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martes, 18 de abril de 2017

Amsterdam pierde el título de "Meca del Cannabis".

Este texto fue escrito tras una visita (20 años después de la última) a Amsterdam, para encontrarme cómo se había degradado la ciudad en el plano cannábico, cómo se trataba a los fumadores de tabaco como apestados y como se permitía ahora mezclar alcohol y cannabis en nuevos bares que -sin embargo- no podían venderte cannabis, ni permitirte fumar tabaco ni siquiera dentro de tus porros. La yerba no era mala, pero siempre era cara. Bueno, había alguna que sí era mala, y le ponían de nombre "orgánica" y la pagaban igual los pardillos amantes de "lo natural".

Lo cierto en es que cualquier CSC de España, eso que se esconde bajo el modelo asociativo -prostituyéndolo- y donde los "socios" desconocen siquiera lo que es una Asamblea General, hay mayor variedad de marihuana, de hash, así como extracciones tipo BHO o Shatter que en Holanda se consideran "droga dura" directamente (y te piden 200 euros por un gramo y cosas así) así que considerar  Amsterdam "la meca del cannabis" es una bonita mentira nostálgica: la meca del cannabis a día de hoy se llama España, y todos los saben ya.

El texto fue publicado en Cannabis.es, y esperamos que os sirva de aviso para los que tengáis pensando en ir a gastar vuestro dinero allí. ;))

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¿Quién no ha soñado con irse unos días a Amsterdam

¿Qué fumeta no ha deseado nunca ir a ese mágico lugar donde la yerba se vende legalmente -al por menor- y donde la policía no disfruta acosando hostilmente a quien se fuma un porro o toma otras drogas?

Yo creo que todos los amigos del cannabis -de una u otra forma- han idealizado el viaje a esa ciudad, paraíso de la marihuana y ejemplo ofrecido ocasionalmente a seguir para el resto de países como modelo regulador. Seguramente todos hemos argumentado a favor de un modelo de “normalización” como el holandés, a pesar de sus fallos ya que no cubre todo el proceso relativo a la planta y sus derivados sino sólo a su venta al por menor, pero era bastante para el usuario que simplemente compra y consume, se viera fuera del circuito legal de represión mediante prisión o multa. Y sí, es cierto: el modelo holandés es mejor que no tener modelo o que la prohibición a secas, aplicada además con torpeza.
Pero... ¿hasta dónde está dando de sí el modelo holandés? Decía Javier González, en su estupendo análisis sobre “el supremazo” contra los CSC, que el modelo CSC en España era -jurídicamente- un “traje al que se le revientan las costuras”. Pues al traje holandés no es que le vaya mucho mejor, y menos cuando sigue basándose en “hacer la vista gorda” con el mercado negro por un lado, mientras asfixian la parte legal con un modelo ultra-regulador. ¿Suena mal? Pues sienta peor.
Al llegar a Amsterdam, vía Schiphol que es su aeropuerto internacional, lo primero que me llamó la atención (que no había visto en viajes anteriores) al desembarcar del avión fue una “smoking area” dentro del propio aeropuerto, en la zona de seguridad-tránsito. Me llamó la atención porque -aunque estaba “adosada” a una oportuna cafetería- no era un servicio que prestase la cafetería sino el propio aeropuerto. 

Me pareció un detalle inteligente lo de no olvidar que hay bastante gente que fuma tabaco, que no deja de ser una droga adictiva, y que es mejor que haya un lugar donde poder fumar que tener que ver a la gente, en tránsito y esperando horas otro avión, escondida en los servicios para poder echarse un pitillo (una vez que cruzas el control de seguridad, no puedes salir a fumar a ningún lado). Lo que ya me sorprendió más, y no tan agradablemente, es que al salir de cualquier puerta de dicho aeropuerto te indicaban más “smoking areas” que estaban pegadas a las puertas de salida: ¿si estoy en la calle, a cielo abierto, necesito una zona de fumadores para encenderme un cigarro? 





No me quedó nada claro el propósito de esas “smoking areas” pero no le di mucha bola al tema, y agarramos el primer tren hacia Amsterdam Central Station que tuvimos a mano: teníamos ganas de ir a meternos en el fregao del Barrio Rojo y ver cómo estaba la zona, y eso hicimos tras un breve check-in en el hotel.
Llegamos a la entrada del Barrio Rojo en unos minutos, para comprobar (con bastante tristeza y nostalgia) que el Grasshopper -posiblemente el más reconocible y bonito de los coffeeshops para cualquiera que haya visitado la ciudad, por su colocación privilegiada y gran tamaño- había dejado de ser un coffeeshop para convertirse en... un bar para turistas sin nada que ver con el cannabis.
Aunque el Grasshopper era un lugar que tenía un excelente servicio con el cannabis -disponían de microscopios potentes para poder ver el cogollo con extremo lujo de detalles como parte del servicio- y que su calidad siempre fue muy alta, era también uno de los sitios que a la vez tenía los precios más altos. Por eso casi nadie lo tenía como su coffeeshop de referencia, una vez que conocías un poco el lugar. Así que sacudiéndome la nostalgia, tiré calle hacia delante para ir al “Speak Easy” que, también, había sido reconvertido en una especie de bar y en una tienda que hacía dulces: no existía ya. Y metros más adelante, pude ver el coffeeshop donde solía desayunar, totalmente cerrado y en un estado lamentable de conservación: el Baba, otro de los más conocidos coffeeshop del lugar, había muerto también (ya sólo existe como tienda de souvenirs en otro lugar).
Los 3 primeros coffeeshops que intentaba visitar en Amsterdam, y que había conocido durante años en mis viajes allí, habían desaparecido. ¿Qué estaba pasando? 





Quise pensar que sería una mala casualidad y nos zambullimos más en el Barrio Rojo buscando otras opciones, tirando también hacía la zona de clásicos ya bien metidos en los canales del Red Light, como The Bulldog (el original primer coffeeshop de Amsterdam y toda su franquicia actual de tiendas y hoteles).

