Las sobredosis de opioides en USA Y Canadá.
¿Por qué USA y Canadá enfrentan la
mayor tasa de muertos por sobredosis de toda su historia? Seguramente
la mayoría de lectores conocían este hecho, a grandes rasgos, ya
que en la prensa, radio y TV se trata este asunto. Pero para quien no
haya oído nada al respecto, vamos a explicar -telegráficamente-
cómo es que en un área del doble de tamaño que Europa, y con un
nivel de vida económicamente superior a la media de nuestro
continente, si tienes menos de 50 años de edad tienes más
probabilidades de morir de sobredosis que de accidente de tráfico,
arma de fuego, cáncer o SIDA.
Las distintas dosis letales de la heroína, el fentanilo, y su análogo más potente: el carfentanil.
¿Cómo y cuándo comenzó este
problema? El inicio de lo que -ahora- ha devenido en la peor epidemia
de sobredosis de la historia, lo podemos situar en torno a los años
90; hace casi 30 años. En aquella época, el tratamiento
farmacológico del dolor (crónico, agudo o terminal) dejaba bastante
que desear, para los pacientes que lo sufrían. Esto se debía a que
la práctica médica, de aquellos años, entendía que sustancias
como la morfina o la heroína, eran drogas que creaban “adicción”
y que, por lo tanto, no se podían utilizar salvo en casos extremos y
se reservaban para tratamiento hospitalario -de cirugía y
post-operatorio- y cuidados paliativos en enfermos terminales. Esta
forma de emplear los mejores analgésicos que la naturaleza puso en
manos del hombre, surgía también de la mentalidad judeo-cristiana,
por la que el dolor es parte de nuestro personal purgatorio, y buscar
alivio para el mismo era de débiles de espíritu. La frase “el
dolor le es grato a Dios” y el hecho de no dar opiáceos u
opioides, salvo a moribundos, resume bien la mentalidad de una gran
mayoría de la población – tanto médica como paciente- de esa
época.

Esas breves líneas escritas como carta al editor, fueron la excusa usada por los nuevos vendedores salvajes de opioides como justificación de que la adicción era un mito, omitiendo cuestiones esenciales.
Unos años antes, en la década de los
80, un par de doctores hicieron una revisión -basada en datos
objetivos- sobre si era cierto que los “narcóticos” (que era
como se denominaba genéricamente a los opiáceos y opioides)
causaban adicción con la facilidad y rapidez con que se había hecho
creer a la gente que eso ocurría, dentro de las campañas de
desinformación farmacológica que acompañan siempre a la pedagogía
social de la “guerra contra las drogas”. Lo que estos doctores
encontraron fue curioso y sorprendente: era falso que el hecho de
tomar narcóticos crease adicción como se había contado. De hecho,
los datos mostraban cómo los pacientes tratados con “narcóticos”
por dolor -bajo control del hospital siempre- no tenían apenas tasas
de adicción, si no existían problemas de adicción previos.
Escribieron una carta a una prestigiosa revista médica, “New
England Journal of Medicine”, contando cómo entre más de 11.000
pacientes a quienes se les habían administrado narcóticos -en
contexto hospitalario o de cuidados dirigidos por un hospital- sólo
4 de ellos habían desarrollado un trastorno adictivo, que pudiera
ser documentado claramente en su inicio. Sólo 1 de cada 2750
personas se convertía en “adicta”, con todo lo que eso
implicaba: ¿era justo estar negándole una correcta medicación
contra el dolor al 99'9% de los pacientes por algo que ocurría a
menos de un 0'1% de casos?
