contadme otro cuento... porque no
pienso esperar más.
María Guerrilla.