Vimos algunos lugares que hacían uso de la palabra coffee, que invitaban a pasar a fumar porque tenían una “smoking room” e incluso que te dibujaban hojas de marihuana y te dejaban claro que, allí dentro, podías fumar tu cannabis: muy muy parecidos -solo en apariencia- a un coffeeshop pero sin serlo, porque allí no se venden cannabis y sí cerveza y otros alcoholes. Al final nos decidimos a entrar en un coffeeshop, que aunque nos trataron con amabilidad y corrección, podía inspirar poca confianza a primera vista: un sitio pequeño en el que se veía trasiego de gente constante, pero apenas sin barra (pequeña) y con un par de sitios para sentarse, gestionado por inmigrantes escuchando gangsta rap a toda hostia y viendo combates de artes marciales mixtas en la tele. El material que vendían no debía ser malo, porque no paraba de entrar gente -más residentes que turistas- a pillar. Pero eso de entrar, tomarse un café o un refresco y ver la carta, elegir, hacerte tu canuto y fumártelo tranquilamente charlando con quien te tocase al lado, era algo inexistente: no me extraña porque cada vez son menos acogedores esos lugares.
Pillé un clásico de la zona, Northern Lights, que estaba a “buen precio” si miraba los demás: a 8 euros el gramo cogiendo 2 gramos. Fue mi primer contacto con la nueva carta de precios, que se extendía desde esos 8 euros al gramo hasta los 20 euros el gramo que pedían por el 25% de las variedades con nombres más nuevos. ¿¿20 euros el gramo?? Ya podían ser cogollos de Swarosky para valer eso.
No quise irme sin echar un vistazo al hash, y vi un par que estaban baratos (unos 8 euros el gramo) y decidí llevarme un par de gramos de un hash, afgano de nombre, que dudo que tenga nada que ver con dicho país. Una calidad mucho más baja de que la estoy acostumbrado a fumar en mi propio barrio de ciudad española, a más del doble de precio. 

Pero no era lo único llamativo, porque tenías diferentes hash que oscilaban entre los 20 euros el gramo y los 90 euros el gramo. Sí, 90 euros el gramo de algunas variedades de “supuesto ice-o-lator”. A mí eso de pagar un gramo de hash más caro que un gramo de cocaína, es algo que me supera. Puestos a ver hasta donde había llegado la escalada de precios, pregunté por extracciones tipo BHOWax o Shatter, pero son ilegales (aunque se venden bajo cuerda en algunos lados) para la ley holandesa que las considera “droga dura” (allí siguen con la división de duras/blandas y no parece que se muevan). 

Al final, los encargados del local me facilitaron la dirección de un coffeeshop -y el nombre de la persona- que “tenía extracciones” pero cuyos precios empezaban allá por el infinito, de mucho más de 100 euros el gramo. Llegaron a hablar de 200 euros por gramo de algunas extracciones vendidas, pero que la demanda de dicho producto era entre muy baja y bajísima, quedando prácticamente reservada a los pirados que busquen “la última experiencia con el THC” y sean capaces de soltar 200 euros por un gramo. Con esos precios es normal que consideren que son “drogas duras”, sobre todo para el bolsillo.




Durante los 7 siguientes días, estuve con un buen ritmo de unos 3 o 4 coffeeshop distintos al día, pero lo que vi sólo fue empeorando el panorama. Encontré algunos coffeeshop que vendían “shaken” y que te lo explicaban como que eran los restos que habían ido rompiéndose al manejar los cogollos, pero dadas las cantidades que tenían sumados al estado, olor y apariencia de los mismos restos, parecían cogollos troceados que habían sido “pasados por mallas” para retirar parte de su resina, y la rebaja de precio (unos 2 euros menos que las yerbas medias) no compensaba ni el intento. Encontré el añorado “skuff”, que es una especie de hash hecho con restos de Super-Skunk prensados y que tiene un color verde claro, pero a un precio que era más de 5 veces superior a lo que había pagado por él en otras ocasiones y pasé de pagar semejantes precios.
También es cierto que encontré, en una yerba de 16 euros el gramo (no lo más caro del menú; el precio de una buena variedad “cheese” que ahora es moda allí como lo fueran hace décadas el Skunk y derivadas) de la que me dieron un cogollo que, aparte de que me causó tos hasta hacerme un desgarro muscular, era lo más lleno de resina que he visto en mucho tiempo, por dentro y por fuera. Realmente ese sí que parecía una pieza de cristal de Swarosky en sus tricomas, tanto que le perdoné la vida esa noche, y me lo fui fumando con calma a lo largo de mi estancia. Y no era “lo más caro” pero era sin duda lo mejor que he visto esta ocasión: realmente una excepción, esa en que te toca el cogollo perfecto. También vi mucha “mariwarra” que pretendían que pagases a 14 euros el gramo porque era bio-orgánica, o porque era una thai de exterior, o por cualquier otra presunta razón pero “mariwarra”. Y lo que no vi, en general, es una cultura del cannabis ni entre sus propios “profesionales”.
Tuve la suerte de toparme -una noche al volver de un museo- con un coffeeshop llamado Utopia, que fue el primer coffeeshop donde estuvimos realmente a gusto. Ninguna yerba superaba unos razonables 14 euros y eran todas primeras calidades, indicas y sativas. Pero sobre todo, la música no estaba puesta para echarte -la chica que regentaba el local en fines de semana tenía un gran gusto musical, nada estridente- ni te obligaban a encerrarte en una sala aparte -he estado en fumaderos de crack con mejor presencia que muchas de esas salas- si querías fumarte tu porro con tabaco. No es una exageración, ahora a los coffeeshops les están apretando las clavijas -a base de multas cuantiosas y sanciones que incluyen el cierre pero por permitir fumar tabaco en los porros. Incluso en esos cafés, que sin ser coffeeshop te permiten fumar cannabis, te ponen encima de la mesa una mezcla herbal para que no uses tabaco, porque está prohibido. Suena un poco a que el regulador ha perdido el norte: ¿me puedo fumar aquí un canuto de marihuana, pero le meten 3000 euros de multa al local si me lo hago con un cigarro? Vale que puedas aspirar a un lugar libre de humos, pero eso de perseguir el tabaco donde está permitido fumar cannabis, me parece otro ejemplo de ultra-regulación asesina.