Sin embargo, su bienintencionada carta
fue usada -10 años más tarde- de forma distorsionada para lanzar la
más grande campaña de ventas de fármacos opioides de la historia
de la humanidad. Uno de sus dos autores, ha dicho que “sabiendo lo
que sabe hoy, y la forma en que su texto fue intencionalmente mal
usado, no escribiría esa carta”. Y no es para menos, ya que fue
citada 608 veces en otras tantas publicaciones, el 72% de las
ocasiones para apoyar la afirmación de que “los opioides raramente
provocaban el inicio de una adicción” y en el 80% de los casos,
escondiendo la variable clave: dicho estudio se refería sólo a
pacientes en entorno de control hospitalario. Se omitió ese dato en
4 de cada 5 menciones, y se indujo a creer a los médicos que la
prescripción de opioides, para cualquier tratamiento de dolor, no
derivaba casi nunca en problemas adictivos.
Oxycontin, el producto estrella que desató la peor crisis de sobredosis de la historia: de Purdue Pharma.
La empresa farmacéutica -su exponente
más visible fue Purdue Pharma- entraba en acción con una brutal
campaña de ventas, donde miles de “visitadores farmacéuticos”
fueron entrenados para hacer creer a los médicos que la tasa de
problemas de adicción con los opioides era inferior al 1%, sin más
contexto ni variables. Muchos médicos -animados a recetar un fármaco
que funcionaba bien y, además, te aseguraba la dependencia del
paciente/cliente- no se hicieron de rogar y aceptaron encantados el
flujo de dinero que la prescripción de narcóticos opioides les
proporcionaban; se desdibujaba el límite entre lo que es un médico
prescribiendo, y lo que es un vendedor de droga con capacidad de
surtirse en el mercado legal.
Purdue Pharma, gracias a su producto
estrella “OxyContin” pasó de recibir “unos pocos miles de
millones de dólares” a facturar 31.000 millones de dólares en el
año 2016, y a aumentar aún la facturación en el año 2017 con
35.000 millones de dólares: sus beneficios han crecido al ritmo que
los muertos de sobredosis. Su “OxyContin” presumía de ser eficaz
con el dolor, a lo largo de 12 horas por su liberación prolongada y
patentable, y de contar con una formulación que prevenía el abuso
del fármaco: esto también era falso, ya que para “hackear” su
sistema anti-abuso, bastaba con machacar o romper el comprimido.
Purdue Pharma supo -desde el principio-
que estaba convirtiendo en yonquis a un gran porcentaje de la
población. Ya en el año 2001 fue demandada por el fiscal general de
Connecticut, debido a las altísimas tasas de adicción que estaba
generando el “OxyContin”. Y esa fue sólo la primera de un montón
de demandas, que la compañía siempre se encargaba de solucionar
pagando dinero y firmando un acuerdo de confidencialidad. Hasta que
en 2007 la compañía se declaró culpable, en un acuerdo que incluía
el pago de 600 millones de dólares. Por desgracia, el total de las
cantidades pagadas -entre todas las demandas de varios años- no
alcanza los mil millones de dólares, mientras que la compañía
factura 35 veces más cada ejercicio: tan inútil como intentar parar
una bala de cañón soplando en su contra.
Primera reacción, primer error.
Cuando en la década del 2000 se empezó
a ver claramente que la dispensación “casi descontrolada” de
opioides -en una sociedad donde no puedes beber alcohol hasta los 21
años- causaba serios daños a algunas personas, la primera reacción
fue reducir fuertemente las prescripciones de estas sustancias, en
muchas de las patologías más leves y en los casos menos necesarios.
Pero esto se hizo sin tener un plan para todas esas personas que ya
estaban enganchadas a consumir una sustancia farmacéuticamente
controlada, y a quienes iban a cortar -de golpe- el suministro de esa
sustancia a la que ya eran dependientes (fueran adictos o no). Esa
acción provocó que un gran número de los pacientes a quienes se
los retiraban, no viéndose capaces de enfrentar una desintoxicación
“a pelo” o muy dura, saltaron al mercado negro.
El entorno en que esto sucede, tiene
leyes y realidades distintas a las de España, y resultan clave para
entender todo lo que ocurrió después. A diferencia de nuestro país,
donde puedes conseguir metadona legalmente y sin coste -además de
tratamiento- en menos de 1 semana, allí no existe un sistema público
de atención sanitaria que trate a todo el que lo necesite. Para más
INRI, el hecho de consumir una droga en nuestro país es un derecho
del individuo, mientras que en USA y Canadá el simple hecho de
consumir -aunque sea en tu propia casa- es un delito que te puede
dejar preso. Incluso si estabas tomando drogas con otra persona y
llamas para evitar que muera de una sobredosis: puedes verte
penalmente perseguido.
