martes, 15 de agosto de 2017

Alba - Bautismo

Este cuento corto, que fue el inicio de una serie que publicó algún capítulo en el portal Cannabis.es, es un relato de ficción en la que se camuflan muchos elementos verdaderos. Dada la naturaleza de lo narrado, dichos datos están convenientemente ofuscados. Por desgracia la historia tiene más de real de lo que a cualquiera nos gustaría, además ocurrió en estas fechas del 15 de agosto y la España cañi, y es simplemente un vehículo para contar cosas que no se pueden contar de otra forma (como que se venda la marihuana robada a los cultivadores en una casa cuartel, u otras peores).

Sin más, aquí quedáis, en manos de Alba.

Habrá más.

:))




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BAUTISMO


“Jodida puerca...” dijo, antes de escupirme a la cara y mientras iniciaba el movimiento de desabrocharse el negro cinturón de cuero de hebilla dorada que señalaba donde tenía que meterle una estaca a ese hijo de puta, para que dejase de ensuciar este mundo.

“Ya sabes lo que toca, zorrita...”

En un instante recobré una cierta consciencia de todo lo que me había llevado allí. A estar jodida, a sentir esa náusea, a verme inerme ante una mole grasienta y apestosa de malas intenciones. No porque quisiera follarme; no tenía problema alguno. Quería hacerlo cuando yo no quería.

Y el hijo de puta había aguantado los dos codazos en la cara, tras la patada en los huevos; estaba muy jodida. Me venía a la cabeza la película “Lamatanza caníbal de los garrulos lisérgicos” con Cesar Strawberry y el gran Manquiña, pero no me hacía ni puta gracia aquello. Me había metido en la boca del lobo yo sola, en el León rural y profundo de la España cañí. Lo que menos esperaba es que un tarado me fuera a violar en una jodida iglesia de pueblo, en las fiestas patronales de la Virgen de Agosto.

Por supuesto que ya había pasado por alguna iglesia. No por muchas, pero me contaron que el bautismo no me sentó bien: parece que tragué algo de agua y que -sin malicia por mi niñez- escupí al cura a la cara, cuando me giró y pronunció un extraño hechizo católico por el que me pasaba a llamar Alba

Como la mañana, la blanca, la pura... la mayor hija de puta del reino de Dios, es lo que debió pensar aquel cura. Aunque de eso hacía ya 19 años.

Volvía a estar allí y -esta vez ya me habían dado las hostias- me querían dar los Santos Óleos, pero a brochazos en el perineo. No tenía fuerzas y la rodilla que el bastardo había incrustado en mi costado, me tenía doblada por la mitad: me podía poner con el culo en pompa como una perra y partírmelo en cuatro sin que yo pudiera defenderme ya. Y en ello estaba el tipejo, cuando se escucharon unos pasos que pisaban el mismo suelo de lápidas que nosotros.





Recuerdo como aquel picoleto emitió una especie de gruñido imperativo -con esa altanería de paleto que suelen gastar en ciertas zonas rurales- preguntando quién andaba ahí. A su pregunta no escuché respuesta alguna, sino más pasos acercándose.

El tipo echó mano a su canana. Y acarició el cierre, abriéndolo con la delicadeza que no me estaba dedicando precisamente a mí, mientras deslizó la pistola en su mano derecha. En ese momento los pasos se detuvieron. El tipo graznó, algo más asustado, pero fingiendo más aplomo -el que le daba la pipa, claro- que la vez anterior.

“¿Quién coños anda ahí? Sal que te vea o te voy a buscar, rata!!”

Y esa fue la primera vez que escuché su voz: “Yo soy el Padre Heredia.”

El tipo saltó hacia atrás y deslizó rápido la pistola en la canana, mientras se le escapaba un cómico gesto que bailaba a medio camino entre santiguarse y el saludo marcial.

“¡Padre! Qué susto nos ha dado. Hemos venido yo y una amiga a charlar aquí, un poco más apartados, usted ya me entiende...”

“Claro cabo, por supuesto que le entiendo...”

Su voz sonaba tan ambigua ahora como grave y pesada antes. No era capaz de discernir si mientras decía eso, estaba frotándose la polla por encima de la sotana o simplemente se estaba achantando ante la situación. El cabo tampoco alcanzó a ver qué tono portaba la frase y volvió a probar suerte.

“Bueno, Padre, si no se le ofrece nada más... si quiere usted, me deja las llaves y yo le cierro la iglesia. Queda en buenas manos...”

“Toda suya, cabo...”


Sonó inquietante. Si no es por las llaves que le lanzó, hubiera creído que hablaban de mí. El cura añadió, sin acercarse más en ningún momento, que saldría por la puerta de la sacristía porque tenía que recoger unas cosas para un enfermo que necesitaban la Extrema Unción con la extrema urgencia habitual de la muerte.