Ese tema fue el inicio de la excelente conversación que tuve con la chica que llevaba el Utopia, y en el que me contó que estaban sobreviviendo como podían, diezmados por nuevas regulaciones que impedían nuevas aperturas, forzaban mayores cierres, restringían horarios y con un permiso para seguir funcionando por 6 meses más, que esperan -por costumbre- que se alargue. Pero el supremo de dicho país ya ha dicho que eso de venderle drogas a los turistas, no. Que las drogas sólo para los residentes en el país, y aunque la norma -de momento- no se aplica en Amsterdam, es otra espada de Damocles colgando sobre los coffeeshop, que van cerrando por distintas razones (forzosas por nuevas regulaciones locales o económicas por asfixia impositiva) y que no se volverán a abrir. 




La opinión más sólida que escuché sobre la situación, fue que el gobierno seguirá dando prorrogas hasta que llegue una legalización regulada, que permitirá cultivar solo unas determinadas variedades con control estatal, como en el tabaco. Un modelo estanco que ya auguran que no funcionará, porque esa restricción de variedades, posiblemente basadas en la potencia medida en THC, aumentará el mercado negro ya alimentado -por los propios residentes- debido a los excesivos precios finales que fuerza “el modelo holandés”.
Lo que más gratamente me sorprendió de lo visto es que, a pesar de los abusivos precios del cannabis allí, por más que busqué en los distintos smart-shops el menor rastro de cannabinoides sintéticos, e incluso pregunté insistentemente a varios dependientes y dueños que se prestaban a la charla, no pude encontrar nada. Y sólo una persona -en una de esas tiendas de “otras drogas legales”- conocía algo de lo que le estaba hablando, y le sonaba de UK pero no de Holanda.
Ni rastro de la marihuana sintética con sus tremendos riesgos para la salud: el cannabis sigue siendo la mejor barrera de salud público contra esas drogas, incluso pagando 10 euros por cada porro que te vas a fumar.



martes, 16 de febrero de 2016

Lemmy y Motörhead: speed hecho música.


Este texto fue publicado en el portal Cannabis.es tras la muerte del ícono del rock, y aquí lo traemos a modo de homenaje personal. Nos caía bien Lemmy. Un tipo claro.

Esperamos que os guste.

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Lemmy: la anfetamina se hizo música.


Hace unos pocos días, el 28 de diciembre como si fuera una inocentada, el mundo recibía la noticia: Lemmy ha muerto. 

¿Y quién es Lemmy? Lemmy es Dios.

¿Cómo contar esta historia a quien, por razones de edad, no ha conocido al padrino del rock más sucio que surgió de nuestro planeta? Para alguien como yo, ya en los cuarenta-y-tantos, es difícil imaginar a alguien que le guste la música moderna y no sepa quien era Lemmy.




Lemmy Kilmister era el cantante, bajista y alma de Motörhead, pero eso no es decir mucho para quien no ha puesto sus orejas a planchar bajo la apisonadora musical que creó. Lemmy, Ian Fraser Kilmister de nombre oficial, nace en el Reino Unido el día de Nochebuena de 1945 aunque su vida no estuvo precisamente iluminada por felices estrellas. 

A los 3 meses de nacer, su padre que era un piloto de la fuerza aérea se pira y les abandona a él y a su madre. Ella se casa con un jugador de fútbol 10 años después, y entran en la familia dos nuevos hijos de un anterior matrimonio del padrastro, con los que Lemmy no consigue llevarse bien. Se mudan a vivir a Gales, época de la que Lemmy comentó -con su sarcasmo habitual- que “aunque no era nada agradable ser el único chico inglés entre 700 chicos galeses, aquello tuvo su gracia desde el punto de vista antropológico”.

Hechos así fueron conformando el carácter del chico, que antes de los 16 había abandonado la escuela y despuntaba mostrando sus propias aficiones: el juego, las mujeres y el rock'n'roll incipiente de la época. A los 17 años ya había causado su primer embarazo: un hijo que fue dado en adopción por la madre y que, cuando se re-encontraron años después, “le faltó coraje para decirle qué mal tipo era su padre” según contaba Lemmy. 


Hasta qué punto le iba el vicio, que su apodo como Lemmy es una contracción de las palabras “lend me” o “préstame” en castellano, de tanto que las usaba para pedir pasta. Entonces Lemmy ya tocaba la guitarra y procuraba asistir a tantos conciertos como podía, viendo a los primeros Beatles entre otros y tocando además en varios grupos. El germen de la leyenda estaba ya sobre tierra fértil.



A los 21 se muda a Londres para poder seguir avanzando en la música, y aterriza en el piso de su amigo Neville que era el mánager de Jimi Hendrix y que vivía con el bajista del grupo, así que acabó de roadie con Hendrix, embarcado en años de consumo salvaje de LSD. De esa época contaba que no podía hacer dos noches seguidas de trabajo sin dos dosis dobles -de la época- de ácido. 




Por entonces recibió un gran botín de LSD de las manos del propio Hendrix: lo habían llevado a USA mientras era todavía legal y resultó ilegalizado mientras ellos se encontraban allí, así que Jimi se lo dio todo para que se deshiciera de él y no acabar en el talego. Jimi Hendrix, al lado de Lemmy, era un tipo sensato. Lemmy, como era de esperar, no le hizo caso y se quedó todo el ácido para meterse en la más salvaje psiquedelia hasta el año 1975 desde ese momento.