Todos esos pacientes que se empezaron a
abastecer, a precios muy superiores, en el mercado negro (una
pastilla de “OxyContin” de 80 mg. se pagaba a 80 dólares: 1
dólar por miligramo, 1000 dólares un gramo) eran personas que, en
su mayoría, venían de un mundo respetuoso con la ley. Hasta finales
de los 90, el estereotipo del consumidor -en el mercado negro- no
correspondía con gente que en su mayoría eran blancos, de clase
media socio-económicamente hablando, y sin apenas experiencia como
“yonquis”. La mayoría habían comenzado gracias a su médico,
que se los recetó a ellos -o a un familiar a quien le quitaban
pastillas- pero no tenían experiencia con el lado ilegal de ese
mundo y, por eso, eran el actor más débil dentro de dicha cadena.
Ya no se trataba de jóvenes de color enganchados al crack en barrios
marginales, sino que era todo un nicho nuevo de mercado con padres,
madres e hijos blancos y de clase acomodada. A diferencia del antiguo
estereotipo del “yonqui”, el factor común de este nuevo grupo
era haber contado con seguro médico, y ese era el vector de enganche
a estas sustancias.

Pastillas reales y falsificadas de Oxyconting en el mercado negro, prácticamente indistinguibles.
Cuando fueron arrojados al mercado
negro, quienes pudieran permitirse pagar los elevadísimos precios
para conseguir las mismas pastillas que te daban antes en una
farmacia, seguirían tomando el fármaco de su elección, pero sin
seguridad alguna al respecto (las pastillas más populares se
“clonan” para vender en el mercado negro pero con otros
compuestos desconocidos). Otros vieron desde el principio que,
puestos a mantener una dependencia de opioides, les resultaba más
barato utilizar heroína que cualquier otro compuesto existente, y
saltaron a la heroína del mercado negro. Primero esnifada y
finalmente inyectada, ya que la heroína que mayoritariamente había
en USA es “clorhidrato de heroína”, que se descompone al
intentar fumarse y por ello dicha forma de consumo (a pesar de ser la
más segura) es la menos usada allí.
Los actores no esperados.
La heroína en USA procede mayormente
del denominado “triángulo asiático”, pero desde hacía ya años
en México -cuyo clima sólo permite cultivar cannabis y opio, pero
no coca- se estaba produciendo una heroína rudimentaria con la
amapola cultivada allí. Esta heroína llegaba en dos formas al
mercado de USA, como una tosca goma negra (“black tar”) o como un
polvo marrón (“brown sugar”, o heroína en base libre). Sin
embargo la cantidad producida no es grande, y el producto no es de
alta calidad, por lo que para competir empezaron a añadir fentanilo
a la heroína, aumentando su potencia pero multiplicando enormemente
el riesgo al consumirla, especialmente esnifada o inyectada.
El fentanilo es un opioide sintético
-creado en los años 50 por el grupo del químico Paul Janssen- de
fácil producción y coste mínimo, cuya potencia es 100 veces mayor
que la de la morfina: 10 gramos de fentanilo equivalen a 1 kilo de
morfina. Es el compuesto que hay en los mal-llamados “parches de
morfina”, y su dosis letal para un humano es de tan solo 2 ó 3
miligramos. Mezclando un compuesto de esa potencia con heroína, de
forma artesanal y no controlada farmacéuticamente, las imprecisiones
son mortales y eso es lo ocurrió: el número de sobredosis, que
llevaba años aumentando ya, se disparó hacia arriba como nunca
antes se había visto.
Solo la dosis hace al veneno: dosis letal de heroína vs. fentanilo.