Me iba a dejar allí sola, pero ya estaba acostumbrada a no meter a terceras personas en líos por mis asuntos, y a pagar -a veces muy caro- mi atrevimiento y falta de sentido común. Pude haberle pedido ayuda pero no lo vi claro, y no quise hacerlo. Escuché cerrarse la puerta y, como si fuera un gatillo, eso disparó al cerdo sobre mí. La conversación con el cura me había permitido ganar tiempo y recuperar el aire, aunque no me resistí. No tenía tanta fuerza.

Así que siendo pragmática: ¿qué podía hacer? Relajarme; necesitaba pensar. Estiré mi mano y noté su polla dura, así que la cogí y empecé a jugar con ella. El viejo alcohólico dio un brinco y mugió “...a esta putita le va la marcha, eh?” mientras yo me entregaba al placer de ser violada por un abusador con placa. Me seguía dejando hacer, pero con mi mano lo que evitaba era que me violase aunque él paleto armado creía que yo jugueteaba, cachonda perdida aplastada por semejante marrano con forma humana. Pero vi que no podía seguir mucho así y que tenía que decidirme: ¿qué hacer?

Me tiré a sus labios y los besé al mismo tiempo que con la cintura me frotaba contra su ombligo, como si estuviera en mitad del orgasmo más incontrolable de mi vida, y le pasaba la lengua por esa asquerosa boca putrida, hasta que él introdujo aquella masa de carne con sabor ocre a tabaco negro y coñac en mi boca. Era como una serpiente molesta paseándose por tus papilas gustativas, de la misma forma que el caballo de Atila dejaba yermo el suelo a su paso. Un plato exquisito, que no soportaba ya más...

Lo siguiente que recuerdo fue un tirón intenso y cómo mis mandíbulas chocaban entre sí, mientras mis uñas se hincaban con fuerza en las pelotas del picoleto, y notar el calor de la sangre chorreando en mi mano...

Y cómo casi me trago la mitad de su puta lengua; la escupí tan rápido como la rabia me permitió abrir la boca. Mientras, el tipejo gritaba ahogándose en sangre mientras no sabía si llevarse las manos al escroto, que le había abierto como un calcetín dado la vuelta, parándome en la uretra: mis dedos no llegaban a clavarse más.

Pero el cabrón se levantaba y estaba sacando su arma. No tuve tiempo para pensar: di una patada a un viejo cepillo de limosnas, clavándole al mismo tiempo mi tacón para fracturarlo y cogiendo -casi al vuelo- uno de los trozos más astillados de los pedazos que saltaron. Según me volví se lo clavé en el abdomen y se escuchó un grito lacerante en mitad de la casa de Dios: el violador cayó sobre sus rodillas y, como si fuera un diagrama de flujo expandiéndose, una mezcla de orina y sangre empezó a fluir de su perforada vejiga. Estuve por un instante -atónita- observándole pero pronto me di cuenta de que me iba a comer hasta los marrones de “el Lute” y que tenía que correr, sin mirar atrás...

Busqué instintivamente algo con lo que rematarle: peor que una condena era un psicópata como ese persiguiéndote. “No quiero moribundos que me busquen” era lo que resonaba en mi cabeza mientras abría un pequeño portón que contenía una botella y un cáliz, y cogía la botella del cuello para romperla y dar muerte al violador antes de huir para salvar mi pellejo. Una voz se escuchó -tajante y asertiva- detrás mío: “No. No rompas esa botella.”

Me quedé petrificada y -cual esposa de Lot mirando lo que no debía- como una columna detenida en medio de un giro sobre su eje, botella en mano. Aquella voz -que ya me sonó familia- continuó: “Deja la botella sobre el altar. Y vuélvete...”

Obedecí. Sabía que estaba cazada y que no tenía opción: no sabía qué me apuntaba por detrás y lo iba a descubrir en el acto. Dejé temblorosamente la botella sobre el altar. Miré instintivamente a los ojos del Crucificado que tenía de frente, presidiendo la escena, y sentí dolor. Me volví despacio, inicialmente mirando con el rabillo del ojo -con lo que no pude ver nada salvo el color rojo de la sangre por mi cara- pero según me sentía observada por aquel personaje, agachando la cabeza.

“Ecce homo” dijo, sin alterar su voz.

“Ecce mulier”, pensé yo.

Así era: ahí estaba. 
Expuesta y dolorida; al quedarme quieta todo empezó a dolerme. Asustada y a punto de matar a un hombre, en natural defensa propia, que había intentado violarme y al que no podía dejar con vida ya. Mis ojos marrón miel debieron contrastar con el rojo metálico de la sangre, porque cuando mi cabeza se irguió, sus ojos azul tormenta observaban -impertérritos- los míos.