En 1971, ya nadando en ácido, alcohol y sexo, es reclutado por la banda de rock psiquedélico Hawkwind, con quien graba y toca hasta el año 1975. Lemmy no tenía ni idea de tocar el bajo -él tocaba la guitarra hasta ese momento- cuando le llaman para tocar justo antes de una actuación benéfica. Eso tuvo que ver en su distintiva forma de enfrentar el instrumento: en lugar de lineas melódicas simples él usaba el bajo como una guitarra, dando acordes a modo casi de guitarra rítmica. Y todo estaba ya preparado para que se produjera el nacimiento de la más sucia, macarra y germinal banda de rock de todos los tiempos.




En plena gira con Hawkwind, Lemmy es arrestado en la frontera entre USA y Canadá, acusado de tenencia de cocaína. Los del grupo -eran bastante snobs y sólo miraban bien a quienes tomaban “drogas orgánicas”- pasaron de él y no le esperaron. Le liberaron días después sin cargos, porque no era cocaína aquellos polvos blancos, sino anfetamina: la nueva gran amante de Lemmy. 

Por suerte para él las leyes sobre la anfetamina, en aquellos años, eran mucho menos beligerantes que sobre otras drogas: el producto se anunciaba en revistas y se vendía legalmente como churros. Puesto de patitas en la calle tras esa detención, sin grupo en el que tocar, y con una bolsa de anfetamina como compañera tras haberse tomado todo el ácido que Jimi Hendrix no se tomó... ¿qué mejor que montar una banda de rock de verdad y dejarse de mariconadas? Ahí nacía Motörhead.

Para entonces, Lemmy era un tipo feo -muy feo- con unas largas patillas que nunca se quitó, con un par de grandes verrugas en un lado de su cara más una voz gutural y rota cuyo expediente no dejaba lugar a dudas: era lo que entonces se consideraba un peligro público. Si a eso le añades una desmesurada pasión por la parafernalia nazi que llevaba en sus ropas y actuaciones -no se cambiaba de ropa para subir a tocar, era como vestía- y estar siempre entre mujeres “de mala vida y buenas manos” pues la verdad es que el hombre lo tenía todo. Era el año de 1975 y teníamos ya la encarnación del “chico malo del rock”: había nacido un ícono estético para muchas generaciones venideras.

Su actitud irrespetuosa con las normas y autoridades le hizo querer llamar al grupo “Bastards” pero los consejos de un mánager le hicieron ver que con ese nombre, las emisoras de radio inglesas no podrían seguramente emitirles. Era el año 75 y llamarse “los hijos de puta” no sonaba bien. Así que Lemmy aceptó y cambió a Motörhead, que era el nombre de la última canción que compuso para el anterior grupo.

¿Qué era Motörhead? Motörhead era anfetamina en esencia. Era un termino en slang que usaban para referirse a los consumidores de esta droga y, cómo no, esa era la droga que servía de vínculo de unión psicoactivo del grupo. Cuando a Lemmy se le preguntó sobre por qué consumía anfetamina y no otra droga como elección principal, él contestó que era por pura necesidad ya que era la única que podía hacerte subir a un escenario a tocar tras 9 horas de viaje en una furgoneta.

¿Cómo sonaban? Pues supongo que cada uno tendrá una descripción, pero para mí era como un bloque enorme de hormigón entrándote por la oreja, compacto, áspero, sin concesiones. Podían ser más punkies que los Sex Pistols -aprendices del lado salvaje- y más macarras que nadie sobre el escenario, aunque Lemmy siempre dijo que ellos eran “una banda de rock'n'roll, la más guarra, pero rock'n'roll”. No dejaba de ser cierto, hacían rock'n'roll con un bajo saturando amplificadores y distorsión hasta dar miedo. Y realmente lo daban, tanto que mucha gente no quería contratarlos en el circuito de música en directo por su fama, que hacía honor a la realidad: música escrita con alcohol y anfetaminas para ser disfrutada de una forma similar.


Como es de esperar, este uso inmoderado de drogas reflejaba personalidades con menos moderación aún. Esas cosas, en un grupo de música, suelen acabar saltando por los aires y eso provocó infinitos cambios de formación en que sólo Lemmy sobrevivía y, además, se follaba a las novias de los que echaba o le dejaban. No se andaba nunca con tonterías y desconocía el significado de la palabra “cortesía” -excepto con las damas- diciendo siempre lo que pensaba y eso no todo el mundo lo llevaba bien. 

El grupo sobrevivía entre sus propias tensiones, broncas y peleas que acababan saldándose con músicos heridos, huesos rotos y gente tocando sobre el escenario con una escayola en una silla. Pero Motörhead eran unos albañiles de la música y si no tocaban no tenían pasta, llegando a pasarlas putas muchas veces, así que había que seguir: siempre.




De esta guisa llegaron a la explosión de su popularidad con el soberbio “Ace of Spades” -una canción dedicada al vicio de los juegos de azar- que sonaba como una jodida ametralladora pasada de speed disparándote al oído uno de los riffs más reconocibles de la historia del rock, y que ha sido versionada como tributo por una lista interminable de músicos. 

De hecho, para muchos, es el tema germinal de lo que es el thrash y el speed metal para toda una generación. Gente como Metallica o Anthrax han reconocido que ellos no existirían -al menos como los hemos conocido- sin la existencia de Lemmy y su Motörhead. Poco después -Motörhead era capaz de sacar dos discos por año cuando se lo proponía- publicaron “Killed by Death” siendo otro de los grandes himnos del grupo. El vídeo de esta canción se convirtió en una recopilación de clichés sobre el heavy (donde eran encasillados por la mayoría) en el que Lemmy encarnaba el prototipo: rockero de gafas de sol, con moto y pintas de macarra, atraviesa con la moto la pared de la casa de unos padres moñas viendo la tele para llevarse a su hija rubia, heavy y con buenas tetas, mientras les hace una peineta para poco después morir a balazos asesinado por la policía y resucitar de su propia tumba, cabalgando su moto.