¿Y los que no saltaron a la heroína,
se libraron? Pues tampoco. El fentanilo no era el peor de los
monstruos que iban a aparecer. Otros derivados de la misma molécula,
como era el carfentanilo, tenían 100 veces más potencia: era 10.000
veces más potente que la morfina. Un solo gramo de ese compuesto,
equivalía a 10 kilos de morfina y 5 de heroína, y se vendía
legalmente por menos de 4000 euros cada kilo. Se sintetizaba -bajo
demanda y de forma legal- en China, y te lo enviaban por paquetería
postal. En un paquete de 1 kilo de carfentanilo tienes la potencia
narcótica de 5 toneladas de heroína; lo pagas con tu tarjeta y lo
recibes en tu casa discretamente. Si a eso se añade que una maquina
de troquelar pastillas vale menos de 1000 dólares, cualquier
desaprensivo podía elaborar -en su propia casa- decenas de miles de
pastillas falsificadas. Al precio que se estaban pagando en la calle
y con un número de clientes -en el mercado negro- cada día mayor,
porque sus médicos ya no les atendían, el escenario para la
catástrofe estaba montado.
El ejemplo más icónico de esa
colisión, entre un montón de pacientes entregados al mercado negro
y una serie de nuevas drogas tan increíblemente potentes como
peligrosas y baratas, fue Prince. El músico era dependiente de
opioides, y cuando no los pudo comprar en la farmacia porque su
médico dejó de recetárselos, los compró en la calle. Murió en un
ascensor tirado y solo; allí mismo certificaron el “exitus”. La
autopsia y el registro de su vivienda revelaron que su muerte se
debió a una sobredosis provocada por el fentanilo y/o otros
compuestos análogos, que el cantante ingirió al tomar una pastilla
falsa de “Percocet”, comprada en el mercado negro. Posteriormente
se supo que Prince era dependiente de opioides desde el año 2010,
cuando se sometió a una dolorosa cirugía de la cadera. Si su médico
le hubiera seguido recetando, Prince hoy estaría vivo.
Contad los muertos.
Las muertes por sobredosis en USA han
escalado desde poco más de 6.100 muerte anuales -año 1980- a ser 3
veces más -18.000- en el año 2000, hasta lograr superar cada año
el récord anterior de muertos, acabando con 64.000 personas en 2016
y con 73.000 más en 2017, último año del que hay datos. No se
prevé que la tendencia vaya a modificarse, ya que las medidas que se
están tomando (como recortar aún más las prescripciones legales de
opioides) están provocando que el flujo de pacientes, regalados al
mercado negro más peligroso jamás imaginado, no sólo no cese sino
que aumente.
Las últimas víctimas de estas atroces
políticas de drogas en USA, son los enfermos de dolor crónico
no-oncológico. Estos enfermos -incluyen a la mayoría de veteranos
del ejército de USA con heridas graves o mutilaciones- han visto
cómo sus médicos se niegan repentinamente a recetarles la
medicación que les quitaba el dolor, y que les había estado
recetando durante años y años sin problema. Pasan de eso a
lanzarles -por la fuerza- a una deshabituación no deseada (pasando
por un síndrome de abstinencia) que destroza su calidad de vida,
además de devolverles a un mundo de tremendos dolores por su estado
físico. Muchos de estos enfermos, que además son el tipo de
pacientes que no ofrecen duda sobre el uso que darán al medicamento
(deformidades degenerativas, mutilaciones, tetraplejias por trauma,
etc.), se han visto incapaces de enfrentar la nueva situación y la
retirada forzosa -sin criterio médico que lo justifique- de los
fármacos que estaban siendo efectivos, pero no han acudido al
mercado negro a por heroína: muchos se están suicidando por no
poder hacer frente al dolor.

Para alegría de quienes han
implementado estas nuevas directrices, estas muertes -desesperadas
consecuencias derivadas de la nueva situación- no harán que
aumenten las cifras oficiales por sobredosis de drogas; podrán
sentirse satisfechos de que -estos cadáveres- los vayan a apuntar en
otra lista.