“¿Qué ha pasado?” me dijo. No supe qué contestar, pero la expresión de mi cara junto con la dantesca escena debía dar algunas pistas, sin olvidar que mi ropa hecha jirones debió indicarle lo que allí había pasado. Buscando una respuesta que darle, me había hundido en mis pensamientos, cuando el goteo de la orina por la herida de aquel depredador me hizo reaccionar. Mi rostro debió explotar en un gesto asesino de ira, mientras notaba mis puños apretarse hasta hacerse de granito y mis dientes chocar hasta chillar como tizas sobre pizarras.

“No. Aquí no. Cógele de los pies.” me dijo y -de nuevo- volví a obedecer sin cuestionar nada.
Ahí le vi claramente por primera vez: era el cura de antes. El Padre Heredia, había dicho que se llamaba. Lo confirmó -el cabo- antes de que aquel sacerdote le dejase inconsciente de un puñetazo y le cargase -a peso muerto- por los sobacos.

¿Qué coños hacía con un cura en una iglesia sacando a un picoleto moribundo hacia el cementerio que había detrás? 

¿Por qué nadie llamaba a la policía? 
¿Qué hacía yo llevándole por los pies?

Cruzamos con el peso todo el cementerio y llegamos a una caseta con útiles, palas y picos y material de jardineria principalmente. Allí le dejamos caer a plomo; a mí el pánico me daba fuerzas de flaqueza aunque el cura respiraba intenso, pero no nervioso. Y mirándome fijamente me preguntó: “¿Cómo comenzó todo esto?”

“Marihuana... yo sólo quería un poco de yerba para fumar, porque me dolían los ovarios y tiene que bajarme la regla...” contesté a la vez que me escuchaba y las palabras parecían tan falsas que ni a mí me sonaban reales aún siendo la verdad.

“¿Te vendía él?”, inquirió.

“No. Un amigo me dijo que en la Casa Cuartel de la Guardia Civil de este pueblo, había comprado yerba en varias ocasiones. Al parecer se la roban a los cultivadores y la venden ellos y...” expliqué antes de que me interrumpiera con un “¿Y qué cojones hacéis en mi puta iglesia?”

Extrañamente avergonzada, como una niña reñida por el maestro, contesté: “me dijo que en fiestas no la podían tener en la Casa Cuartel porque venían muchos mandos superiores a la fiesta grande de la localidad, y que tenía un pequeño depósito en la iglesia. Me convenció y piqué... Lo siento.”

No sabía qué decir, ni qué sería lo siguiente cuando el Padre Heredia despertó al inconsciente Guardia Civil -a bofetones de mano abierta y revés- y cuando tenía su atención, le susurró cerca del la oreja lo siguiente: “Cuidaremos de tus hijos y tu familia, para que no sufran como tú...”

Los ojos del cabo se abrieron y clavaron en los del cura, e intentó decir algo. Pero sin lengua lo tenía clarinete, y sonó como un trombón ahogándose. Lo siguiente fue un movimiento -brusco- en el que la mano izquierda del sacerdote, que sostenía al tipo por el cuero cabelludo se disparó hacia fuera arrastrando la cabellera con ella, mientras la mano derecha -que le agarraba con fuerza la cabeza, ligeramente por debajo de la sien- girase en sentido contrario.

Rompió su cuello con la misma paz que se abre una botella de agua.

Yo estaba muerta de miedo, y ya casi convencida de que me tocaba a mí cuando el cura me lanzó una pala -que me sacudió en el vientre y la cara- mientras sarcástico me decía: “Si esperas que cave yo solo, tenemos un problema ¿eh?”

Terminar el agujero y taparlo -repartiendo la tierra sobrante- nos llevó dos horas. Creía que iba a morir, pero de agotamiento. Esas dos horas, no las narro: nadie me creería. El cura era un hombre de pocas palabras. Me llevó después a su casa, me ofreció ropa limpia que agradecí como nunca aunque daba la impresión de haber vuelto al siglo XX de una hostia, y me metió en la ducha. Curó mis heridas, me dio de cenar. Lavó los platos. 

Puso música: ¿“Lecciones de moderación” decía aquel estribillo?





Me dijo que le acercase una caja -de madera, labrada a mano- que tenía bajo unos libros de química en alemán. Obedecí. ¿Lo que nunca hacía con nadie, lo hacía con ese desconocido? Al abrirla, toda la estancia cambió de golpe su olor y parecía haber caído en mitad de una montaña de Kush. Él notó mi mirada en sus manos: debía notarla como si fuera el más poderoso Jedi intentando que la yerba volase hasta mí.

Lio despacio. Ni me miró. Se lo encendió y se lo lo estaba acabando, clavándoselo a cara de perro; yo me moría de ganas, pero no me atrevía a pedirle nada. Nada más. 

Entonces me miró sonriendo, como un niño pequeño travieso, y me pasó la caja de aquella yerba. Yo lie como si me fuera la vida en ello y justo antes de que me encendiera aquel costoso porro, me dijo:

“Ya sabes la lección: si quieres yerba, plántate.


Nos sobran cerdos para fabricar abono.”

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