La imagen icónica de Lemmy ha tenido cabida en numerosos cameos en cine y televisión, incluido un divertido programa infantil inglés -con niños que no pasaban de los 10 años- al que acudió toda la banda y se puede ver a una manada de niños meneando las cabezas al ritmo de la música del grupo. También apareció como personaje principal en un videojuego llamado Motörhead, para las plataformas Amiga y Commodore, y en otros posteriormente. Ya era una leyenda viva cuando hizo un cameo en la película “Airheads” en la que, además, se produce el mítico diálogo que los incombustibles fans de Lemmy conocen a la perfección:

  • ¿Quién ganaría en un combate de lucha libre, Lemmy o Dios?
  • ¡Lemmy!
  • ¡¡MEEEEEEEC!!
  • ¿Dios...?
  • Error. Pregunta trampa, soplapollas: ¡¡Lemmy es Dios!!



Lemmy usó a placer todas las drogas que tuvo a su alcance menos la heroína, droga con la que siempre mantuvo una mala relación personal: el gran amor de su vida fue una bailarina que encontró muerta en la bañera de casa con una sobredosis de caballo (valga la redundancia). Nunca entendió el consumo de heroína porque asumía (nunca la probó) que era “algo tan tan tan bueno que no permitía tener control sobre ello, llevando a la gente a perder sus propias vidas”. Pero nunca moralizó con el asunto, ya que él nadaba entre otras drogas duras como el alcohol, que quitaba y quita muchas más vidas.




A lo largo de su carrera acabó cristalizando en una leyenda viva, que conseguía sorprender a gente tan capeada como Ozzy Osbourne, que acababan reconociendo que nunca habían tenido delante a nadie igual y que era tal y como se veía, y que los peores “rebeldes” del rock a su lado era unos jodidos aprendices. O Dave Grohl de Nirvana y Foo Fighters, quien decía que “ni siquiera Keith Richards se acerca a lo que Lemmy es”

Ya mudado a vivir a Los Ángeles, por cuestiones de interés musical, Lemmy vivió en un apartamento pequeño y lleno de desorden (su desorden) entre parafernalia nazi y libros (pocos conocieron el lado culto que tenía con una profunda visión de los problemas sociales y de carácter histórico). Se le criticó algunas veces por esa estética que algunos acusaban de apologética del nazismo, pero Lemmy no se escondía -por supuesto no era de ideología nazi- y lo tenía muy claro: “¿si mi novia negra no tiene problema por ello, qué tienes tú que decir? Es cierto que me gustan los uniformes y tengo que reconocer que 'los malos' siempre los han tenido mejores”. Punto pelota.

Nunca llegó a casarse y a formar una familia, ni lo pretendió. Sabía que aquello no era para él y que una mujer esperaba que su marido no anduviera por ahí zorreando con otras, y que justamente era eso lo que él sabía hacer mejor: zorrear día y noche. Desde luego Lemmy derrochaba carisma, y siendo el tipo más feo en la escena musical, estaba siempre en una excelente compañía femenina que es motivo de leyenda por el gran número de mujeres con las que había tenido relaciones. Era inexplicable cómo modelos de portadas de primeras revistas pasaban por sus brazos. Y lo mejor es que no era una pose de estrella del rock: las strippers de Los Ángeles se jactaban de que dormía en sus camas como si se hubieran acostado con el mismísimo Jesucristo.

Y de esta forma llegó a una “madurez” que le exigió ir echando un poco el freno. Pero como decía Ozzy Osbourne, “eso de no fumar, ni beber, ni tener mala vida no se escribió para Lemmy”. En forma de diabetes la vida le dijo a los 60 años que tenía que moderarse, a lo que Lemmy respondió abandonando el Jack Daniels con Coca-Cola para cambiarlo por el vodka con zumo de naranja: no se puede frenar a una locomotora como ésa. 

Redujo su consumo de anfetamina, aunque no lo eliminó del todo, ya que estaba íntimamente ligado a lo que era y a su trabajo: subir a un escenario a descargar el infierno hecho música. Nunca pensó en retirarse, y nadie de su entorno pensó que eso ocurriría jamás. ¿Lemmy jubilarse? Eso simplemente no es posible, como decía el batería de Metallica. Fumador, bebedor, mujeriego de mala vida y vividor de noche, nunca se quiso cambiar de su apartamento, insuficiente para todo lo allí había, y cuando sus amigos le preguntaban siempre contestaba: “no sé conducir, así que si me mudo a otro lado... ¿cómo voy a ir hasta el bar?”




El bar no era otra cosa que su segunda casa: el Whiskey A Go Go, un mítico bar de Hollywood en el que Lemmy estaba cuando no estaba tocando, follando, durmiendo o jugando al poker. Y allí, en un local donde no caben más de 250 personas, le dieron una fiesta -once días anticipada a su cumpleaños- en la que por primera vez, Lemmy no subió al escenario a tocar con aquellos que se reunían -algunas estrellas del rock volando desde fuera del continente expresamente para acudir- a rendirle tributo y pudo disfrutar de la música que tocaron para él, sin tener que soportar cámaras o miradas de nadie y siendo uno más en el bar con sus colegas. ¿Y quién se acercó a su última fiesta de cumpleaños a cantarle unas canciones?

Gente como Slash de Guns'n'roses o Scott Ian de Anthrax, Steve Jones de los propios Sex Pistols o el que es considerado el mejor guitarrista del mundo, Steve Vai, estaban allí para darlo todo en la fiesta de cumpleaños de su amigo Lemmy: el padrino del rock. Una increíble fiesta para solamente 250 personas como forma de festejar -entre amigos- el que sería su 70 cumpleaños. No puedo evitar pensar que si hay una fiesta en la que hubiera vendido a mis hijos como carne picada para poder estar en ella, sería esa fiesta y no ninguna otra. 

Unos días después, mientras jugaba a su videojuego favorito, moría en su sillón tras haberle sido diagnosticada -dos días antes- una forma extremadamente agresiva de cáncer.

Entonces... ¿Dios ha muerto?

Esta mañana, cuando me he levantado, no he podido evitar sentir un escalofrío cuando he leído que, desde hacía unas horas, el mítico “Ace of Spades” había entrado de golpe en el “top ten” británico, superando lo que fue su mayor puesto conseguido en los años 80.




Y es que Lemmy no ha muerto, 
Lemmy vive ya para siempre.





lunes, 3 de noviembre de 2014

Las edades de María

Este texto fue publicado en la Revista Yerba.
Esperamos que os guste.

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Las edades de María.



No sé tu edad, pero seguro que mucho de lo que te voy a contar te resulta familiar.
Me llamo María y soy una chica nacida en una ciudad española hace 18 años.



No recuerdo demasiado de mis primeros meses o años de vida, pero me han dicho que tras nacer tuve mi primer acto social: me inscribieron en un registro para certificar que había nacido y me pusieron nombre. Me asignaron, sin preguntarme, los apellidos de quienes decían ser mi padre y mi madre.

Unos días después, según he visto en fotos sobre papel -viejas costumbres que desaparecen- que han guardado en mi casa, se juntó toda mi familia -que realmente eran las dos familias de mis padres- a comer, tras hacer un ritual conmigo y echarme agua fría por la cabeza, con ayuda de un señor con sotana, encima de una pila. Lo llamaban bautizo, pero realmente el nombre debía ser festejo taurino porque se lo pasaron todos bien excepto yo, la toreada. ¡Menos mal que se reunían por mí! Con ese rito, y con menos de 1 año de edad, pasé a formar parte del grupo estadístico de los católicos, también sin preguntarme, aunque me aseguran que mis padres y padrinos respondían por mí.



A los 4 años empecé a ir a la guardería, y no me lo pasaba mal. Fueron los primeros momentos en que me pude zafar de la constante mirada de mis padres y tuve el placer de conocer a un grupo de chicas -como de la edad de nuestras madres o algo más jóvenes- a las que llamábamos “seño” (de señorita) y eran “la autoridad” que decidían cuándo podíamos ir al servicio y cuándo teníamos que sacarle el lápiz de la oreja a nuestro compañero de mesa.

A los 6 años la cosa se puso peor. Empecé a ir a la escuela, que era como una guardería donde las “seño” eran más mayores y mucho más desagradables. Encima me separaron de los chicos y me pusieron en una clase llena de chicas, a mí sola. Ya no tenía a mi compañero para meterle el lápiz por la oreja. Pero nos enseñaron a escribir con caligrafía exquisita y a sumar sin calculadora y a hacer manualidades y divisiones con decimales y a tocar la flauta y la lista de los ríos de España y la física elemental y la reproducción asexual... entre otras muchas cosas que no he vuelto a usar.



Cuando tenía 8 años, en mi clase se empezó a hablar de “la primera comunión”. Yo no tenía muy claro de qué iba aquello, excepto que era como un bautizo -festejo taurino familiar- pero que en esta ocasión te compraban ropa rara y te hacían regalos. Había una segunda parte que decía algo de que un cura te metía una cosa en la boca y tenías que tragártela, pero parecía cosa menor. Así que me apunté en la lista de las que queríamos hacer “la primera comunión”. Me alegré de tener 8 años, porque entonces me pude enterar de que la Santa Madre Iglesia entiende que por debajo de los 7 años de edad, no sabemos razonar, y no nos deja ir a esa fiesta. Llevaba años engañando a esos mamones y no lo sabía ni yo: estaba hecha una campeona. Al final me dieron una hostia, pero al menos yo también estaba en la fiesta.



Según iba creciendo, iba ganando en derechos. La cosa no pintaba tan mal al fin y al cabo ¿no?
Y en el recreo, cuando teníamos 10 años eramos, las que mejor nos lo pasábamos. Hasta que llegó lo de la pubertad: se nos despertaron las hormonas. Eso significó mucho para mí cuando un día a mis 11 años me vi sangrando en las bragas al levantarme por la mañana. Mi madre, al ver lo que había pasado, me dijo que ya era una mujer.
Ni que hubiera sido un cienpies hasta ese puto día.



No se me olvida porque -además del numerito que montaron en mi casa- desde ese maldito día me duelen los ovarios todos los jodidos meses. Pues claro que era una mujer, coño!! Y ya tenía la regla, ya usaba compresas y años después tampones. No veas qué precios, artículos de lujo para no desangrarte por la pata abajo. ¡Ah! Y me llevaron al médico para que lo certificase -y por si era otra cosa, supongo- y les dio un papel que decía: MENARQUÍA. Lo sé porque he visto el papel por casa alguna vez y creo que mi madre lo guardaba porque “le sonaba bonito como monarquía”.

A los 12 años acabamos la escuela y nos tocó irnos al instituto, en este caso, ya nos volvieron a juntar a las chicas con los chicos, pero siendo sincera les encontré muy cambiados desde la última vez que me había fijado. Estaban como más grandes, distintos... no te daban ganas de meterles un lápiz por la oreja. Era una sensación extraña que durante un tiempo no supe identificar. Ellos tampoco es que se comportasen igual: parecían ignorarnos abiertamente pero prestarnos atención a escondidas. Y a casi todos les estaban saliendo unas espinillas enormes.

Entonces a los 13 años mi vida cambió: conocí al capullo de mi primer novio. ¿Dónde? En el instituto. Era de la clase del siguiente curso. Al principio ni me gustaba. Era uno más del grupo con el que nos juntábamos en los parques a las afueras del centro la chicas del grupo, también conocidas entonces como “mis mejores amigas”. Y ya que algunas de mis amigas comenzaron a salir con algunos chicos de ese grupo, pues tuvimos que echar un vistazo a lo que había libre y emparejarnos, como en un baile desesperado por no quedarte mirando y sin pillar cacho.




Se llamaba Antonio. Toño para los amigos y Toñito para su madre. Yo le llamaba de muchas formas: a veces bien y a veces mal. Pero con el tiempo -en un par de meses- me había hecho con su control absoluto. Se le manejaba bastante bien y ciertamente, cuando quería era adorable. Para las fiesta del instituto ya me había pedido salir y eramos novios, oficialmente. Eso abría muchas cuestiones que había que ir explorando, como lo de besarse sin babearse demasiado o como lo de recordar que aunque las gafas son transparentes, existen físicamente.

En esa época comenzábamos a salir “en parejitas”. Era una forma como cualquier otra de poder irse a un parque, tirarse en la hierba, y pasarte la tarde retozando con tu novio... sin tener al resto de solteros del grupo mirándote con una erección o a las amigas desemparejadas insistiéndote para que os fuerais juntas a algún otro lado, siempre sin tu novio, porque no les salía de las narices dejarte disfrutar si ellas no podían hacerlo con otro chico. Al final era la solución, a primera hora salíamos las parejitas, y luego nos juntábamos con el resto del grupo y salíamos en manada.

Ahora que lo recuerdo, eramos como máquinas de producir cambios de ánimo a base de hormonas. Las teníamos todas alteradas, tanto como los chicos. Lo suyo ya no se podía disimular: los cambios de voz, la aparición de la nuez, el estirón, y pelos por todos los lados. Por no mencionar lo salidos que estaban. No es que a nosotras no nos importase el sexo o que no nos afectasen las hormonas, pero todo eso ocurría de forma “ligeramente” distinta a la de los chicos.

Tenía 14 años, y Toño 15, cuando en unos días festivos, que no teníamos clase, ocurrió “el incidente”. En el barrio habían organizado una salida para padres y gente más mayor aprovechando los dos días extra que había como festivos. Unas cuantas de nosotras nos quedábamos solas en nuestras casas. Yo era una de ellas. Y quería aprovecharlo. Había organizado una fiesta en la noche para nuestro grupo habitual, con todas las botellas que no debía haber en una casa llena de menores. Pero Toño y yo teníamos planes extra.

Él llevaba casi un par de meses dejando caer alusiones a “hacer el amor”. Parecía otro. Antes decía follar, echar un polvo y cosas así. Pero no, ahora decía “hacer el amor”. Y hasta sonaba creíble cuando lo decía. En fin, la cosa es que a mí me picaba el gusanillo más que a él sobre lo del coito, porque sexo -aunque fuera sin penetración- habíamos tenido ya, y a mí lo único que me molestaba del asunto es que no me sentía cómoda en sitios donde podía ser observada, y hasta ese momento, no habíamos tenido una casa para nosotros solos. Seguro que recuerdas la primera vez que te paso a ti... ¿a que sí? A mí no se me olvidará jamás.



Como ya habíamos recibido nociones de educación sexual, al menos sabíamos lo que era un preservativo. No nos habíamos enterado de mucho más en las clases de educación sexual que nos dieron en una semana en el instituto. Vino un cura a hablar de los aspectos morales del sexo y dijo que masturbarse era pecado porque el hombre esparcía la semilla de la vida con su esperma y que esa semilla era sagrada. Yo levanté la mano y pregunté si entonces las mujeres podían masturbarse porque no expulsaba óvulos al hacerlo. El cura se puso de muchos colores y me echaron de clase, no recuerdo con qué excusa. Me quedé sin saber. Pero al menos nos habían hecho colocar, a todas y todos, un preservativo en un pene de plástico para tal uso, para que supiéramos hacerlo cuando tuviéramos uno en las manos: teníamos experiencia.

La cosa es que la ocasión la pintan calva. Así que decidimos que ese día, que no habría nadie en mi casa, era un buen momento para “la primera vez”. También estaba libre su casa, pero por eso de jugar en un terreno conocido, preferí quedarme en la mía. Mal hecho.



Toño se encargaba de comprar los preservativos -o de robarlos en un supermercado, a mí me daba igual- y yo pedí consejo a mis mejores amigas. Siempre con nuestros secretos más ocultos, comentamos la jugada y lo que sabíamos de la famosa “primera vez”. Dos del grupo ya lo hacían con sus novios y otras estaban planteándoselo. No parecía algo tan descabellado ni tan grave si no había embarazos. Esa era la gran preocupación de todas: los embarazos no deseados, mucho más que las enfermedades de transmisión sexual.

Todo preparado para el gran momento, la casa vacía, la nevera llena, la cama enorme, tu chico, tú, y una caja de 24 preservativos y tus padres a 500 kms. 

Y llegó la primera vez. Y la segunda. Y la tercera. Íbamos por la cuarta vez y estaba yo subida encima de él cuando nos percatamos de que había un montón de policías en la habitación... ¿qué pasaba? Una preocupada “amiga” había contado a su madre mis planes y su madre había llamado a la policía diciendo que una menor de edad estaba siendo violada aprovechándose de que sus padres no estaban en casa. 



La policía reaccionó y al llegar al domicilio, no escucharon más que la música a todo volumen -eso quise creer siempre- y tiraron la puerta. La verdad es que yo ni me enteré hasta que vi a un tío mirándome con una pistola en la mano y empecé a gritar, pero viendo la cara de susto que puso con mi grito vi que no era peligroso.

La cosa es que a Toño se lo llevaron detenido hasta comprobar que tenía 15 años y que yo tenía 14, por lo que si la relación sexual era consentida, no existía violación ni delito de ninguna clase, excepto por la cantidad de botellas de alcohol que había en la casa. 

Y era obvio que había sido consentida, al menos por mí, porque él estaba debajo cuando entraron a salvarme a la habitación de mis padres. A mis viejos les sentó un poco mal, me pusieron una lista de castigos tan larga que a día de hoy no he acabado de leerme. Pero me enteré gracias a eso que la edad legal para tener sexo en España es de 13 años: ¿llevaba un año de retraso y encima se enfadaban?

Mis padres intentaron separarnos y la situación se volvió muy tensa. Ninguno de los dos queríamos separarnos del otro en aquella época -cómo cambian las cosas- y hasta consulté a un abogado qué trámites teníamos que seguir para poder casarnos -la locura de la edad, amigas- y así poder mandar sobre nuestras vidas sin que nuestros padres tuvieran nada que decir, porque creía -esta vez acertadamente- que el matrimonio rompía los vínculos legales con los padres.

El abogado me explicó amablemente -no me cobró, tampoco tenía para pagarle- que la ley permite a los mayores de 14 años de edad, como yo en ese momento, casarse con el permiso especial de un juez de primera instancia, pero que al ser menor de edad no emancipada, en la consideración del juez entrarían también -además de mis argumentos- las consideraciones de mis padres y de los de Toño. Me vi sumergida hasta el fondo en un mundo de adultos, que entre adultos decidían lo que podíamos o no sentir y hacer: mal asunto. Aunque hoy día me alegro de no haberme casado a esa edad, pero es posible que de haber sido más sencillo, lo hubiera hecho como forma de huir del control parental.



Pregunté al abogado qué más derechos tenía a los 14 años, y me dijo que a hacer testamento, pero ante notario, porque hasta que no cumpliera los 18 años, el testamento ológrafo no tenía validez.
¿Pero esto qué es? ¿Qué tenían los 18 años que no tuvieran los 14 años para poder escribir mis últimas voluntades de mi puño y letra? No entendía nada. Pero me quedó claro que iba a estar sometida al dominio de mis padres unos años más.

También me indicó que mi mejor opción era esperar a los 16 años de edad y solicitar la emancipación ante un juez, trámite mucho más fácil de lograr que una boda de menores de edad contra la voluntad de los padres. Esperar, esperar, esperar.... siempre esperar.

Ese verano, con 15 años, mis padres me llevaron lejos para que me olvidase de Toño y me compraron una motocicleta. Funcionó. Me olvidé de Toño y comencé a salir con Germán, que estaba mucho mejor y tenía 17 años. Por supuesto que cuando tienes vehículo resulta más fácil tener relaciones... en el campo, porque encima de una motocicleta no lo hace ni el cantante de Obús. Ya tenía edad legal para ir a 60 km/hora por la carretera comarcal: era casi libre!!

Lo de los condones era un tema que teníamos controlado, pero había ocasiones en que no había uno a mano, y recurríamos a métodos nada fiables, como “la marcha atrás”, en ocasiones aderezados con el uso de la “píldora del día después” que podía obtener con una receta médica -sin ella también- y sin conocimiento de tus padres. Hasta que ocurrió lo inevitable: una amiga de 16 años se quedó embarazada. Realmente no sabía con exactitud quién podía ser el padre porque había tenido varias relaciones en esas fechas y no quería ser madre. Era un embarazo no deseado en toda regla.



Nos temimos lo peor, que sus padres la echasen de casa, que no la volvieran a hablar, que no la volvieran a mirar de la misma forma. Pasamos por nuestras cabezas todos los miedos posibles en la forma del rechazo de tus seres queridos. La verdad es que sus padres no animaban a la confidencia, a contarles el problema, y ella quería solucionarlo sin hacer demasiado ruido y rápido.

Yo pensaba que una menor de edad no podría acceder a una clínica y practicarse un aborto sin que los padres o un juez autorizase ese procedimiento, pero no es así. Cualquier mujer de más de 16 años de edad en España -todavía a día de hoy- recibe la aplicación del régimen general para mayores de edad a la hora de autorizar un aborto, sin necesidad de informar a sus padres.

Me costaba un poco creerlo pues semanas antes yo había querido hacerme un piercing en el ombligo y en la tienda me exigieron un permiso firmado por mis padres o ser mayor de edad, y por muy peligroso que sea hacerse un piercing en el ombligo, no creo que se acerque al hecho de enfrentar un aborto, a nivel físico y psíquico. 




Así que yo no podía hacerme un piercing pero mi amiga sí podía abortar con 16 años, sin que se enterasen sus padres, y era sólo cuestión de dinero. Entre varias amigas ayudamos a recaudar el dinero necesario y la acompañamos a la clínica, donde tuvo lugar el procedimiento. Sigo diciendo que me dan menos miedo los piercings que los abortos.

A trancas y barrancas he llegado hasta aquí, a mis 18 años.
Ya tengo mayoría de edad legal. Ahora ya tengo todos los derechos y todas las obligaciones de cualquier otra ciudadana.

Puedo trabajar -si encontrase trabajo- porque la ley me lo permite, aunque hubiera podido antes con ciertos permisos especiales. Puedo conducir un camión -si me saco el carnet correspondiente- por la carretera, de varias toneladas tal vez. Puedo ejercer la prostitución de forma legal, o dicho de otra forma, puedo disponer libremente de mi cuerpo e incluso alquilarlo por dinero de forma legal. Puedo donar órganos y tejidos estando viva, como un riñón, un óvulo o médula espinal.



También puedo votar en las elecciones -aunque mi voto valga tan poco como el tuyo- y referéndum que se organicen en mi zona. Y al mismo tiempo adquiero el derecho legal a usar drogas: tabaco y alcohol me las vende el estado. Puedo comprar tantas botellas de alcohol quiera y necesite para matarme y/o matar a otros a base de beber. Puedo fumar hasta perder los pulmones. 




Puedo ser una actriz porno o una monja de clausura para el resto de mi vida. Incluso puedo comprarme una escopeta de dos cañones, munición suficiente como para una boda y hacer una matanza. 

Todas esas cosas permite la ley al haber cumplido 18 años.

Pero hablamos de regular el acceso al cannabis -de forma legal- y contestáis que tengo que esperar hasta los 21 años de edad.



Contadme otro cuento... porque no pienso esperar más.

María Guerrilla.